Con Ernesto Laclau, la categoría “pueblo” se transformó en un concepto que constituye un aporte fundamental tanto para la teoría política como para el psicoanálisis. La mayoría de los teóricos sociales que intentaron pensar esa categoría, lo hicieron prejuiciosamente: la abordaron como una noción portadora de un defecto y no lo diferenciaron del fenómeno de masas teorizado por Freud. 



Los escritos psicoanalíticos que abordaron la organización social, como Tótem y tabú y El malestar en la cultura, se toparon con el impasse freudiano que se evidencia en esos trabajos: el padre y la moral como fundamentos de la organización social producen allí un malestar circular y sin salida. En esas formulaciones, Freud ubica al padre en el centro de la organización social: a su asesinato le siguen el pacto entre hermanos, la culpa por el crimen cometido, el superyó y la obediencia a un contrato, que primero es voluntario y luego deviene en imperativo superyoico. Freud afirma que esta “solución” moral fracasa en su propósito de pacificar las relaciones sociales, puesto que tiende a acrecentar el malestar y el autocastigo.

El populismo, basado en la construcción de una voluntad popular, supone una experiencia de radicalización democrática. Constituye una nueva posibilidad respecto de la cultura, que permite correr el límite del padre y la moral como fundamentos de lo social. En lugar de la religión freudiana, la política planteada como lógica populista pone en acto una pluralidad discursiva que no anula las diferencias sino que las reconoce, y que da lugar a antagonismos simbólicos posibles y hace comparecer a lo imposible. 

Desde sus comienzos, la Argentina estuvo atravesada por las marcas simbólicas de una escisión fundante que delimitó dos campos: “civilización o barbarie”. A lo largo de su historia, la sociedad estuvo dividida entre liberales, que defendían ideas e intereses europeizantes, y “los bárbaros”, quienes encarnaban un ideario nacional y popular; el populacho, la chusma, los cabecitas negras, el populismo y la grasa militante fueron algunos de los nombres que las élites hegemónicas dieron a lo que consideraban barbarie.

A partir de Ernesto Laclau, el pueblo se convirtió en un concepto teórico, un agente político fundamentado en la voluntad popular cuya unidad de análisis es la demanda. Las contribuciones de Laclau permiten ubicar el comienzo de la construcción de pueblo en la Argentina el 17 de octubre de 1945. La demanda de excarcelación de Perón surgió desde los suburbios y se dirigió hacia el centro de la ciudad, en una multitudinaria manifestación autoconvocada que a medida que avanzaba sumaba adhesiones. Los llamados “cabecitas negras”, acostumbrados a ser relegados y nunca reconocidos, se autorizaron desde abajo y comenzaron a manifestar un orgullo y una dignidad inéditos, que contrastaban con su status anterior. La emergencia del pueblo implicó una subversión de valores y códigos, modificaciones en las costumbres y hasta en el paisaje, a la par de la visibilización en el espacio público de sectores sociales hasta ese momento marginados. La incipiente construcción se fortalecería en los años siguientes con el forzado exilio del líder después del golpe militar del 55. En esa época comenzaron a surgir demandas por el retorno del líder y la vuelta de la democracia, las cuales fueron articulando a distintos sectores de la sociedad: la juventud, los estudiantes, los intelectuales, los villeros, el movimiento de  inquilinos, etc. En el período de la resistencia peronista el pueblo, a pesar de haber sido brutalmente perseguido y reprimido, fue profundizando su conformación y adquiriendo una identidad nacional y p


La estabilidad de la construcción no resultó sencilla, pues estuvo caracterizada por discontinuidades. Fue devastada, arrasada y desaparecida a mediados de los 70 por el terrorismo de Estado del gobierno militar que intentó imponer un plan neoliberal. Luego de la primavera alfonsinista, se impuso uno de los mayores triunfos del neoliberalismo: la “pizza con champagne” menemista, paradigma de una cultura despolitizada, individualista, anestesiada y escéptica. Sin embargo, la construcción popular argentina ya tenía una fuerza tal de inscripción en la cultura que no pudo ser aniquilada completamente. El germen, las marcas de aquello comenzado en el 45, permanecieron como latencia y a la espera de una “nueva oportunidad”. Finalizando el 2001 emergió en    el espacio público     un estado asambleario que, junto con los ruidos catárticos de cacerolas y reclamos, Néstor Kirchner supo escuchar, significar y convertir en demandas políticas. Entonces se hizo posible inscribir aquella “nueva oportunidad”. 

En la Argentina de esta última década se resistieron todas las operaciones destituyentes realizadas por los poderes “civilizados” corporativos y desestabilizadores de siempre porque, además de un gobierno decidido a enfrentarlos, la democracia contaba con un pueblo defensor de su soberanía. La voluntad política de la mayoría electoral legitimada en las urnas estuvo acompañada, enriquecida, empujada y custodiada por la construcción lograda (hoy la grasa militante). 

El pueblo es un agente político que realiza un movimiento instituyente: corre límites instituidos, establece fronteras que dividen campos, interpela al poder, cuestiona e intenta un cambio social, proponiendo algo nuevo y transformador en la comunidad, que amplía la democracia al ejercer la soberanía del pueblo.

El pueblo no se opone a las instituciones sino que por el contrario las requiere, pues las demandas se dirigen a ellas y al Estado. Las instituciones, que siempre representan intereses y por ende nunca son neutrales, compartan una fuerza inercial. Funcionan orientadas por la fijación de un funcionamiento burocrático o por una tradición instituida, coagulando sentidos establecidos y produciendo una tendencia a la homeostasis. Al peticionar al Estado y a las instituciones, el pueblo lleva a cabo la experiencia política en función de los intereses nacionales que radicalizan la democracia. Las instituciones y aquello que podemos llamar el “esqueleto  democrático”, si resultan indiferentes al pueblo, pueden conducir a la muerte de la política, en la cual la democracia se transforma en administración o gestión de expertos. En este sentido, es necesario conectar las formas institucionales y el pueblo, ya que ambos implican legitimidad, aunque también es preciso destacar sus diferencias, pues ambos amplían y fortalecen a la democracia. Solo la combinación entre el pueblo y un Estado dispuesto a escuchar sus demandas puede ofrecer una perspectiva realista, posible y democrática en la ruta de lo social. 

El pueblo supone una novedosa representación de la soberanía que no anula la lógica de la representación clásica (representante-representado) pero que no se reduce a ella. La democracia sostenida únicamente en la representación tiene como corolario la exclusión del afecto y los cuerpos, cuya consecuencia es un sujeto invisibilizado, ausente de la vida social y privado de la experiencia política. Las voces, las demandas y las acciones populares constituyen el motor de las transformaciones sociales, posibilitando que la democracia permanezca viva y no se convierta en un dogma fosilizado. Esto explica la resistencia o el rechazo que el pueblo genera en los sectores conservadores “civilizados” liberales o neoliberales. Para éstos el pueblo representa un problema, una “pesada herencia” que es necesario silenciar.

Los Estados neoliberales se someten a los poderes corporativos haciendo oídos sordos a las demandas populares, se aíslan del pueblo y lo estigmatizan, presentándolo como un enemigo o un obstáculo para el desarrollo normal de la democracia. El actual gobierno argentino considera que los trabajadores del Estado son “ñoquis” que pagamos todos, que la protesta social es desestabilizadora, que la militancia conduce a la violencia y que el pueblo porta el defecto de hacer política. Todos estos argumentos apuntan al vaciamiento del Estado y la despolitización social.

Valiéndose de las corporaciones mediáticas concentradas, la ceocracia gobernante mintió y manipuló a la opinión pública de manera antidemocrática y logró ser elegida ocultando un proyecto neoliberal nunca explicitado, opuesto a los intereses nacionales. Se erigieron en supuestos garantes de la democracia y operaron instalando la idea de que el populismo es corrupto, totalitario y antidemocrático. Los medios de comunicación corporativos y un sector conservador de la clase política intentan desconocer que el populismo es un concepto teórico establecido, una voluntad y una construcción social cimentada a partir de la experiencia kirchnerista. Los sectores dominantes afirman despectivamente que el pueblo constituye un peligro para la democracia. Por el contrario, el peligro para la democracia no es el populismo sino la tentativa autoritaria de desconocer y descalificar esa construcción. Una amenaza democrática es el temor a lo que constituye el rasgo específico de la acción política: la demanda, la puesta en juego de los antagonismos que surgen  del conflicto político. Lo que para la democracia de hoy verdaderamente representa un peligro es la mentira sistemática que profieren los medios corporativos, que asocian al populismo con la corrupción y ocultan la alarmante realidad económica y social. Un riesgo para la democracia es el discurso único de los medios de comunicación de masas, que conforman un monopolio que digita la información, instala opinión y produce sentidos favorables a los intereses de las corporaciones económicas.

La democracia se mantendrá viva si se acepta que, además de la legítima representación del gobierno de Cambiemos, hay un pueblo que no es desestabilizante y merece ser escuchado. El gobierno de Cambiemos no solo está sordo a las voces del pueblo, sino que también las difama y pretende censurarlas.

Lejos de estar perimido en los términos de fin de ciclo como auguran algunos, el pueblo construido durante el kirchnerismo ya puede caracterizarse como una de las identidades políticas más originales, interesantes y novedosas de la historia argentina. Defiende su soberanía, continúa sosteniendo un proyecto nacional popular hermanado con los países de la región y no está dispuesto a construir lo común con recetas o manuales de instrucciones de expertos, quienes siempre aconsejan a favor de los intereses del “mundo civilizado” al que representan. El populismo kirchnerista dio inicio a una experiencia de autonomía, una alternativa de construcción democrática de una cultura libertaria y emancipada respecto de los organismos financieros mundiales y los poderes corporativos.

Más allá de los resultados electorales, cuando el efecto pueblo se produce no hay vuelta atrás.

* Psicoanalista. Magister en Ciencia Políticas. Autora del libro Populismo y Psicoanálisis, Edit. Letra Viva

Nota publicada originariamente en https://www.pagina12.com.ar/7589-la-pesada-herencia-el-pueblo y reproducida con autorización de la autora.