Por Ignacio Castro Rey (*)
Primero el capital desencanta (Weber) la vida. Después, en un despliegue inusitado de fuerza, la re-encanta con toda clase de simulacros. ¿Es casual que todo, de la comida a la música, de las tecnologías al sexo, adopte el formato de la fusión? A través de una nueva promiscuidad obligada el Norte consigue una victoria total, pues logra la apariencia de descender al Sur y hacerse cachondo, interactivo. La furiosa separación puritana (del hombre con la tierra, y entre los hombres mismos) consigue adoptar el semblante de una interactividad sexy. El fetichismo de la mercancía ocupa entonces el horizonte entero de lo social y adquiere un rostro humano.

I
El hombre mismo es mercancía, lo cual incluye a buena parte de sus opciones alternativas: ser simpatizante de Varoufakis, leer a Crary o escuchar a Comet Gain. Hoy, el carácter de mercancía proviene de la tendencia genérica de las minorías y las distintas tribus urbanas al reconocimiento y, si es posible, a la hegemonía. En otras palabras, el capitalismo se alimenta de nuestra incapacidad ontológica para soportar lo trágico de lo real, la clandestinidad irremediable al hecho de existir.

Aunque Deleuze no lo hace expresamente en el Post-Scriptum (Conversaciones), y sí en otros textos, es fácil relacionar la potencia del “poder-juego” (Foucault) que ahí se denuncia con la fascinación que ejerce la imagen en nuestro orbe simplificado. La imagen es en sí misma un genial simulacro de fusión, integrando aquello que fue previamente fragmentado en la revolución industrial que tanto fascinaba a Marx… y menos a Stirner. Multiplicando y haciendo ubicuas las paredes, la corriente de imágenes nos protege de lo real. Nos salva de aquello inimaginable que resiste, aquellas zonas de sombra desde la cual podríamos ejercer todavía una fuerza atávica. Para desactivar esa posibilidad, vivimos envueltos por una cadena sin fin donde una noticia o una imagen -es lo mismo- llevan a otra, en una cinta transportadora en la que cada anuncio hace guiños a otros mil. Estamos insertos en sucesivos instantes decisivos de una publicidad que, en el fondo, sólo publicita la velocidad de escape que es nuestro pequeño gran relato.

En una fluidez continuamente subtitulada, la imagen soporta el entretenimiento abierto de lo que Deleuze, siguiendo a Burroughs, llama control. Se trata de un sueño de separación laminar, teñido de emanaciones de cercanía, que ahorra todas las paredes clásicas y derriba cualquier muro. Sería divertido analizar en detalle cómo esta lava proteica de la imagen, la sonrisa autoritaria del espectáculo, derritió en su momento todos los muros del Este

Entretanto, la rivalidad interminable de la in-formación implica también que uno sea rival de sí mismo, pues la competencia -para huir de cualquier zona ártica- atraviesa al propio sujeto. De ahí nuestra cómica labilidad: en el imperio de los medios, próxima a los extremos del niño y el viejo. El hombre podría ver, si aún tuviera ojos con fondo sombrío, cómo su identidad se aparta cada vez más del atraso espectral de su existencia. De manera que este poder-surf casi invisible, reforzado con la ayuda inestimable de la izquierda y el feminismo, consigue la cuadratura del círculo: hacer del individuo, en principio indivisible, algo espectralmente dividual.

La metamorfosis que Kafka temía se habría cumplido, pues ya no podemos localizar el insecto que somos en esta malla de finas retículas. Si la telaraña www es mundial, ¿quién hace de mosca? Todos y ninguno: cada cual tendrá sus diez minutos de fama -al día- dentro de una existencia condenada a vivir, a una muerte lenta en vida. De ahí procede la furia espasmódica del consumidor ante lo elemental que le recuerde aquello que pervive en él en estado larvario, sin posible realización. De ahí también el lugar ambiguo del extranjero, en un planeta donde ya todos los somos, pues hemos sido desarraigados de cualquier humus terrenal para poder estar permanentemente en antena, insertos en una ondulación interminable. Cuando el poder se hace cargo de la misma vida, y la materia prima del sistema productivo es la propia humanidad, la vida se divide. El afuera pasa adentro, también al interior de cada hombre: de donde esta cohorte de nuevos terrores, incluso cuando todo va bien, y las actuales dolencias que pueden y deben hacerse crónicas.

De donde también esta oscilación actual entre una lasitud catatónica y eventuales estallidos de euforia o de furia. Corrección laboral y delitos sexuales; paro mortecino y horas extra; comunitarismo político -o fama mundial- y soledad monstruosa… Una vez más, en medio de la religión consensual y del despotismo de los medios, apenas existe un término medio. Para eso nos falta una tierra, la relación con lo real no elegido, algo que hoy se parece al diablo.

La neurosis de la vida sana es nuestra enfermedad social preventiva. Hemos cambiado la teología or la terapia. En la nueva medicina, recuerda Deleuze en el Postscriptum, ya no hay médicos de un lado y enfermos de otro, sino que todos somos enfermos potenciales localizados en distintos grupos de riesgo. Es significativo que padezcamos las enfermedades -alergias, cáncer, sida- que expresan laepisteme de la época, un temor generalizado a un fallo de los sistemas internos de defensa. O a una interpretación errónea de las intenciones del exterior demonizado. Debemos en todo caso convivir con dolencias crónicas que las estadísticas adelantan, eliminando cualquier relación intuitiva con el cuerpo en medio de un orden social de auto-alejamiento, que tiende a cubrirnos durante las veinticuatro horas. La relación entre la infinitud numérica y la clausura real (Badiou) también cumple aquí una función política crucial. Función doblemente religiosa porque, por supuesto, adquiere un aspecto laico.

Por lo demás, dado que la interacción de un control continuamente deformable no nos permite ninguna distancia con el cuerpo acéfalo de la sociedad -igual que el rizoma deleuziano, el CsO mantiene actualmente una variante perversa al servicio del mercado-, por ninguna parte rozamos un referente real. Todo es superestructura, de ahí que las ideologías cuenten poco: se multiplican y cambian de pareja, igual que la fusión de la oferta de moda en primavera. La base de nuestra convergencia centrista, por la derecha y por la izquierda, es la potencia móvil de una aversión metafísica al afuera que hoy abraza los cuerpos, de una alienación que -con su dosis de racismo incluida- se convierte en espectáculo y genera efectos virales y múltiples seguidores.

Al menos en el Postscriptum, Deleuze no llega tan lejos, pero insinúa que los sindicatos no sólo estarían obsoletos por la dispersión terciaria y la disolución de los grandes encuadramientos de clase, sino también por el colaboracionismo de los trabajadores con las ilusiones de clase media, esta mediación sin fin que divide a cada sujeto. En resumen, se trata de la magia blanca de la neutralización económica, con su simbiosis entre aislamiento y conexión, entre desarraigo y circulación.

Gilles Deleuze, El hombre que un día decidió morir por su propia mano, aprovechando la ley física de la gravedad y sin esperar a la muerte socialmente asistida, defendió antes la necesidad de pensar con lo más atrasado de nosotros mismos. Aunque él jamás lo diría así, en este maravilloso documento de nuestra actual zozobra diaria, Deleuze se muestra muy próximo a Nietzsche y muy alejado de Marx. En el Postscriptum ni se habla de democracia, es cierto. Pero tampoco de economía, como si la clave de la gobernanza contemporánea fuese el simple fetichismo de la movilidad, una religión circulatoria que, sin doctrina ni ideario alguno, sólo necesita que abandonemos la existencia, el compromiso moral con nuestra raíz no elegida.

Oscilando del viejo valle de lágrimas a esta radiante cumbre de risas, el control no es peor ni mejor que la anterior disciplina. Cada época tiene una plaga que vierte sobre las espaldas del hombre, una violencia que intenta encauzar a los pueblos. No hay lugar para el pesimismo o el optimismo, dice Deleuze, y apenas tenemos tiempo para buscar otras armas. ¿Cuáles? Sólo se nos dan pistas. No hay en este documento ninguna referencia a la lucha de clases, tampoco a ninguna clase elegida. Más bien al contrario, Deleuze no deja de insistir en que el capitalismo -y la resistencia- de concentración ha muerto a manos de la dispersión, un poder que es abiertoporque se cierra en cada punto donde la vida palpita.

II
La lucha contra la “raza descarada de nuestros dueños” estaría deprimida a manos de una mediación infinita que divide a cada uno por dentro, segregando en nosotros todo lo que hubiera de sombra terrenal, de Dasein que todavía guarda una relación con la pobreza. El odio inyectado contra esa zona de sombra sería hoy la apoyatura metafísica de este capitalismo interclasista, prolongando la labor “revolucionaria” que la burguesía llevó a cabo, esa liquidación mundial que tanto fascinaba a Marx. Cuando el primer círculo de Lainsurrección que viene vuelve a esta cuestión del apartheid en cada existencia, una huida de a existencia que consuma la salud y la identificación del sujeto, no se están más que desarrollando las geniales intuiciones de este control deleuziano, intuiciones que después regresan en Agamben y Badiou.

¿Cómo liberarse del control, de un poder social que nos sigue como una sombra de cobertura, que desea tus ondas y que seas feliz? Un poder que quiere ser fan de ti y que tiende a confundirse con tu piel y tu estilo de vida. “I am what I am”: mi música, mi ropa, mis estudios, mi corte de pelo, mi perfil en Facebook, mi piso, mis historias de amor… Las conexiones, la expresión constante se adelantan a cualquier habitar; se adelantan a la percepción y la desactiva, liberándonos de la necesidad de pararse y pensar, de escuchar y sentir. Vivimos casados con nuestra propia imagen, acoplados a una identidad móvil que nos separa minuto a minuto de la existencia, soltando el lastre de todo lo que haya de difícil, raro, no elegido y antiguo en ella.

Esta universal invitación a movilizarnos, que comienza ya en el plano perceptivo, es una constante orden de alejamiento de cualquier cercanía, de una ambigüedad real que es incomprensible en nuestra alta vocación de definición. Se trata de una racismo perfectamente democrático que se ha incrustado en los cuerpos. Definirse, reciclarse, actualizarse es enviar constantemente al horno crematorio todo aquello que quede en nosotros de atraso. Así es la ideología integrada en las tecnologías, la gran oferta política que las hace arrolladoras. El entorno vibrante nos obliga a una constante respuesta, a una frenética emisión de mensajes que mima la empresa compartida del inter-narcisismo y ahorra el peso de vivir. La propia obsesión monotemática por lo político, que lleva a no entender nada de obras como Youth, expresa esta huida radiante -masiva y personalizada- de un día que no quiere saber nada de la noche. Por eso el arco entero del progresismo mantiene la vigilancia sobre las culturas exteriores, supuestamente atrasadas.

Expresarse, impactar, ser divertido, marcar tendencia, estar al día, ser popular. Nadie echa de menos a un desconocido, repite Deleuze por boca de Lindon. Por tal razón, en una cultura basada en el fascismo sonriente de la visibilidad, ser desconocido no es hoy fácilmente soportable. Nos haría falta una tecnología para el comunismo de la soledad, para encontrar lo común en lo que no tiene forma. Somos demasiado oscurantistas para esto. De este terror a la común soledad proviene la actual histerización del contacto, un constante simulacro de acumulación que debe librarnos del vacío, una finitud real que hoy vivimos como si fuera el diablo.

Nihilismo e interactividad. La euforia social es la cara externa del pesimismo vital, sugiere una y otra vez Baudrillard, ese pensador despreciado en bloque por el conductismo hegemónico en la izquierda. Si este mundo está enfermo de conciencia (Tiqqun) lo está porque se trata de una enfermedad que nos hace cien por cien sociales. La conciencia misma es una huida de todo lo que de inconsciente hay en las cosas, en la tierra, en nuestro propio cuerpo y en las situaciones. Probad a ser invisibles. Es hoy, en medio de esta multiplicación viral de las normas, lo más fácil del mundo. Por eso precisamente nos da pánico. En medio de nuestros ambientes cambiantes debemos correr para no quedarnos atrás en la carrera mundial de la iluminación, perpetuamente alternativa.

Si hay salida, comenzaría por aceptar el mapa gigantesco de la trampa en la cual todos estamos implicados, esta trampa tan multiforme y extensa como el horizonte en el que queremos ser felices. La única salida pasaría por -al menos con un ojo, con una mano- ver, desde la vida mortal, esta prisión de paredes móviles que llamamos sociedad. No estaríamos entonces lejos, con Deleuze, de aquella idea de Heidegger de practicar un  y un no simultáneos ante el orden de la técnica. Simultáneos, el sí y el no, porque laserenidad y la cólera son pronunciados en distintos planos, aunque coexistan: el devenir y la historia, el acontecimiento y la situación, el tiempo secreto de las vidas y la cronología social que se multiplica en las pantallas.

Es necesario ingresar en el corazón de las situaciones para preparar algo parecido a lo que estaba en la estrategia estoica, una especie de subversión por aceptación. Cada una de nuestras diarias escenas de sumisión está separada por una delgada lámina de una posible liberación. Todo depende de cómo asumamos nuestro decorado, cómo nos atrevamos a habitarlo, pues una pequeña variación tonal en el cómo puede convertir lo que parece el infierno en un limbo respirable. Ello exige que logremos dentro de nosotros, un adentro que hoy es lo más lejano, un peligro superior a la amenaza política y visible del exterior. Sólo así la pesadilla que es la historia será un juguete en manos de la primera propiedad de cualquiera, el peligro de vivir.

Esto no implica refugiarse en el individualismo, sino lograr una individuación que subvierta -una y otra vez- nuestra tendencia crónica al fascismo de grupo. Subversión forzosamente contingente y necesitada de la presión externa, pero capaz de potenciar en lo que surge nuevas formas de comunidad. Formas necesariamente provisionales, tan inestables como lo es un encuentro. Tenemos dosmanos, dos hemisferios cerebrales. Con un lado es inevitable pactar con las tonterías de la época, el canon de la visibilidad y el reconocimiento. Con el otro lado, si queremos sobrevivir a esta multiplicación cancerígena, debemos volver a ser invisibles, aprender el silencio y la desaparición, el hecho inevitable de que en los momentos cruciales no podremos ser reconocidos, ni tendremos derecho a mendigarlo.

24 horas al día, 7 días a la semana. Hasta en los momentos de descanso, hoy se nos empuja a movilizarnos por todas partes. La cuestión es cómo encontrar una velocidad que conecte con la lentitud de la que hemos sido expropiados. Se trata de buscar una rapidez que sea más alta que la de este idiota entorno automatizado y nos permita regresar a una forma de vida que sea análoga de su más atávica indefinición. Una velocidad que vuelva al ser lento que somos, un atletismo de los afectos, del habitar y sus secretos. Peregrina sin camino, la existencia es nómada porque se aferra a una región central que no tiene cabida en ningún sitio.

Frente a las viejas formas de resistencia, la serpiente es ágil. Ante todo, ha de ser capaz del sigilo, de estar quieta o desaparecer por su simple manera de estar ahí, camuflada con los colores de una escena. A diferencia de la tabla de surf que constantemente se nos sirve, la serpiente puede ser ágil y brillante, pero también camuflarse y desaparecer, sumergiéndose bajo las superficies. “Helada serpientenoche” –a cold nightsnake-, se puede leer en Giacomo Joyce. Sabemos por algunas técnicas orientales que existe un cierto tipo de reposo y concentración capaz de la más alta velocidad. No en vano Nietzsche ponía en el anillo del águila, el animal más audaz, y la serpiente, el más sigiloso, la figura más alta del conocimiento. Otra vez resucitar la alianza prohibida de le femenino y lo masculino, lo subterráneo y lo aéreo, lo frío y lo caliente. Sería actualizar la jovialidad del mediodía nietzscheano, inventar un nuevo modo de humor -a veces tendrá que ser negro– que renace del corazón analógico de la tragedia: “caminar al sol por una carretera que tenía la libertad del mediodía”, escribe Handke.

También: un  nuevo modo de descaro que nace de la vergüenza. La serpiente nietzscheana, el más frío y nocturno de los animales, debe aliarse con el águila más visible, más audaz y diurna. Todo ello para lograr una comprensión afirmativa del eterno retorno, una genial imbecilidad que re-sacralice las cosas y vierta la noche en el mediodía de esta pantalla total. Puede así decirse que el dios de Nietzsche, al no tener ninguna esencia distinta a la existencia, debe ser operativo en cualquier situación. Se alimenta de su propia sustancia, el desierto.

Es como si debiéramos saber que, en medio de esta luminosa organización de la ceguera, nunca ha sido más fácil ser invisible. La dificultad estriba en que hoy, más que nunca, nos dan miedo las sombras, las habitaciones y los campos vacíos, la soledad de los márgenes. Todo lo que es durmiente o está sumergido es para nosotros potencialmente terrorífico, pues nuestro nihilismo -que es la única ideología del capitalismo como cultura- nos impide ver las vías de conexión que parten del silencio. Somos así prisioneros de esta malla proteica que nos mata lentamente a la vez que nos mima, pues preferimos una consensuada neutralización a la soledad de unos márgenes en los que no vemos nada más que el triste atraso de no estar salvados por el espectáculo de la cobertura. El espectáculo, la información, es, no lo olvidemos, la versión inmanente y postmoderna del culto religioso a la historia.

Y todo ello en medio de este culto típicamente capitalista a la Juventud, una juventud que -no lo olvidemos- siempre ha sido implacable. Los nazis empezaron, con mucha fuerza, siendo rabiosamente jóvenes. Bajo este perpetuo verano de la juventud publicitaria, es necesario reinventar una forma impertinente y provocadora de ser viejos. El poder de la desconexión, la aventura de no ser nadie. Reinventar, en esta época de transparencia total y espectáculo continuo, una nueva clandestinidad. Tal vez la mujer -mejor, aquellos que devienen mujer- tiene esta sabiduría dentro, la humildad para desdoblarse y actuar -amar y odiar- a tres bandas. El drama del varón, siempre casado con su imagen narcisista, es que le falta -sobre todo si ejerce de nativo digital- esa tecnología punta, analógica del espectro real.

Sin el desdoblamiento de una hipocresía femenina, sin ser agentes dobles del otro tiempo que palpita dentro de esta imperial cronología, ¿cómo escapar de un poder social que es tan fluido como nuestras vidas? El autoritarismo de los clásicos espacios disciplinarios -la derecha- nos ponía la rebelión relativamente fácil. Cuando es un dinámico y sonriente progresismo el que comanda la clonación de la especie y el control de las poblaciones, recemos, reinventemos una relación con el diablo. Esta envoltura maternal y radiante del Estado-mercado amenaza con convertirnos en un nudo de la red de redes, simples consumidores de la movilidad y sus alternativas. Logo tras logo, marca tras marca, somos prisioneros de la multiplicación sin tierra, por radicales que sean nuestras alternativas de culto. La clave, la salvación, no estará en tal o cual minoría, sino en atrevernos a vivir sin imagen: a la comunidad cualsea, que es minoritaria incluso entre los nuestros.

No hay ninguna posibilidad para la serpiente, un ser más ágil que el deslizamiento obligatorio que nos ha colonizado, si al mismo tiempo no somos más lentos. Debemos ser capaces de regresar y permanecer inmóviles en un espacio sin tiempo ni imagen. Desaparecer, camuflarse, devenir imperceptibles. Ser capaces de estar a solas con una penumbra que es anterior al cuerpo, con el veneno de la una diferencia “sin papeles” y los miedos que ella genera. Ser serpiente, quizás el único modo actual de ser creyente, exige mudar de piel, apartarnos del afán de reconocimiento y de los clichés que pretenden protegernos.

Debemos aprender a camuflarnos en un poder que se ha confundido con nuestra piel. Una vieja sabiduría, de Platón a Agamben, nos recuerda que para ser libres hay que atarse, dejarse atravesar, saber caer. Pensamos y somos libres desde nuestro atraso, desde un irremediable fondo de subdesarrollo. Si cedemos esa fatal zona de sombra -no elegida, pero crucial en  nuestra existencia- al maniqueísmo de la gestión global, abandonamos también el único territorio montañoso desde el que podemos ejercer una fuerza. Necesitamos ser héroes, volver a ser guerreros, solamente para obedecer a una heteronomía anterior a toda autonomía.

Necesitamos la agilidad de un platonismo de lo múltiple, una religión del “uno a uno”. Lograr tal ascesis en cada escena saturada, en la global dispersión que nos transporta y nos expropia, requiere un taoísmo de la violencia, una fortaleza infraleve. Solamente una espiritualidad inmanente será capaz de ingresar en la médula de las situaciones y despertar lo intempestivo del devenir bajo cualquier historia, el acontecimiento que está aprisionado en cada situación.

Las serpientes reinventan un mar abierto en cada puerto, una velocidad que puede descansar y concentrarse en cada punto de este móvil sedentarismo que nos asedia. Pero esto exige resucitar algo que nos da miedo. No una espiritualidad interior y privada, sino una espiritualidad política, una sabiduría que sea capaz otra vez de ironizar sobre lo político y contaminar los escenarios públicos.

No obstante, es posible que Foucault y Deleuze sólo barruntaran este viraje de la lucha y del guerrero, este paso del león al niño. ¿Eran todavía demasiado “marxistas” para aceptar este giro, esta orientación práctica e infranalógica del pensamiento? ¿Eran todavía demasiado occidentales para el oriente que espera bajo nuestra enorme urbanización? Quizás los dos amigos estuvieron todavía demasiado ilusionados con la política y su metafísica de las oposiciones. En resumen, excesivamente fieles a la modernidad y a lo que Simone Weil llama la superstición de la cronología. Si es cierto que Foucault, al decir de Deleuze, “odiaba los retornos”, también lo es que los dos tuvieron un problema con la vida elemental que no cambia, un límite que nosotros, que venimos de ellos, debemos traspasar.

Lo que nos puede volver a otorgar independencia es otra relación -no desértica ni nihilista- con el desierto, con la protección que brinda saber atravesar la intemperie. Solamente un fondo estoico de disciplina, una potencia de sigilo que recupere la violencia de la que hemos sido expropiados, puede contrarrestar el mundial hedonismo obligatorio, esta violencia flexible de la que somos sujetos. Es necesario aliar entonces un epicureísmo de los sentidos con un estoicismo del pensamiento. Sumar una piedad afectiva a una dureza intelectual, a un arte de las distancias.

El amor se ha vuelto difícil en tiempos de contactos multiplicados. Es casi imposible si no podemos amar esa sombra central que no es de nadie, sino impersonal y sin rostro. Pero sin ella ni siquiera podremos experimentar nuestra propia vida, única y mortal.
(*) Filósofo y crítico de arte.