Por Jorge Luis Acanda (*)

El tema de este artículo me trajo de inmediato a la memoria una película española que se exhibía en la televisión cubana durante mi infancia. No retengo su título, pero si su argumento, que versaba sobre un pequeño pueblito costero, en la España de los 50, al que de repente llegaba un grupo de trabajadores forasteros encargados de construir una carretera y un hotel para la futura arribazón de turistas, y de como el contacto con las nuevas ideas y usos, traídos por los recién llegados, llevaba a los habitantes de la aldea a romper los patrones tradicionales de comportamiento y subordinación y a sacudirse el amodorramiento de su cotidianidad. De aquel filme guardo tres recuerdos. Uno es el de la magnífica actuación de José Isbert, que encarnaba a un aldeano cascarrabias y conservador que se oponía a la construcción de la carretera y a lo que ella significaba. El otro es el de una escena en la que ese personaje encarnado por Isbert discutía con aquellos trabajadores y, buscando un adjetivo con el que insultarlos, les espetó esta frase: “¡progresistas, que no sois más que unos progresistas!”. Y el tercero es el de la sorpresa que me provocó que lo que para mí era (y aún sigue siendo) una cualidad positiva fuera utilizado como insulto, algo que descalificaba a una persona o una acción.
Como en aquel pueblito de la película, ahora también algunos asumen en sentido peyorativo el concepto de progreso. 

Pero hoy no se le enfrenta, como hacía el personaje de marras, desde el afincamiento cerril en la tradición, sino desde los apotegmas de un sistema de representaciones que se presenta a sí mismo como “cultura postmoderna”, y que, junto con el de progreso, estigmatiza temas tales como totalidad, telos, revolución, sujeto, historia. Y con ello, y por lo tanto, las aspiraciones tradicionales del pensamiento de lograr una visión de la realidad que, por sistematizadora, nos permitiera darle un sentido a los procesos sociales y a las actividades de los hombres. Que permitiera comprender, aprehender, en suma, la realidad.
Pensamiento y progreso han sido dos conceptos muy atacados desde una conciencia filosófica “posmoderna”, aprisionada en el sistema de un presente temporal del que parecen excluidas las categorías narrativas del cambio, y que se ha apoyado para ello en representaciones e imágenes de los mismos que unilateralizan la complejidad inherente al contenido de ambas categorías. Ciertamente es válido rechazar la visión lineal y ascendente de la historia que no pocas veces ha sido vehiculizada en la idea de progreso, y que ha servido y sirve de coartada a la opresión y la dominación, pero ello en modo alguno puede legitimar la omisión de la idea de “proceso” para adoptar la de una especie de flujo nietzscheano e infinito de tiempo. Porque precisamente la imagen de progreso implica pensar la historia como un proceso. Desenredar la madeja de estas representaciones e imágenes que envuelven a estas categorías tan discutidas hoy es una tarea urgente, no sólo por las propias exigencias del quehacer teórico, sino por el modo en que aquellas limitan la imaginación política (Jameson:18). Y sin imaginación política no hay pensamiento capaz de rechazar la chatura opresiva del presente y proyectar la visión de un mundo más humano.
Ante la ofensiva de un relativismo rampante, que procura derrubiar el basamento objetivo de aquellas categorías que nos han servido como puntos de orientación de nuestra actividad valorativa y práctica, se patentiza con fuerza dramática la necesidad de un pensamiento que asuma la función de denuncia de la opresión y de fundamentación de la posibilidad de un futuro mejor. Que argumente la posibilidad del progreso no como utópica, sino como posibilidad real. Que evite las trampas que limaron las aristas liberadoras de pensamientos progresistas anteriores. La necesidad de responder a la pregunta que titula este trabajo se nos presenta con renovada fuerza. ¿Cómo entonces pensar al progreso y al propio pensar?  
1) Pensar el Progreso.
Progreso significa cambio, pero en sentido positivo, de mejoramiento. La idea de progreso cobró auge a partir del siglo XVIII, en el contexto de la lucha empeñada por la entonces joven burguesía contra el orden clerical-feudal y por la liberación del hombre de la supeditación al absolutismo político, la superstición religiosa y la ignorancia.
El progreso se pensó en dos dimensiones: la relación de los hombres con la naturaleza (la dimensión técnica) y las relaciones de los hombres entre si (dimensión social), progreso ético de las normas que regulan su convivencia. Se fijó como meta un tipo de conocimiento y dominio de la naturaleza que abriera paso a una sociedad en la que reinaran los valores de justicia, solidaridad, paz, etc. Desde un inicio se consideró que la dimensión técnica y la social estaban indisolublemente vinculadas, y que un cierto nivel de desarrollo de la primera era imprescindible para posibilitar la segunda.
Se creó una situación histórica en la que se impuso una visión del progreso que podemos catalogar de instrumental. El acento fue puesto en la primera dimensión, y se olvidó la segunda. La idea de progreso se encarnó en las representaciones provenientes de un tipo específico de despliegue de la modernidad, cuyas divisas eran la racionalización, la sistematización y la cuantificabilidad.  Se creyó que el solo desarrollo científico-técnico, la acumulación y perfeccionamiento de instrumentos para dominar a la naturaleza, implicarían automáticamente la consecución de la felicidad humana. La constatación de que esto no era así, y de los potenciales efectos perversos del desarrollo tecnológico, condujo a que se pasara al otro extremo y se satanizara el desarrollo de la técnica. Se hizo claro que en su empeño por dominar a la naturaleza externa, el hombre había acabado por reprimir su propia naturaleza. Sobrevino entonces el desencanto con la idea de progreso. La lógica del desarrollo tecnológico y la del desarrollo humano pasaron a interpretarse como independientes, y algunos incluso las entendieron como antitéticas. Se nos quiso hacer creer que el fracaso de un modelo civilizacional implicaba no ya su incapacidad para la concreción de un ideal, sino más bien la insolvencia del ideal mismo. Y el término progreso fue arrojado al baúl de los trastos aborrecibles, junto con otros conceptos tales como sujeto, totalidad, liberación, etc.
¿Por qué se difundió y primó esa concepción tecnologizante del progreso? Horkheimer indicó que sólo es posible la confusión de identificar el avance técnico-económico con el progreso cuando se asumen las posiciones de la razón instrumental. Ese tipo de razón se manifiesta en la preponderancia de un pensamiento reificador, que se representa la realidad a través de imágenes cosificadas, y que deforma el carácter de las relaciones sociales al metamorfosearlas en relaciones entre cosas. El predominio de la razón instrumental y del pensamiento reificador en estos dos últimos siglos no es casual. La preservación de la dominación de unos hombres sobre otros no había estado orgánicamente vinculada, en sociedades anteriores, al aumento del dominio sobre la naturaleza. Con el surgimiento de los “tiempos modernos”, esa conexión se torna inmanente. Ahora se necesita un dominio incrementado sobre la naturaleza para mantener el dominio sobre los hombres. Esta necesidad aparece con el nuevo tipo de sujeción que inauguran los procesos de modernización capitalista. Ella se manifestó como desarrollo de la mercantilización creciente de todas las relaciones sociales. La universalización de la forma mercancía. Se identificó el progreso como el avance de esta mercantilización, que sólo podía expandirse a caballo de un tipo de desarrollo científico-técnico encaminado a la producción incesante de nuevos instrumentos cosificados de dominación.
Pero sería unilateral representarse lo acaecido en los dos últimos siglos, exclusivamente con los tonos monocordes de la expansión colonizadora del tipo de racionalidad inherente a la reproducción ampliada de la forma mercancía. Alain Touraine nos ha recordado que la modernidad ha de entenderse como unidad de racionalización y subjetivación. La universalización de la forma mercancía fuerza a todas las relaciones sociales a existir como relaciones mercantiles, dominadas por la lógica de la producción ampliada de valor. Para que ello sea posible, el individuo mismo ha de ser convertido en un consumidor ampliado de mercancías. No solo sus necesidades, sino también su modo de satisfacerlas y el modo de representárselas, tienen que existir como función del consumo no de cualquier tipo de objetos o “cosas”, sino de un objeto muy específico: la mercancía. Muy específico porque ella es producida no para la satisfacción de necesidades que puedan considerarse “humanas”, sino - por el contrario - para satisfacer su propia necesidad de realización y autorreproducción. Pero la tendencia a la mercantilización de todo el sistema de relaciones sociales lleva implícita una contratendencia. Como reza una vieja fórmula, tan certera como injustamente olvidada hoy, ella necesita sacar a los hombres de su existencia empírica puramente local para colocarlos en una relación de intercambio universal entre ellos, lo que instituye a individuos histórico-universales, empíricamente universales. Es decir, no puede evitar el provocar un desarrollo de la subjetividad humana, de sus potencialidades, exigencias, aspiraciones, etc. El proceso de modernización capitalista, para mantener la reproducción ampliada del valor, tiene que generar una reproducción ampliada de la subjetividad humana, a la vez que tiene constantemente que intentar aprisionar a la misma y encauzarla por el estrecho carril de la realización de la mercancía. La sempiterna realización de este trabajo de Sísifo explica el carácter ambivalente del despliegue de la modernidad. Si nos libramos de las visiones euro- y androcéntricas, veremos como estos dos siglos han sido testigos también de procesos vinculados al desarrollo de la conciencia de si de los pueblos y grupos sociales tradicionalmente reprimidos y marginados.
La idea de progreso es demasiado importante como para ser simplemente abandonada (Sztompka:57). Su aceptación tiene que ver con algo tan significativo como el reconocimiento del carácter agencial del hombre, de su papel como sujeto. Cuando surgió, esta idea era expresión de tres momentos: inconformidad con el presente, creencia en su carácter histórico (y por ende perfectible), y confianza en la potencialidad del ser humano para dirigir ese cambio. No podemos renunciar a nada de ello.
Por eso es preciso abandonar la representación tradicional e “instrumental” del progreso, basada en una concepción cosificada de las relaciones sociales, y abrirle paso a una interpretación que por necesidad ha de ser “relacional”.  El avance de la sociedad ha de medirse no por el crecimiento de la densidad reificada de instrumentos de dominación, sino por la diversidad creciente de las relaciones establecidas por los hombres con su medio (el que, por supuesto, incluye a los demás hombres), por el desarrollo ampliado de necesidades vinculadas no a la realización de un objeto que implica la negación y supresión de toda individualidad y de toda originalidad (la plusvalía), sino de necesidades que impliquen el enriquecimiento multilateral de la subjetividad humana.
La noción de progreso también implica la exigencia de una mirada crítica al presente como algo perfectible. Se trata de un concepto valorativo, que implica juzgar al presente. Valorar, a su vez, trae aparejado la necesidad de resolver una cuestión inicial: desde dónde se realiza esa crítica, desde dónde se evalúa lo que existe. Es la cuestión del Standpunkt de la valoración crítica. Existe una posición posible: valorarlo desde un “deber ser” apriorístico, especulativo, voluntarista. Son las posiciones de la razón utópica, tanto de derecha como de izquierda. Las del romanticismo y los fundamentalismos. Las limitaciones de este enfoque son conocidas. Pero existe otra posición: valorar al presente desde él mismo. Ello no implica “presentismo”, realismo chato. No se trata de entenderlo desde la absolutización de su apariencia empírica, sino desde la comprensión de la contradictoriedad de su esencia. Entender a la sociedad como resultado y producto de la actividad humana, plasmación por tanto de sus potencialidades positivas así como de las negativas. Por otra parte, no situándose fuera de ella, sino dentro de esa realidad. Pero a la vez buscando un punto de alteridad que permita sustraerse a la fuerza manipuladora y condicionante de la reproducción de lo existente, a la fuerza de absorción de la razón instrumental. Identificando aquellas fuerzas sociales que son producto de esta realidad, pero que a la vez son oprimidas y ocluídas por ella.
Esto implica una consideración teórica: asumir el carácter contradictorio de la modernidad, su ambivalencia. Remontar la unilateralidad del diagnóstico weberiano de la modernidad como sistema homogéneo, caja férrea que no presenta ninguna salida a la racionalización total. Entender la existencia en lucha de varias racionalidades, de signo contrario. Y apostar por la posibilidad de promover, con nuestra actividad, el predominio de la racionalidad liberadora.
El uso del concepto de progreso implica, por lo tanto, varios desafíos. De carácter tanto teórico como metodológico. Tareas a resolver por un pensamiento no instrumental, que sea capaz de pensarse a sí mismo para sustraerse al poder de la sistematización.  
2) Pensar el pensar.
El pensamiento es una forma de actividad espiritual que implica la producción de imágenes ideales, mediante los cuales los hombres intentan explicarse su realidad y a ellos mismos. El pensamiento puede ser lógico o mítico-religioso, según acuda a elementos inmanentes a la realidad para explicarla o a elementos trascendentes a ella. El pensamiento lógico intenta pasar de lo fenoménico a lo esencial, descubrir la legalidad interna de los procesos, sus regularidades de funcionamiento. Busca reproducir la racionalidad de la realidad mediante la producción de instrumentos ideales, los que funcionan como elementos mediadores a través de los cuales los hombres se relacionan entre si y con la realidad. Las relaciones que los hombres establecen entre si (relaciones intersubjetivas) y las relaciones que forjan con los objetos que los rodean (relaciones objetuales) están orgánicamente vinculadas.. No se las puede concebir por separado, como si unas se existieran independientes de las otras. Las relaciones entre los seres humanos son siempre relaciones mediadas por objetos (materiales o espirituales). Las relaciones intersubjetivas son a la vez también relaciones objetuales. Los hombres se relacionan con la realidad en la medida en que la transforman y la producen. Y al producir su realidad se producen a sí mismos. Crean no sólo las condiciones materiales de su existencia, sino también su subjetividad. Las relaciones sociales (intersubjetivas y objetuales) son relaciones de producción y apropiación de la realidad.  
El pensamiento es una forma de apropiación espiritual de la realidad. Es preciso detenerse en el significado del concepto de apropiación. Enrique Dussel llamó la atención a la necesidad de distinguir entre posesión (Besitz), propiedad (Eigentum) y apropiación (Aneignung). La “posesión” de un objeto es la relación efectiva de su uso. Es la relación efectivo-material con la cosa. La “propiedad” es el derecho o la capacidad subjetiva. La posesión es relación objetiva, la propiedad es relación subjetiva. En cambio, la “apropiación” es la síntesis objetivo-subjetiva (Dussel: 227). Es a partir de Feuerbach que este concepto pierde su connotación estrictamente jurídica y pasa a ser utilizado como categoría filosófica para entender la relación de interacción de los hombres con la realidad.
Entender la apropiación de la realidad por los seres humanos solo como dominación es tener en cuenta exclusivamente un aspecto de esa relación, verlo como un proceso unidireccional: el de la objetivación. Los hombres interactúan con su entorno en la medida y a la vez que interactúan entre sí. E interactúan con ella en la medida en que la producen y, al producirla, se producen a sí mismos. El concepto apropiación apunta a este proceso complejo de producción de la subjetividad humana. Al producir la realidad, el hombre se apropia de ella porque la incorpora a su ser. Su objetivación es a la vez la creación de su subjetividad (potencialidades, capacidades, valores, ideas, metas, estados de ánimo, etc.). La apropiación de la realidad es tanto material como espiritual. Al definir al pensamiento como una forma de apropiación espiritual de la realidad, se está llamando la atención a la necesidad de reflexionar la interacción entre objetivación y subjetivación. 
Kant abrió una nueva época en la filosofía al destacar la necesidad de que el pensamiento se piense a sí mismo. Fundó la teoría crítica al destacar la necesidad de reflexionar sobre las condiciones objetivas de la actividad pensante, y entender aquellas como inherentes a esta, y no como algo externo. A Hegel debemos no sólo la superación del apriorismo kantiano en la interpretación de ese condicionamiento y su afirmación del carácter histórico del mismo, sino también la fundamentación de la necesidad de comprender la totalidad de los modos de objetivación de los individuos para poder comprender las formas de su subjetividad (entre ellas, el pensamiento). Marx continuó el programa crítico al destacar al carácter no sólo histórico sino también social del condicionamiento objetivo de la actividad subjetiva. El pensamiento ha de ser crítico, ha de pensarse a sí mismo, lo que significa pensar sus condiciones de posibilidad. Y ello implica pensar la realidad social de la que es parte constituyente. Un pensar crítico busca descubrir los factores que condicionan el proceso de objetivación de los sujetos y sus formas de subjetividad. Es decir, los factores que condicionan el modo de apropiación (material y espiritual) de la realidad, y la interrelación entre estos.  
Pensar al pensamiento y pensar la realidad constituyen por lo tanto dos momentos de un mismo proceso. El pensamiento ha de ser autorreflexivo para captar su racionalidad, la cual a su vez está condicionada por la racionalidad de la realidad social de la que aquel es elemento constituyente. Pero en la realidad no existe una sola racionalidad, sino distintas racionalidades. Se ha de pensar como se relacionan estas racionalidades diversas, y cómo y por qué se articulan de un determinado modo que expresa la hegemonía de una sobre las demás. Pensarlas en sistema, en su interacción. Y ello a su vez exige evaluar esa interacción, establecer un criterio para juzgar las características y los efectos del modo específico en que esas racionalidades se articulan, en una relación de integración o de supeditación entre si.
El pensar crítico ha de ser también, en consecuencia, totalizador. Pero no sólo en el sentido hegeliano, de una reflexión que tome como principio la necesidad del análisis de las relaciones entre el todo y la parte, que apunte a trazar el mapa de la compleja interacción entre las distintas racionalidades presentes en una realidad, sino también totalizador en el sentido lukacsiano, de afirmar la interpenetración de lo objetivo y lo subjetivo, la dimensión subjetiva de la objetividad existente. Para romper el embrujo de las formas fetichistas de objetividad y desgarrar el velo de su coseidad, se precisa captar la inteligibilidad de un objeto partiendo de su función en la totalidad determinada en la cual funciona (Lukacs:47 y ss.).   
3) Un pensar progresista.
El carácter progresista de un pensamiento ha de medirse por el modo en que realiza su labor  de análisis crítico y totalizador. Por el modo en que piensa la realidad y su relación con esta. Y por la finalidad de su reflexión.
Entre otras implicaciones, esto significa también tener en cuenta el imperativo foucaltiano de pensar la relación saber/poder: cómo el poder condiciona al saber y al pensar. El propósito no puede ser la utopía de sacudirse ese condicionamiento, sino el de reflexionar sobre la legitimidad de ese poder específico en cuestión (Foucault:131). Si ese poder condiciona o no, posibilita o no, una apropiación humana de la realidad. El recurso al concepto de “humano” no implica la idea especulativa de retorno a una esencia prístina perdida, sino la concepción de una apropiación de la realidad puesta en función no de la reproducción de un objeto animado de una racionalidad hostil al hombre, sino del despliegue de su subjetividad. Aquí por “humana” se entiende liberadora. ¿Cómo evaluar ese modo de apropiación de la realidad que es causa y consecuencia del poder existente? La piedra de toque del carácter progresista de un pensamiento está en el modo en que piensa al poder y su relación con este.
Ya hemos visto que la modernidad significó, entre otras cosas, un cambio en la dinámica de la reproducción del poder. De la dialéctica de la conservación y el cambio. En las sociedades pre-modernas, para que se conservara el poder no podía cambiar nada. La más pequeña transformación implicaba el derrumbe de toda la pirámide social. El desarrollo de la modernización mercantilizante llevó a su forma extrema al gatopardismo. Si en aquella obra uno de sus personajes explicaba que “había que cambiar algo para que no cambiara nada”, ahora se puede afirmar que la divisa del poder parece rezar así: hay que cambiarlo todo para que no cambie nada. Pero ese “todo” encierra una excepción: la esencia misma de ese poder, cuya razón de ser está en el predominio de la forma mercancía. Los viejos objetos de poder, las antiguas representaciones cristalizadas en imágenes que preservaban la asimetría de las relaciones interhumanas (nación, raza, etnia, religión, tradición), pueden y han de ser arrumbadas ahora como trastos inservibles por un nuevo poder, que cifra el secreto de su conservación en su capacidad de incesante enmascaramiento y cambio fenoménico. Nuevas y más complejas formas de reificación de la realidad acompañan y tributan a la nueva dominación. El pensamiento progresista ha de ser descosificador. Ha de develar la peculiar dimensión cultural de la hegemonía del poder contemporáneo. Desde hace dos siglos, y en forma creciente, nos enfrentamos a los desafíos emanados de la capacidad de metamórfosis del poder. Nunca mejor empleada esa palabra. Mas allá de sus formas empíricas de presentarse, su esencia sigue inalterable.
Ni cualquier cambio es progresivo, ni cualquier conservación ha de entenderse como reaccionaria. Pero la constatación de esta situación no autoriza relativismos extremos. Hoy como ayer, el conservadurismo significa el deseo de preservar un modo (históricamente determinado) de existencia del poder y de apropiación de la realidad basado en la instrumentalización del individuo y en la asimetría de las relaciones interpersonales. Tampoco todo deseo de cambio y renovación es negativo. Por eso se equivocan quienes intentan enfrentar la creciente enajenación capitalista atrincherándose en el fundamentalismo de formas de enajenación pre-modernas, ellas también opresivas y emasculadoras del florecimiento de la subjetividad. Como ha demostrado la historia más reciente, al totalitarismo del mercado no se le puede enfrentar con el totalitarismo del Estado, la nación o la religión.
Un pensamiento progresista ha de ser contrahegemónico. No basta sólo con que busque formas de resistencia, sino que tiene que proponer alternativas válidas, por imaginativas y creadoras, en un mundo en el que el cambio no es una opción sino una exigencia. No adopta una actitud nihilista ante la modernidad o las aspiraciones ilustradas, sino que busca tomar como inspiración el carácter dialéctico de la experiencia de la modernidad y la Ilustración (Reyes Mate: 12). No rechaza su herencia, sino que pretende asumirla, invocando a la experiencia, asumiendo un sentido en la historia. No como teleología, sino como lucha, en la que se ha elaborado y acumulado un irrenunciable patrimonio común a todo hombre.
Pensamiento crítico, totalizador, descosificador, antihegemónico. Aristas distintas pero orgánicamente presupuestas que califican la voluntad de ser progresista en materia de pensamiento. Todo ello para indicar que ha de ser un pensamiento humanista y radical. O radicalmente humanista. Lo que tal vez no sea más que una redundancia, por aquello de que ser radical significa ir a la raíz, y la raíz es el hombre mismo. Pero una redundancia necesaria, pues al asumir la subjetividad como intersubjetividad, cifra su vocación progresista en una motivación liberadora, entendida esta como afán para descifrar las claves que promuevan la autoconstitución como sujetos de los individuos.

Bibliografía.
- Dussel, Enrique. La producción teórica de Marx. Siglo XXI editores, México, 1985.
- Foucault, Michel. Power/Knowledge. Pantheon Books, New York, 1980.
- Jameson, Fredric. “El marxismo realmente existente”, en: Revista Casa de Las Américas, nr. 211, abril-junio 1998, La Habana.
Lukacs, Georg. Historia y conciencia de clase. Editorial Ciencias Sociales, La Habana, 1971.
- Reyes Mate, Manuel. La razón de los vencidos. Editorial Anthropos, Madrid, 1991.
- Sztompka, Piotr. Sociología del cambio social. Alianza Editorial, Madrid, 1993.
- Touraine, Alain. Crítica de la Modernidad. Ediciones Temas de Hoy, Madrid, 1993.

(*) Profesor Titular de Filosofía. Universidad de La Habana.