Por Ignacio Castro Rey

Si es cierto que la mecanización moderna del mundo animal corre el riesgo de acabar mecanizando al hombre y convirtiéndolo en instrumento de planes criminales, ante todo a los humanos que sentimos -en su atraso- un poco parecidos a animales, algo parecido podría decirse del mundo vegetal y mineral.



La paradoja ridícula de los vegetarianos y los veganos que hacen de su dieta una religión consuma la hipocresía urbana que niega la evidencia de que vivir es mortal, para uno mismo y para los otros. En tal punto, cierto ecologismo actual se ha limitado a actualizar nuestra clásica deformación antropocéntrica. Creemos que las plantas no sufren y que las piedras no sufren: sencillamente, porque no tienen ojos con los cuales reconocernos, implorar socorro y nombrarnos sus amos.

Ahora bien, ¿seguro que no tienen ojos, seguro que nos hemos fijado en esos dos reinos? Si la tierra entera está llena de marcas y es cultivable, si el mar es navegable, es en virtud de jalones pétreos con los que los delimitamos y orientamos. Orientarnos implica fijar un lugar, al menos un punto, que suele ser muy sólido. Existe de hecho el Espacio por señales fijas que se parecen siempre a las rocas, sea un planeta o la estrella polar, sea un acantilado de riscos o el pico del Teide.

Y hay más. Curiosamente, el negocio terciario de la cultura y el turismo se apoya en algo primario, con frecuencia bastante rocoso. Fijémonos en el papel de la piedra en nuestros monumentos, puentes y templos. Y no solo en los templos de la Antigüedad, sino también en los del mundo contemporáneo, incluidas esas ruinas venerables convertidas en templos del consumo o en discotecas tecno.

La tumba del inestable Rilke en Raron. Levantamos monumentos, erigimos túmulos funerarios y rascacielos indicando que escogemos las piedras -o el símil del cemento- como signos de la eternidad de algo frágil que queremos conservar.

Las piedras son símbolos de la fortaleza natural -el Eterno Retorno se piensa ante una enorme roca-, atalayas para otear un horizonte, materiales de construcción de nuestra vivienda. Y escollos que pueden hundir nuestro barco, u obstáculos mortales en la carretera. También armas arrojadizas -David vence a Goliat con una simple honda- y emblemas de los estratos del pasado en el suelo que pisamos.

Después está nuestro cuerpo, donde partes cruciales -huesos, uñas, ojos- son también bastante pétreos. Hamlet delibera sobre nuestra ambivalencia mortal, el ser y el no ser, delante de una calavera. Y ciertamente, los restos mortales terroríficos o venerables, los huesos y el esqueleto siempre han sido vestigios que nos hacen pensar, volviendo a recordarnos que lo más pétreo de nosotros es a la vez el signo de nuestra irremediable metafísica.

Es posible, por tanto, que la aversión actual a lo pétreo, así como a la madera o al hierro, sea la aversión a la duración, a lo elemental que persiste, recordándonos nuestra conmovedora decadencia orgánica. Es posible que la obsolescencia programada sea una argucia de la historia moderna para que no sea visible nuestra cobarde variabilidad. Al pasar rápidamente nuestros enseres al estado de chatarra se verá más difícilmente nuestra ruina. Y esta aversión a lo elemental de la duración, que supone una relación afirmativa con la muerte, parece haberse renovado con la ideología digital, que siente verdadera repugnancia ante todo lo que no sea fácilmente convertible en numérico. Efectivamente, toda piedra posee un fondo sombrío que la hace inútil como pantalla inteligente que deben reflejar lo táctil de nuestro narcisismo.

¿Qué sería de nuestra adorada Historia sin las piedras que la atestiguan, sin los restos fósiles, pétreos y óseos que la jalonan y dan testimonio de sus giros espirituales? Toda nuestra literatura gira en torno a montañas mágicas, urnas de cristal, dinteles y jambas de piedra, perfiles minerales encontrados que eternizan un momento. Ya recordar, guardar en el corazón, ser fiel a algo, supone convertir en piedra un momento vivo, extraer su eternidad constitutiva. Y también las revoluciones, cuando la piedra rechazada -los excluidos- se convierte en angular.

El ingreso triunfal de la planta en nosotros, se decía antes cuando el hombre estaba en el umbral de una metamorfosis. Vista como una mónada, también la piedra -igual que el vegetal- es un ser vivo que lo tiene todo dentro. Sin necesidad de dependencias externas, todo brota en ella desde su fondo sombrío. De hecho, una roca emite un rumor apenas perceptible que atestigua su larga historia.

Si una copa resuena con un timbre sonoro es por poseer un modo interno de lenguaje. Y después está la belleza de los cristales. Si las piedras no tuvieran un modo elemental de vida y lenguaje no hablaríamos de piedras preciosas, cuyo valor puede duplicar al del oro. De hecho, el ojo centelleante de algunas personas, el ojo brillante de cualquier persona en algún momento emotivo de su vida, se parece a una joya. 

Simplemente, hemos cambiado unos dioses de piedra y madera por otros de pantalla plana, que excluyen las rugosidades de lo pétreo, su porosidad al entorno que les rodea. Hemos cambiado el logos terrenal por unos ídolos autistas, que simulan la inteligencia que a nuestro sistema óseo le falta.