Por Eduardo Luis Aguirre

 

No albergo ninguna duda de que sólo una absoluta minoría de los habitantes de este país leyó el voto (condenatorio) que en disidencia emitiera la jueza chubutense sometida luego a un proceso sistemático de escarnio simbólico. Muchos menos serán quienes hayan valorado un esfuerzo genuino en dotar a ese pronunciamiento de una esperable y trabajosa coherencia interna y externa.

O que esa pieza incógnita reflote a Montesquieu para caracterizar el rol de los jueces como contenedores del poder punitivo estatal. Sobre todo cuando la amenaza de pena puede conducir de por vida a la cárcel a un ser humano. La inconstitucionalidad de la pena perpetua es reconocida en varios países, en un valladar que resguarda y obedece los estándares más actualizados de los tribunales, tratados y convenciones de derechos humanos. No hay en esos precedentes un ejercicio de abstracción carente de anclaje en la realidad objetiva. Por el contrario, ese límite es el que respetó a rajatabla en un escrito modélico la jueza Suárez. En su convicción hecha palabra se ajustó a un comportamiento adecuado y respetuoso, compatible con la situación que fue puesta a su consideración y decisión. Aunque toda definición es un intento de aproximación a un objeto de conocimiento, debo decirles que esa conducta coincide, justamente, con el significante del decoro. Como dejé implicado, la potencial insuficiencia del lenguaje proporciona otra acepción de esa virtud que alude a la rancia categoría del honor, a la reverencia que se debe a una persona por su nacimiento o dignidad. Al linaje, sin ir más lejos. Si nuestros esfuerzos por radicalizar la democracia coinciden con el horizonte posible de proyección de todo ensayo emancipatorio, como sostiene Chantal Mouffe, no cabe duda sobre cuál debería ser la traducción que se ajuste a un servicio de justicia democrático. Se trata de un ejercicio ético donde lo que importa es, justamente, la forma como nos interpela el rostro del Otro, como dice Levinas. Un sometido a proceso no es, no puede ser, un enemigo de un poder del estado. Con mayor razón, si ese poder del estado es el menos democrático de nuestra República. Si por oscuridad o cerrazón optáramos por la conceptuación oscurantista del linaje, confundiríamos el deber ético con una moral única, groseramente incompatible con una diversidad que es justamente una de las características centrales que depara esta contemporaneidad sometida a un castigo circular y permanente, que no es otra cosa que la nueva forma de acumulación y colonización de las subjetividades que propone el capital en su formato neoliberal.

En este contexto epocal, donde el capitalismo ni siquiera puede convivir con las formas de una democracia decimonónica, los gestos, las retóricas y las prácticas se fascistizan. Recrudecen las violencias y se degrada el lenguaje. En este camino sin retorno de la gestión que nos viene impuesta como un mandato del Consenso de Washington que hace pie en esos perversos caballos de Troya que son las nuevas estructuras procesales que bajan del imperio se impone lo numeral. Ocho años y cuarenta pueden ser lo mismo, si lo que prima es la ética del decoro conservador. Con mucha mayor razón, si se trata de los privados de libertad, los No-otros, las nuda vidas, las vidas desnudas con las cuales puede hacerse cualquier cosa, los nuevos desterrados trans Tiber, los que parece que carecieran de todo tipo de derechos y deberían soportar, como Damién en la plaza de París, el descuartizamiento encarnizado de su subjetividad. La nuda vida termina siendo, entonces aquello que, al no poder ser incluido comunitaria, fraternal y amorosamente de ninguna manera, "se incluye en la forma de la excepción”. Sin embargo –y advierto que me coloco en el umbral de la más ostensible elementalidad aclarando esta cuestión- esos ciudadanos están privados únicamente de su libertad. Conservan vigentes e intactos todos sus derechos políticos y sociales. Sus derechos humanos, el derecho al acceso  a la justicia y al trato digno e igualitario no se opacan en celdas cancelatorias donde no abundan las presencias de magistrados y funcionarios. No pueden, de ninguna manera, ser tratados por el sistema judicial desde el pedestal donde esa casta se ha ubicado históricamente a partir de una concepción antidemocrática de la ética judicial. Y si una jueza o un juez, con una aptitud disruptiva y atenta, humanamente generosa y amplia, ejerciendo un trato cercano y necesario (que extrañamente llama la atención y despierta lo peor de cada uno) allana esa distancia abandónica y claramente violatoria de los DDHH y se involucra a través de la cercanía que considera al Otro en tanto Otro, jamás podría incurrir en una afectación del decoro. Ya Avishai Margalit señalaba en su libro “La sociedad decente” que las sociedades indecentes son aquellas en las que algunos sujetos hacen como que no ven a algunos semejantes. Más aún, preferirían que no existieran. Ese camino brutal es justamente el que habrá de profundizar la ardua convivencia de los iguales. Que vendríamos a ser todos.