Por Eduardo Luis Aguirre

 

 

Lejos, a miles y miles de kilómetros de distancia, en los suburbios que circundan la austera monumentalidad moscovita se ha perpetrado un crimen. Una muestra más entre los incontables acontecimientos que atraviesan un mundo que soporta a duras penas una veintena de guerras y el crecimiento inusitado de una violencia interpersonal, verbal, física, institucional, simbólica, social, de género, económica y racial sin precedentes. Este es el tiempo de la exacerbación de las violencias.

Es la deriva esperable y expectable de un sistema criminal que transforma la convivencia en pesadumbre. Es la consecuencia final del capitalismo que remite a una suerte de armagedón de formato todavía desconocido. Volvamos al crimen de Rusia. La víctima -Daria Dugina- era una joven politóloga, hija de uno de los filósofos más influyentes del país más extenso de la tierra. Alexander Dugin, el creador de la cuarta teoría política y autor del libro homónimo que, dicho sea de paso y si me lo permiten, diré que no me gusta. El pensador ruso ha logrado elaborar una tesis explicativa del tránsito de Rusia desde el comunismo al presente euroasiático. Con la misma convicción rescata el dasein y desdeña lo que conocemos como occidente. Revaloriza las tradiciones nacionales y religiosas, abjura de lo que entiende como las tres ideologías agotadas (liberalismo, comunismo y fascismo), encuentra en occidente el principio y fin de todos los males y dedica un capítulo de su libro para advertir sobre los riesgos que, por ejemplo, encierra la teoría de género. Por supuesto, concibe a la modernidad europea como una degradación ética y moral y se lleva el calificativo mayoritario de ultraderichista que más de uno quisiera poner en discusión. Porque ser conservador, conservar aquello que el neoliberalismo no ha podido todavía destruir no necesariamente implica un conjuro derechista. Otra paradoja de la época. Pero, a su vez, está claro que la conculcación de derechos civiles y políticos no parece fácilmente conjugable con un proyecto emancipador de construcción de pueblo. Daria y Dugin han sufrido, esta vez, la inconmensurable crueldad de una de las guerras. Como las sufren miles de anónimos de unos y otros bandos, millones de víctimas de una violencia estructural que nos agobia y sobre la que a veces preferimos no saber. Es una coartada comprensible, humana, un instinto de conservación permisible de cara a lo insoportable, a las pulsiones de muerte contra las que no podemos ejercer defensa alguna. Esa defensa, me permito recordarlo, es una conquista del liberalismo político que uno de sus seguidores más conspicuos descalifica como “chicana” cuando el lawfare está a punto de llevarse puesta a una de las lideresas populares más importantes de Nuestra América. Esta es otra faceta, igualmente predatoria, que lleva adelante el neoliberalismo en todo el mundo. Es la guerra, la violencia y la agresión el código que prima traansitando las vías más diversas. En ninguno de los tres casos existe un derecho ni un freno civilizatorio que haga una pausa frente a la destrucción sin límites éticos ni normativos.