Hace algunas horas recibí en mi móvil un mensaje con el contenido de lo que sería un tramo de la exposición de Zaffaroni en la Facultad de Periodismo de la Universidad Nacional de La Plata.

Según ese mensaje, Zaffaroni habría expresado el jueves pasado lo siguiente: “No llamemos a esto neoliberalismo, no es lo de los 90. Esto es neocolonialismo, no hay errores. Están haciendo lo que vinieron a hacer. El objetivo es endeudar al país ante el capital financiero internacional que ni siquiera tiene un dueño aparente. Ya no existe la puja empresario trabajador. El amo es ese capital que circula, ni siquiera son billetes, son operaciones informáticas. Los CEOS son los operadores de ese modelo. Que es saqueo y otros delitos más. Ya está hecho, ya no los necesitan. En algún momento quedarán sin cobertura judicial y mediática. Pero podrán irse con lo que su avaricia acumuló a vivir en algún lugar seguro. Mientras acá quedarán los excluidos y las deudas. Un panorama desolador”. 
Lo que voy a plantear respecto de estas afirmaciones no son disidencias parciales, sino una humilde, conjetural y seguramente temeraria tentativa de interpelar en algunos pocos párrafos la matriz constitutiva del poder real en la Argentina.
Cuando se habla de “neoliberalismo” para aludir al gobierno de Macri no se lo hace como una remisión a lo ocurrido en los 90. Se menciona, en ese caso, al neoliberalismo como un sistema global que por primera vez ha logrado, en siglos, colonizar hasta las subjetividades de los seres humanos. El accionar de ese sistema le permite reproducirse con las mismas lógicas en España que en Argentina, en Francia que en Italia, en Grecia que en Ecuador, y en Brasil que en Venezuela o Bolivia (sugiero en este sentido una lectura de cualquier texto o entrevista a Jorge Alemán y a ellas me remito). En definitiva, su connotación circular se advierte especialmente en la historia reciente de todos los países donde con distinta suerte se ensayaron experimentos populistas.
Esto no significa –en absoluto- dejar de lado las fundamentales diferencias históricas, políticas, sociales y geopolíticas que existen entre los países europeos y “nuestro margen”, como nos definió alguna vez el propio Zaffaroni. Por el contrario, el pensamiento decolonial es una clave inexorable para entender el sistema mundo contemporáneo.
Pero el “capital financiero” no es un ente abstracto, intangible, sin dueño aparente. El capital es “el amo”, pero ese amo además de una lógica (recordemos el discurso del Amo) tiene nombres propios. Sino no se entendería, por ejemplo, cómo el gobierno argentino recuperó aire después de estar groggy durante una semana, luego de que Donald Trump anunciara que nuestro país es un socio estratégico de EEUU, mientras los voceros del sistema financiero aventuraban que el macrismo había superado la crisis y el riesgo de default y el FMI reconsidera (nuevamente) la situación del país. Utilizo el ejemplo más reciente, aunque tal vez no el mejor.
El gobierno argentino es una expresión neoliberal, y desde luego neocolonial. Pero para que exista un neocolonialismo debe existir un colonizador y colonizados (donde habitan los “excluidos y las deudas”).
Si el capital, en su versión neoliberal –y neocolonial- fuera un mero flujo de dinero que deroga las contradicciones entre capital y trabajo, dejaríamos de advertir algunas cuestiones centrales. La primera de ellas es la obligatoriedad del sistema capitalista a nivel planetario. Su aptitud descarnadamente coercitiva. Nadie puede salirse de él, ni siquiera intentarlo, sin asumir costos letales a manos de factores de poder diversos que integran el mismo sistema. Como todo sistema, tiene una coherencia y una lógica interna y exhibe regularidades de hecho, aunque algunas de sus prácticas admitan múltiples variables. Los golpes blandos, por ejemplo, asumen diversos formatos, sobre todo cuando hablamos del “calentamiento de la calle” que marcara Gene Sharp como primer paso de cinco tendientes a derrocar gobiernos en la primera década del tercer milenio y que en los últimos tiempos se usan para sostener gobiernos neoliberales de máxima impopularidad. Algunos golpes blandos fueron perpetrados por mercados, otros por los parlamentos, otros por las burocracias judiciales y otros, en cambio, merced a la intervención armada y las guerras, en algunos casos perpetradas ante la mirada impávida del Consejo de Seguridad de la ONU, de la CIDH (conviene memorar la postura de Evo Morales, Correa y Chávez sobre esta última) y de otros organismos integrados, vale recordarlo también, por estados. De modo que es esencial entender que este formato neoliberal –y también colonial- tiene como principal característica su coercitividad. Se trata, a mi entender (y sepan disculpar la reiteración) de un sistema de control global punitivo. En la punitividad radica la coercibilidad. La punición la pueden aplicar los mercados, las judicaturas, los poderes legislativos, los ejércitos, las policías, los organismos internacionales, la prensa y los servicios de inteligencia. Juntos, separados, o en alianzas ocasionales. Obsérvense, por ejemplo, cómo se suscitan y auspician, en apariencia de manera casual, una avalancha de “tres tercios” que garantizan el formato extrínseco de las democracias indirectas. En España, en Francia, en Grecia y en la Argentina. Esos guarismos garantizan el andamiaje enclenque que le es suficiente al capital. Y en esos casos los votantes no logran –precisamente por la colonización de sus subjetividades- romper la trampa que les tiende el sistema en su versión operativa menos cruenta. Volvemos, entonces, a la necesidad de la unidad, como única forma de controvertir este azote. Por lo demás, en un todo de acuerdo con el gran Zaffaroni.