Por Eduardo Luis Aguirre

 

 

 

El fragote incomprensible de ayer no hubiera ocurrido si no existiera un sector de la clase media urbana, altamente politizado, formateado con una mezcla para nada inofensiva entre los ideales de izquierda y las gramáticas liberales que ahora habitan multitudinariamente las filas del gobierno, que piensa la política en clave de la historia mitrista y habilitan estos errores gravísimos. En esa fragua, los individuos providenciales hacen sus apariciones fulgurantes y épicas por encima de los pueblos. El sujeto, el Ser del idealismo alemán, es un militante cuyo estado natural es el disconformismo continuo y sólo puede emular de los sectores populares las liturgias extrínsecas. Por ende, cree, intuye, que en nombre de su libertad de conciencia todo está permitido.

Lo habíamos adelantado. El progresismo, en esta etapa de la historia, se ha convertido por primera vez en la Argentina en un problema político y cultural con ontología propia. Desmañanadamente, con una moralina que añade los cánones de la cristiandad a los de la pureza incontaminada de los héroes imaginarios, ha demostrado que -como el neoliberalismo- es capaz de transgredir los legados éticos elementales de la política. Esto se los decía hace apenas algunos meses, y añadía en ese entonces, y lo rubrico ahora, que hay algo del yo me salvo, un pánico que transita por fuera de la política que le impide comprender a esta como construcción. La moral progresista es una especie de Meca a la que estos personales vuelven una y otra vez para ratificar sus creencias impolutas, sacrosantas. Mucho que ver con la moralina doméstica de Jauretche, bastante más todavía con la ética de las pasiones spinozianas, muy parecido a cuando hacíamos una macana siendo niños y debías rendir cuentas ante un Padre, asegurando nuestra absoluta ajenidad en la travesura que podía poner en jaque la moral victoriana vigente. El disparate se transforma en épica, la ética en moral y el compromiso social cede frente a una extraña pandemia de fieles donde todos se creen Lenin o el Che Guevara. En su torpe ingenuidad, una vez más, demuestran no distinguir lo principal de lo accesorio e ignoran las contradicciones fundamentales que tienen la dimensión y el tamaño de la Cordillera de los Andes.

Ya en 1969, afirmaba Noam Chomsky: “La contradicción, verdaderamente desesperante, entre la lucidez y la imposibilidad de actuar, evidencia el conflicto del intelectual que condena globalmente a la sociedad, que señala lo inadecuado de la oposición liberal al sistema y que sin embargo no encuentra opciones válidas para encausar la lucha”. Esas opciones válidas para encausar la lucha no se encuentran porque hay una desproporción entre el Yo y el nosotros, porque campea una imposibilidad de convivir con lo relativo, porque la política se vive con impostura de sacristán laico absolutamente desinteresado de lo dialéctico, de una concepción emancipatoria atenta a la realidad contingente de los pueblos y a entender que la política se hace con los distintos, nunca con los iguales. Y que en todo antagonismo existen relaciones de fuerzas, encuentros y desencuentros, diferencias de diversa índole y una distinta percepción de la política y lo político.

Entonces, no hay que confundir responsabilidad con posibilismo. La responsabilidad personal de los intelectuales (y esto, por favor, no debe hacer pensar que confundo a progresistas con intelectuales) en los países excéntricos, dependientes, exhaustos que genera el capital, parte de que están en capacidad de elegir. “Elegir entre ser expertos responsables o salvajes entre bastidores, como dice, también, el lingüista y filósofo estadounidense.