El otorgamiento unilateral del control de las cuentas públicas a un presidente de  más que dudosa legitimidad no es una mera sanción económica. Es algo mucho más grave y sombrío que asedia a las democracias, a la idea de soberanía y a la propia nación como categoría histórica.

Se trata de una intervención letal, de una nueva forma de golpe de estado que se vale de la connotación circular del capitalismo financiero y de la vigencia de un sistema de control global coercitivo que no reconoce precedentes en su brutal sutileza. Encarna una perplejidad única respecto de la pretendida condición contingente del capitalismo. Diría, incluso, que la pone en crisis terminal. Que acota los horizontes y obliga a repensar los límites de las construcciones emancipatorias. No existe, al parecer, nada por fuera del capital y su flujo internacionalizado. Ni siquiera la conciencia de los sujetos. Porque las subjetividades colonizadas son parte indivisible de un mapamundi vigilado, controlado y disciplinado por un sistema mundo que se vale de la fuerza militar y policial, pero también de poderes fácticos como los grandes medios de comunicación, las burocracias judiciales y parlamentarias, una formidable aptitud de producción de cultura y de sentido, un sistema institucional de derechos humanos resquebrajado y complaciente, que incluye a la OEA y a la propia Organización de las Naciones Unidas. Esto es lo que no entienden los expertos funcionales en materia de DDHH, todos ellos laureados por los propios dolientes, incluyendo las universidades públicas donde operan como conciencia parlante de los mandatos imperiales.

El horizonte de proyección de las transformaciones sociales implica en esta coyuntura una crisis del concepto de revolución, al menos como lo conocimos. Imposible, entonces, no evocar las tesis de Tony Judt y con él revalorizar otras experiencias no demasiado lejanas, como los estados de bienestar y el estado social de derecho, que en el escenario global actual se nos representan como algo inalcanzable, casi como un imposible. Judt decía en su libro “Algo va mal” que: “La socialdemocracia no representa un futuro ideal, ni siquiera representa el pasado ideal. Pero entre las opciones disponibles hoy, es mejor que cualquier otra que tengamos a mano". Por si quedaba alguna duda de su despiadado realismo añadía, ante la evidencia de una sociedad que ha hecho del dinero su único código moral: "Ha convertido en virtud la búsqueda del interés material". "Hasta el extremo de que es justamente el dinero lo único que queda como sentido de voluntad colectiva".  De esa manera, el crecimiento exponencial del dinero ha deparado como consecuencia directa la mayor desigualdad entre los países y entre las personas. Ha producido también la humillación irreversible de millones de seres humanos y los abusos impiadosos de los poderes no democráticos, empezando por el poder económico, frente a lo cual los estados y las instituciones supraestatales resultan impotentes o cómplices. Tony Judt, pensador olvidado, lo anticipaba hace más de dos décadas: “Ninguna sociedad puede prosperar y ser feliz si la mayoría de sus miembros son pobres desdichados”. En eso estamos.