Por Ignacio Castro Rey

De la rúbrica «Una voce» de Giorgio Agamben en el sitio web de Quodlibet, 18 de noviembre de 2019.



El tema del fin del mundo ha aparecido muchas veces en la historia de la cristiandad y cada vez han surgido profetas que anunciaban como cercano el último día. Es singular que hoy en día esta función escatológica, que la iglesia ha dejado caer, haya sido asumida por los científicos, que cada vez más a menudo se presentan como profetas, que predicen y describen con absoluta certeza las catástrofes climáticas que conducirán al fin de la vida en la tierra. Singular, pero no sorprendente, si se considera que en la modernidad la ciencia sustituyó la fe y asumió una función propiamente religiosa — es, de hecho, en todos los sentidos, la religión de nuestro tiempo, aquello en lo que los hombres creen (o, al menos, creen creer).



Al igual que cualquier religión, también la religión de la ciencia no podía carecer de una escatología, es decir, de un dispositivo que, manteniendo a los fieles en el miedo, refuerza su fe y, al mismo tiempo, asegura el dominio de la clase sacerdotal. Apariciones como Greta son, en este sentido, sintomáticas: Greta cree ciegamente en lo que los científicos profetizan y espera el fin del mundo en 2030, exactamente como los milenaristas en la Edad Media creían en el inminente regreso del mesías para juzgar el mundo. No menos sintomática es una figura como la del inventor de Gaia, un científico que, concentrando sus diagnósticos apocalípticos en un único factor —el porcentaje de CO2 en la atmósfera— declara con increíble candor que la salvación de la humanidad reside en la energía nuclear. Que, en ambos casos, la puesta en juego tenga carácter religioso y no científico, se delata en la función central que desempeña un vocablo —la salvación— traído de la filosofía cristiana de la historia.

El fenómeno es aún más inquietante, por cuanto la ciencia nunca ha incluido la escatología entre sus tareas y es posible que la asunción del nuevo papel profético delate la consciencia de su innegable responsabilidad en las catástrofes cuyo advenimiento predice. Naturalmente, al igual que en cualquier religión, también la religión de la ciencia tiene sus incrédulos y sus adversarios, es decir, los adeptos de la otra gran religión de la modernidad: la religión del dinero. Pero las dos religiones, en apariencia divididas, son secretamente solidarias. Puesto que fue sin duda la alianza cada vez más estrecha entre ciencia, tecnología y capital la que determinó la situación catastrófica que los científicos denuncian hoy.

Debe quedar claro que estas consideraciones no pretenden tomar una posición en cuanto a la realidad del problema de la contaminación y de las transformaciones nocivas que las revoluciones industriales han producido en las condiciones materiales y espirituales de los vivientes. Por el contrario, resguardándose de la confusión entre religión y verdad científica y entre profecía y lucidez, se trata de no hacerse  dictar acríticamente las elecciones y las razones de las partes interesadas, elecciones y razones que en última instancia no pueden ser sino políticas.