Por Eduardo Luis Aguirre

 

Miguel Pichetto dice ser "políticamente incorrecto". Eso es un eufemismo anodino que en modo alguno puede asimilarse a lo que expresa este dirigente, corrido al rincón de lo más violento y horrible del arco político.

Pichetto es un ultraderechista exacerbado. No quiero caer en la tentación de decir que es un fascista, porque eso abriría un atajo que derivaría hacia el debate del significante fascismo, y ese no es el objetivo de este posteo. Pichetto representa lo peor de la discriminación, es un negador serial de las diferencias, tiende siempre a encontrar un otro diferente al que desvaloriza y le endilga todas las posibilidades de un mal dogmático e imaginario. El agravio, el desprecio por las singularidades, su tendencia irrefrenable para transformar la confrontación verbal en una escala superior de la violencia lo trascienden y mucho. No es mi intención descender al recurso fácil de la exageración. Pero no puedo dejar de recordar que todos los genocidios reorganizadores de la modernidad comenzaron habilitando retóricas racistas, clasistas, un odio a la diferencia y una idea de patriotismo constitucional que habilita la condición de ciudadanos a aquellos que cumplen con las normas que tienen el poder suficiente para decidir lo que está permitido y lo que está prohibido. Hasta en los dirigentes de VOX, quizás su numen español, me cuesta encontrar una aseveración que aliente la barbarie con semejante desparpajo. El exabrupto respecto de la ministra Ayelén Mazzina debería provocar el inmediato rechazo de la democracia argentina. De todas sus expresiones. Incluso de aquellas que fomentaron un lenguaje discriminatorio durante cuatro años y habilitaron de esa manera una jerga que creíamos soterrada. Un personaje de esta catadura es un peligro real para la institucionalidad armónica republicana. Están muy presentes sus prédicas reiteradas de militarizar el sur frente a los reclamos mapuches, su pedido de una nueva ley de defensa destinada a “flexibilizar” los organismos de control social punitivo en conflictos internos, sus elogios al gobierno de Bolsonaro por haber “disminuido la inseguridad” en el país hermano, su negacionismo respecto del golpe de estado en Bolivia, que depusiera al gobierno constitucional, la división caprichosa y reaccionaria entre “capitalismo y pobrismo (como si el neoliberalismo no hubiera significado el quiebre del capitalismo fordista o industrialista). Pichetto se encuentra, al contrario de lo que expresa, en el lugar correcto. Es políticamente correcto en medio de una jungla que no trepida en violentar los derechos y las garantías individuales decimonónicas. No es un transgresor. Representa la acechanza de una política retrógrada, siempre lista para exacerbar la violencia y degradar las democracias. Como dice José Luis Villacañas, no habría espacio para estas tendencias si otro espacio no hubiese quedado vacío. La condición mostrenca del argumento, del lenguaje, de la palabra como forma de asumir la política y lo político no es un acontecimiento azaroso. Es parte del Consenso de Washington, de una nueva retórica y nuevas categorías despolitizantes. Ese es el sesgo distintivo del capitalismo neoliberal, cuyas formas más primarias expresa Pichetto.