Por Ignacio Castro Rey


No. La Tierra no puede escoger (…) Pero después se venga. C. Lispector



Pensadores tan distintos como Giorgio Agamben, Stefania Consigliere y Cristina Zavaroni, Julien Coupat, Marcello Tari, Franco Berardi “Bifo”, Santiago L. Petit, Silvio Ros o Vicente Barbarroja, organizan en este volumen algo más que unos “fragmentos en torno al encuentro, la furia y el éxodo” (La pandemia  de lo apenas vivo, Núm. 0, mayo 2021). Datos médicos aparte, es indudable que la pandemia de estos últimos meses ha sido también un laboratorio de obediencia al poder, dándole una seria vuelta de silicio a los dispositivos psíquicos y sociales de nuestro sometimiento.

No es solo que la distancia social y las mascarillas le hayan dado figura a un mutismo ciudadano que venía de lejos, sino que además todos hemos acentuado la costumbre de marcar el paso de la interdependencia. Si hoy en día nos hospitalizan durante tres días, por las razones que sean, el sistema consiste en que no haya ni una sola persona, aparte de tus posibles acompañantes, que se haga cargo de nuestra dolencia. Todo son protocolos y dígitos que se pasan unos operarios a otros, sin que haya nadie que se responsabilice personalmente de tu caso. Esta es la misma lógica que nos gobierna, una gestión acéfala amparada en la nueva autoridad de la ciencia y los expertos, cuyo poder se basa en hablar un lenguaje que expropia al ciudadano de cualquier certeza sensible sobre su propio cuerpo.



Solo porque no estamos solos, porque el “individuo” es una abstracción, hay salvación política. Cuando ha llegado el momento, esta sociedad no ha dudado en sacrificar la salvación en aras de la salud. Separarnos de nuestro pasado es el primer recurso del poder. El ser humano desaparece hoy como un rostro de arena borrado en la orilla. Pero lo que ocupa su lugar ya no tiene un mundo, es solo una nuda vida muda y sin historia, a merced de los cálculos del poder y la ciencia. Quizás es a partir de esta masacre que otra cosa podrá un día aparecer, lenta o bruscamente, un nuevo animal tal vez, un alma de otra manera viviente.



En una sociedad reglamentada hasta el más mínimo detalle, solo el delito parece hacer posible la vida. De ahí que la acusación de “negacionista” enseguida recaiga sobre quien se atreva a discutir un poder social que, bajo sus ademanes de flexibilidad, jamás ha sido tan dogmático. No es ya la pervivencia de ninguna ola insurreccional la que está en juego en este apocalipsis cultural, sino la simple pervivencia del calor humano y los afectos como guía de nuestra conducta. La barbarie del especialismo parece haberse automatizado a la enésima potencia, libre de todo complejo de culpa. Frente a su noción intrínsecamente enfermiza de la salud, y una desnaturalización tecnológica de la muerte que nos expropia de la potencia del riesgo, algunos intelectuales presentan en este cuaderno el coraje de pensar libremente, justo al filo del peligro. Agamben y Tari, Coupat y Barbarroja, Petit y Bifo mantienen el norte -el sur- del trauma real, partiendo de la base de que todo lo que nos protege de él nos hace dependientes.



Todo lo que hacemos no tiene sentido si la casa arde, recuerda Agamben al comienzo de este número cero de los Cuadernos. Ahora la llama ha cambiado de forma y naturaleza, se ha vuelto digital, invisible y fría, pero esto no cambia el hecho de que nuestras costumbres sean arrasadas por un incendio imperceptible. La ceguera es aún más desesperada cuando los náufragos pretenden gobernar su propio naufragio. Una cultura que se siente en el final trata de gobernar su ruina a través de un estado de excepción permanente. Mientras que en el pasado el objetivo de la movilización era unificar masivamente a las personas, ahora pretende aislarlas y distanciarlas unas de otras. ¿A qué escombros o a qué impostura nos hemos aferrado? Nuestro tiempo impolítico -insiste Agamben- no quiere ver su propio rostro, lo mantiene a distancia, lo enmascara y lo cubre. No deben existir más rostros, sino solo números y cifras. Incluso el tirano carece de rostro. Sin embargo, sentirnos vivir hace que la vida sea posible: el espíritu no es un tercero entre el alma y el cuerpo, sino solo su inerme, maravillosa coincidencia.



La nuestra, dice Tari, ha sido de principio a fin la civilización de la escisión. No le permitamos ahora que siga profundizándola más y más. Desprovisto de aquellas cosas que decoran artificialmente la existencia, el desierto es el lugar de la krisis: elección y decisión. No obstante, es el temor a la soledad común lo que hace hoy tan difícil la decisión personal. Del desierto parte la reflexión particularmente conmovedora de Tari. El desierto es metáfora de un hambre, una necesidad cuya guía nunca debimos perder, pues nos hace sentir el deseo de todo lo que de verdad falta en nuestra vida. No el bien abstracto de la ideología, sino aquel corpóreo y espiritual que se experimenta en el contacto. Tari defiende el espíritu fuerte de un nuevo comienzo, derribar al fin la membrana de la historia que nos mantiene prisioneros de un sueño maléfico. El pensador italiano reivindica la fuerza espiritual adquirida a través de las privaciones. No se vive únicamente de pan, sino con y a través de la Palabra, la cual es más material que la materia. La palabra nos permite no ceder a las tentaciones de posesión, poder y manipulación. Hoy el diablo de la tentación es abandonar el desierto, protegerse en la seguridad de la norma, cediendo el deseo en aras del bienestar gregario. Frente a esta sordera de rebaño, deberíamos repetir el gesto de separación de los primeros monachoi, los “solitarios”.



La tendencia a la descorporalización, a la despersonalización, a la atrofia emocional, es una tendencia que ya existía desde hace décadas. Ahora bien, ¿cómo reconstruir la subjetividad, se pregunta Bifo, cuando hay miedo al acercamiento de los labios? En mitad de esta epidemia de depresión y autismo, es necesario un gesto cismogenético que nos permita abandonar una historia de la humanidad dirigida por el miedo. La liberación está cerca, por eso no la vemos. “Cuando no hay ningún lugar al que poder escapar, el presente todavía se ofrece a la interrupción” (V. Barbarroja).



Es evidente que el coronavirus existe y mata, lo que no significa aceptar el uso perverso de la palabra “negacionista” como descalificación de toda posición crítica. La confusión, insiste Petit, amenaza tanto como el miedo en este arresto domiciliario discriminante, que también se ha vuelto pandémico. Consignas como “Eso es lo que hay” o “El virus ha llegado para quedarse” invitan a la resignación, a limitarnos a gestionar esta espera desesperante. Deberíamos convertirnos en simples “estructuras de espera” que no pueden ni intuir la bifurcación. Por fin todos somos declarados víctimas potenciales en una operación de neutralización política que emplea la separación como su arma principal. Lo grave quizá es que la separación se ha personalizado, pues consiste primeramente en la distancia social entre la identidad de cada uno de nosotros y nuestra existencia, entre las estrategias y las emociones. El sistema de partidos solo discute con vehemencia cuántos muertos puede tragar el desagüe del fregadero sin atascarse. Ante esto, podemos atrevernos a autoorganizar el pánico, combatiendo la impotencia con el peligro. Podemos reinventar el coraje necesario para desocupar el Estado, este estatismo que se ha vuelto mental y continuo.



Autómatas de alta frecuencia, recuerda Barbarroja, lo que ha conseguido la intensidad de nuestra desposesión es hacer al Estado aún más insolente. Y no sabemos todavía cuándo será suplantado este Estado-peste por una constelación gubernamental aún más irrespirable. Hay que dar la impresión de que solo se aíslan subsistemas, de que no es una ofensiva global contra la población. Sin embargo, un magma hecho de encuentros, prácticas y afectos fluye por entre las grietas ardientes que recorren un mundo helado. Bajo las consignas coreadas masivamente, se trata de devolver a la palabra el eco de todo el sufrimiento del mundo, lo inesperado que nos reclama.



La pandemia solo ha puesto a la luz un colectivismo estructural y disperso, tanto en el Oeste como en el Este. De ahí la alianza creciente -tanto en Italia como en China- de tecnología y estatalización, de diversión obligatoria y despotismo informativo. Excluir la potencia común de la muerte hace apocalípticas nuestras ilusiones, como si hubiera otra historia que puede salvarnos. No es cierto. La solución solo vendrá de afrontar lo irremediable de las pérdidas. Las revueltas actuales prefiguran otra comunidad posible, no despótica, un archipiélago de comunas donde la vida sea respirable todavía.



Estos Cuadernos, en realidad, no prolongan el apocalipsis. Coupat recuerda que la “distancia social” es ideada en los años veinte de los Estados Unidos para cuantificar la hostilidad de los blancos hacia los negros. Hemos visto, dice Coupat, en el nivel de equipamiento tecnológico de cada individuo la condición necesaria para soportar una forma de reclusión que hace apenas diez años habría resultado intolerable. Despersonalizar es “multiplicar lo fantasmal entre los hombres”. Hemos visto a la izquierda en la vanguardia del civismo que los gobernantes pretenden producir, a la vanguardia del seguidismo. Hemos visto cómo la imposibilidad de distinguir la verdad de la mentira nos hace manipulables a voluntad. Peor aún, el hecho de que el pastor cuide su rebaño nunca le ha impedido llevar los corderos al matadero. Ahora bien, subsisten “mil deserciones singulares, pequeños maquis difusos”. Para aprovecharlos no debemos presuponer ningún Nosotros. No debemos ver otro “nosotros” en esta época que el de la nitidez de las percepciones. No se trata de construir una nueva sociedad, sino una nueva geografía, un nuevo espacio antropológico que se sustraiga al tiempo lanzado del control.