Por Eduardo Luis Aguirre

El pensamiento no se ve, ni se toca, pero pesa, decía el profesor Carlos Cullen (imagen) explicando a Rodolfo Kusch. La filosofía, entonces, no sería tanto el amor al conocimiento sino, por el contrario, una cultura que ha encontrado a su sujeto. Una cultura a la que lo peor que puede acontecerle es aferrarse a la razón iluminista antes que a las tradiciones, las emociones o los sentimientos del pueblo. Detenerse en analizar el “ser” antes que el “estar siendo”.



En ese estar siendo, el hombre –como los antiguos habitantes de América- está igualmente presto para lanzarse a la marcha. No permanece estático o inerte. Contempla el mundo sí, pero lo hace para conservarlo vinculándose con la naturaleza y asumiendo el cosmos como un orden en el que todo tiene vida y adquiere sentido. Sabe que, cada tanto, colectivamente, se articularán los cambios justos basados en el amor y el respeto de la comunidad. Cambios trascendentales, donde el abajo quedará arriba y viceversa. Una nueva era que llegará de la mano de una transformación cultural y humanística colectiva que deberá recomponer la armonía y el amor entre los seres humanos. Nada más alejado de la autoayuda o los léxicos edulcorados de los gurúes de diverso pelaje que nos asedian. Se trata de una vieja forma de comprender el mundo, el paisaje, la vida. Es el Pacha kuti. Esto es, un aspecto central del “buen vivir” de nuestros hermanos los indios, que nos interpela en un presente imperfecto frente a la barbarie. El que se plantea las grandes transformaciones abjurando de las dos calamidades que impone el capital. La apropiación y la violencia. Como lo hizo durante los quinientos años de colonialidad y lo sigue haciendo bajo las nuevas lógicas del neoliberalismo brutal. El capital, el ser, el “homo economicus” acumula, también, su filosofía. La filosofía del aniquilamiento del otro y del planeta. De la Pacha Mama y de sus hijos. Hace cinco siglos y también ahora, en la plaza pública. El capital siempre ha conjurado sus crisis recurriendo a diferentes estados de guerra. La guerra contra un otro al que consideró a veces no humano y a veces sub humano. Echando mano al clasismo, el racismo y el patriarcalismo. Por lo tanto, a ese otro hay que disciplinarlo. Y si se trata de instancias donde el capital se juega su supervivencia, la violencia no encontrará límites. Tampoco lo encontrarán las retóricas legitimantes de los grandes medios ni las prácticas asentadas en el odio. Como hace quinientos años, no le va a resultar sencillo a los pueblos anexados, expropiados, ultrajados, violentados, fragmentados, entender la gravedad de la hora abismal. Sólo que, ahora, la relación de fuerzas es la más desfavorables de la historia. No hay arcabuces ni rémingtons. Hay medios económicos, financieros, propagandísticos, institucionales, buroráticos, militares, represivos y culturales. Es la técnica del capital -como diría Heidegger- que la emprende contra el hombre. También gramáticas furibundas, cargadas de inédita crueldad. Carentes de sentido humanístico, que encarnan un nuevo sentido común asesino y fluyen entre una población de conciencias adormecidas. La fuerza vuelve a ser el derecho de las bestias. Bestias que conciben, ejecutan o simplemente reiteran o adhieren a esas consignas aniquilatorias. Hay, en el cruento siglo veintiuno, un sistema de control global punitivo dispuesto a garantizar una forma de acumulación a toda costa.