Por Eduardo Luis Aguirre

 

Las democracias decimonónicas afrontan una época de imparable debilitamiento. El capitalismo neoliberal las ha empujado a una rampa de deterioro en la que ni siquiera logran un punto de anclaje sus formulaciones extrínsecas primitivas. Ese proceso, lejos de detenerse, ha encontrado en las apariciones de los espacios políticos ultraderechistas un instrumento catalizador verdaderamente alarmante.

La sombría sensación que comienza a consolidarse es que las democracias pueden llegar a desaparecer si no hay una manera de detener su retroceso que parece difícil de imaginar. No hablo de valores y derechos tales propios del constitucionalismo social tales como la estabilidad laboral, la justicia social, el respeto por el medio ambiente y el buen vivir, la sanidad, la independencia económica, la soberanía política, los derechos humanos o el principio de no injerencia en los asuntos internos de otros estados. La democracia ni siquiera puede sostener los aspectos operativos u orgánicos de las constituciones escritas, las convenciones internacionales y las leyes que en materia de derechos conservan una validez aparente inversamente proporcional a su efectiva vigencia y acatamiento. Por supuesto, el sistema de control y vigilancia global que permea al interior de lo que queda en pie de los estados soberanos se manifiesta mediante prácticas de violencia y arbitrariedad sorprendente. Hace treinta años este escenario era impensable. No solamente porque la bipolaridad mundial cumplía un rol contenedor de estos exabruptos, sino porque la humanidad albergaba expectativas ciertas de habitar un mundo mejor. Por el contrario, en estos tiempos las conjeturas de los analistas no pueden ser peores. En el plano económico y social, las expectativas causan una razonable alarma. Dice Eduardo Crespo: “No debe considerarse una novedad que una composición con pandemia, proteccionismo primermundista, guerras en regiones donde se elaboran materias primas básicas y tensiones distributivas en el país que emite la divisa mundial, esté generando un proceso inflacionario global inédito desde la década de 1970. Buena parte del mundo se encuentra a las puertas de una estanflación.

El panorama para los trabajadores del mundo no es alentador. Una estanflación combinada con gobiernos desacreditados, crisis de refugiados por guerras y previsibles explosiones sociales por el encarecimiento de alimentos y energía, son escenarios ideales para el pensamiento mágico y las salidas por ultraderecha” (1).
Santiago Niño-Becerra (Barcelona, ​​1951), doctor en Economía y catedrático emérito de la Universitat Ramon Llull destaca en su último libro “Futuro, ¿qué futuro? Claves para sobrevivir más allá de la pandemia” el advenimiento de un panorama similar al que enuncia su colega argentino. El autor catalán presagia “un panorama sombrío para las próximas décadas, en el que los Estados se debilitarán, las grandes corporaciones empresariales ganarán poder, el capital se concentrará y la desigualdad crecerá aún más”. En concreto, augura “que el capitalismo se está agotando, pero lo que vendrá después no será un modelo más justo y redistributivo, sino más salvaje y con el poder concentrado en muy pocas manos y no precisamente escogidas por la ciudadanía, sino en forma de grandes corporaciones. Casi podríamos considerarlo un feudalismo moderno”. (2)

La utopía de la creación de una justicia universal que sometiera al mundo a parámetros de convivencia más o menos pacífica se revelaron como una imperdonable ingenuidad, en el mejor de los casos, y en el peor de ellos, una canallada criminal. En cualquier supuesto, es altamente improbable que pueda ponerle freno al desastre.

 


Más de veinte guerras se suceden en el mundo sin solución de continuidad. Las “intervenciones humanitarias” y los tribunales penales internacionales se comportan casi como la contracara de los objetivos para los que fueron creados. La propia ONU merece una urgente reconversión que, a no dudarlo, nunca llegará. Los organismos regionales –empezando por la propia OEA- se comportan como agencias funcionales de dominación imperial. La Unión Europea garantiza la profecía de que el viejo continente será el gran perdedor de la guerra entre la OTAN y Rusia. Hay millones de refugiados, gigantescas crisis ambientales, un número indeterminado de personas privadas de su libertad, de alimentos, de acceso al agua, la vivienda y los derechos más elementales.

Por si esto fuera poco, pareciera que la odisea de los Snowden y los Assange no mueve el amperímetro de la dignidad internacional. Imaginemos por un momento que algunos de los estados díscolos o menos proclives a someterse a los designios de los que gobiernan el mundo hubieran llevado a cabo semejante violación al derecho fundamental hacer públicos delitos flagrantes.

Si mejor se lo prefiere, que al avión que transporta a un mandatario del primer mundo se le cerrara el espacio aéreo en África, en Asia o en Latinoamérica, como ocurrió con Evo Morales, a quien luego se derrocaría mediante un golpe de estado avalado por la máxima organización americana.

Pensemos en un gigantesco sistema de espionaje como el Pegasus, que boicotea lo que queda de la legalidad europea sin que nadie reaccione de manera efectiva, sencillamente porque lo que hay detrás de esas “cloacas” es mucho más poderoso que un estado nación. O en una potencia sostenga a sangre fuego sus colonias a miles de kilómetros de sus fronteras. O en organizaciones destinadas a dar golpes de estado desde la civilidad, como OTPOR o las grandes empresas informativas del mundo, o las burocracias judiciales internas o internacionales, o las ONG´s imperiales, da lo mismo. O que un país “democrático” prohíba la circulación de información de un país contra el que se desata una campaña fóbica. O en la destrucción sistemática un país sin justificación alguna, o en la presencia espectral de millones de vidas desnudas en todo el mundo, o en un mar transformado en la mayor fosa común de la historia. El otrora mare nostrum. El pretendido centro del mundo que concebía la historiografía eurocéntrica.

Luego, en el crecimiento de las ultraderechas en países tales como Brasil, Colombia, España, Francia, Polonia, Hungría, Alemania, Italia, Estados Unidos, Argentina, Singapur, Rusia y los países bálticos hay una evidencia clara de que el retroceso de las democracias tiende a ser planetario. Basta con leer las consignas de esas formaciones para encontrar grosera analogías tendientes a vulnerar y cancelar derechos.

Ignorar este contexto y esta relación de fuerzas, denostar esta categoría y pretender sustituirla por un arrojado voluntarismo, solamente puede acelerar la derrota y agravarla. La tarea es mucho más ímproba. Y la discusión acerca de sus singularidades debe ser tan conceptual como lo exige este trance gravísimo de la historia humana. La política no es solamente acción (aunque desde luego lo es) sino que exige previamente una ajustada comprensión de las múltiples variables que asfixian a los pueblos. Hoy más que nunca, la originalidad teórica del pensamiento emancipatorio se ha convertido en una harramienta indispensable de las grandes mayorías. Imposibile obviarla.

(1) https://www.eldestapeweb.com/opinion/economia-global/una-nueva-estanflacion--202252055

(2) https://www.publico.es/entrevistas/santiago-nino-becerra-nuevo-modelo-economico-escenario-sera-duro-mayoria.html#md=modulo-portada-fila-de-modulos:2x3;mm=mobile-medium