Por Eduardo Luis Aguirre

La convivencia forzada de miles de personas en contextos de encierro, que tiende a aumentar de manera exponencial en muchos países latinoamericanos, la diversidad y el multiculturalismo de la población reclusa como dato novedoso que caracteriza a esos colectivos, la superpoblación y el hacinamiento, las lógicas administrativas, unitarias y militarizadas de la agencia penitenciaria, son circunstancias que inciden objetivamente en la violencia cotidiana de las prisiones, un fenómeno que alcanza dimensiones preocupantes, y que en muchos casos se naturaliza o se invisibiliza.
Los conflictos de intereses, la disputa permanente por la asignación de roles y jerarquías, la lucha por la visibilización, son elementos que contribuyen a que se agudicen las contradicciones y los conflictos se salden imponiendo visiones unilaterales y violentas.

Una estructura jerárquica brutal que se da hacia adentro de los pabellones, con asignación de roles específicos contra los que resulta difícil rebelarse, y una histórica permisividad de los funcionarios de prisiones respecto de estas particulares condiciones, hace que las mismas se hayan fortalecido hasta convertirse en datos constitutivos de la cultura carcelaria.
Las condiciones objetivas y subjetivas que condicionan la convivencia de miles de personas en contextos de encierro, generan así, de ordinario, episodios de violencia, que muchas veces son la consecuencia directa o indirecta de la forma de dirimir diferencias entre los internos, o entre ellos y el personal penitenciario, que a su vez sufre un proceso cotidiano de prisionización no debidamente mensurado.
Poniendo en crisis – al menos en este punto- los paradigmas críticos que caracterizaban a los reclusos como infractores que en realidad desafiaban inorgánicamente un orden injusto impuesto en el afuera de las sociedades de clase, en las cárceles priman estructuras de convivencia profundamente autoritarias (luego, conservadoras), estratificadas y violentas, lógicas binarias de “amistad/enemistad” y un apego a la violencia como única forma para dirimir diferencias y liderazgos.
Muchas de esas disputas terminan con reclusos muertos a manos de otros reclusos, y no son pocas las sospechas que existen respecto del verdadero rol de los guardias de prisiones en estos resultados luctuosos.
Desde los Estados no se han proporcionado respuestas consistentes, tendientes a prevenir estos desenlaces, sino que, por el contrario, la “administrativización” que prima en las narrativas oficiales, permite muchas veces evitar la discusión de la connotación política, sociológica e ideológica en la explicación de estos acontecimientos de singular gravedad.
Sin embargo, pensamos que no son pocas las acciones oficiales e institucionales que podrían llevarse a cabo para atenuar o impedir el fortalecimiento de este espiral endémico de violencia intracarcelaria.
Una de ellas, consiste en propiciar un cambio de las categorías culturales preexistentes, desarticulando las jerarquías a través de un cambio actitudinal de los servicios penitenciarios, también víctimas del sistema.
La mayoría de estos organismos son fuerzas militarizadas, que se manejan con mucha mayor comodidad compartiendo lógicas castrenses binarias, que contribuyen a potenciar los conflictos.
El ejercicio cotidiano y primitivo del poder y el control, que se ejerce en las formas de administrar los castigos, las sanciones, los traslados, la reubicación en los pabellones, la asimetría intencionada de los vínculos que se crean con algunos internos respecto de otros, por no hablar de complicidades de otro calibre, contribuyen a fortalecer y reproducir un orden estratificado y violento.
Un rol particular, en ese sentido, lo juegan también las gramáticas y las prácticas positivistas en la descripción de la evolución intramuros del interno mientras se halla privados de su libertad, lo que queda patentizado en la impronta peligrosista y biologicista de los legajos criminológicos, que en gran medida van a incidir en la obtención de beneficios legales por parte de los reclusos (libertad anticipada, salidas transitorias, libertad condicional) en una suerte de sistema de premios y castigos digno de ser, en el mejor de los casos, revisado.
Esos legajos, que se anudan indisolublemente y condicionan la vida en la prisión, generalmente expresan las distintas relaciones de fuerzas a través de conclusiones cuyo exceso de predictibilidad y falta de fundamentación conspiran contra una relación armónica de convivencia y, lo que es más grave aún, contra los derechos de las personas privadas de libertad.
Otro aspecto no menor lo constituyen, precisamente, los propios derechos de los reclusos. Las personas confinadas no pierden otro derecho que el de su libertad locomotiva, conservando todos los demás que, como en el caso de la preservación de su propio bienestar psicofísico y la garantía de una convivencia digna y pacífica, forman parte del catálogo de prerrogativas constitucionales vigentes para todos los ciudadanos.
Los datos culturales y subculturales mencionados - por su gravedad- demandan una oportuna, eficiente y reflexiva intervención del Estado frente a una problemática que afecta la salud y la supervivencia misma de las personas privadas de libertad, único derecho que les está legalmente limitado.
Las políticas públicas, huelga señalarlo, deben concebirse como protectivas de los derechos y garantías que como ciudadanos le asisten a las personas privadas de libertad.
Uno de esos derechos, fundamental, es el derecho a la vida. Otro, el derecho una convivencia armónica, aún en las condiciones difíciles en que deben cumplir sus condenas o su prisión provisional, de tal suerte que la misma facilite en el recluso la incorporación del respeto a las normas y desarrolle en ellos capacidades compatibles con el mandato constitucional correccionalista de rehabilitación y resocialización.
El carácter no aflictivo de las penas (que se inscribe en el paradigma constitucional que considera a las personas privadas de libertad como partícipes de la sociedad de la que provienen), muchas veces se difumina frente a las formas particularmente violentas que, en la práctica, priman en esos contextos de encierro, y a la puesta en riesgo del ejercicio de derechos que formalmente le asisten.
Si los prisioneros son ciudadanos a los cuales se les limita únicamente el derecho a su libertad física por el término que corresponde, deben como tales acceder de manera irrestricta al resto de los derechos y garantías que no les han sido enervados o limitados.
Uno de esos derechos lo constituye el derecho a un desarrollo en paz, para lo cual la implementación de modalidades alternativas o no violentas de resolución de conflictos importan un insumo fundamental.
Así planteada la cuestión, la posibilidad de devolver esos conflictos a los interesados, la dotación previa de insumos y capacidades para resolver la conflictividad mediante el recurso a estrategias dialógicas, donde la justicia restaurativa, la comprensión y la restauración sean los paradigmas fundamentales a partir de los cuales se diriman las diferencias, supone un desafío tan original, como complejo y una alternativa claramente superadora de la realidad objetiva contemporánea. Que intentará no sin dificultades, romper con la dialéctica acción/reacción, de ordinario hegemónica, y sustituirla por una nueva cultura que reivindique al conflicto como una potencialidad y no como un problema.
Esto constituye un aspecto fundamental: muchas de las situaciones que son vividas como problemáticas por las jefaturas carcelarias, no son sino reacciones absolutamente esperables, comprensibles y “normales” en el caso de personas que atraviesan por distintas fases en sus respectivos procesos de detención.
La posibilidad de conciliar historias de vida, perspectivas, sistemas de creencias, intuiciones y percepciones, de unificar sin dejar de respetar la diversidad y el multiculturalismo es una tarea novedosa, para cuya concreción el conflicto debe aceptarse como una potencialidad y no solamente como un problema en una sociedad donde un porcentaje cada vez más importante de su población activa se dedica al abordaje, la convivencia con o la resolución de conflictos.
El desafío importa que los propios reclusos, la clientela habitual de un sistema penal profundamente selectivo, articule mecanismos que prescindan de la violencia y superen las jerarquías estáticas de la prisión, sustituyéndolas por instrumentos superadores alternativos, respecto de cuya implementación y puesta en práctica el Estado no puede estar ausente.
Por eso, cuando se alude al Estado neoliberal como un Estado “ausente”, es necesario tomar algunas prevenciones ante la tentación recurrente de utilizar este tipo de categorías poco fiables.
El Estado de la postmodernidad estuvo ausente solamente respecto de “algunas” funciones decimonónicas, que le conferían sentido político e institucional, pero no de todas. No estuvo ausente, sino que – por el contrario- fue omnipresente a la hora de vigilar, controlar, criminalizar y castigar.
Las lógicas administrativas de la cárcel, como significantes de esas formas de intervención, no hacen sino una remitir a un sistema de justicia retributiva al cual tributan y dan cuenta cotidianamente.
Es obvio que el tránsito hacia formas restaurativas, esquemas de mediación y de resolución alternativa de conflictos, también demandaría un cambio cultural de las agencias jurisdiccionales.
La cárcel establece, entre funcionarios y reclusos, relaciones de dependencia estratificadas, donde el transcurso del tiempo es una unidad de medida que se concibe en claves diferentes según los distintos actores implicados, pero que en cualquier caso se visualiza como importante y terminan homogeneizando al conjunto de los actores.
Para los guardias, porque el paso del tiempo “sin novedades” los acerca a una experiencia profesional exitosa en la medida que se eviten los conflictos y los libera del stress de un conflicto siempre pendiente, que puede victimizarlos, y para los internos –incluso para aquellos que dedican el tiempo al estudio de carreras universitarias- porque ese mismo control temporal les ayuda a sobrellevar el encierro, antes que a construir una expectativa de vida “a futuro”, como podría pensarse.
Ninguno de los internos, cualquiera sea su condición, dejan de estar expuestos a episodios diarios de violencia que responden a una multiplicidad de causas y concausas, muchas de ellas estacionales (el calor y las fiestas de fin de año, por ejemplo, adquieren una significación especial en este caso, donde se verifican la mayor cantidad de reyertas con consecuencias graves, o al menos los funcionarios de prisiones así lo prevén).
La deconstrucción de mecanismos de poder internos, autopoiéticos, rígidos, sobre los que el duro orden carcelario no admite discusión alguna, constituyen, de tal suerte, conceptos claves.
La cuestión, como de ordinario ocurre, se problematiza al momento de acordar las formas instrumentales, el “cómo” llevar a cabo la iniciativa, acordados que sean los objetivos de la misma.
En este sentido, es evidente que el Estado no puede desentenderse de un proceso de contraculturación de dimensiones impresionantes.
Para eso, en primer lugar, se necesita de un cambio cultural de los propios operadores del sistema penitenciario, a operativizar de manera sistemática, tendiente a acotar la incidencia del ritualismo y burocratismo vigente.
Parecería sensato brindar elementos suficientes al personal de los servicios penitenciarios y a los profesionales que prestan servicios en dichos ámbitos, los que estarán a cargo de especialistas en conflictología y mediación, criminólogos, psicólogos y sociólogos.
Pero está claro que cualquier tentativa de implementar RAC en prisiones debe, en un primer momento, reconocer el conflicto. Esto supone, además, estar atento a las distintas formas en las que el mismo se representa a los prisioneros. Incertidumbres, miedos, furia, deseos de venganza, reacomodamientos internos, alianzas tácticas, desconfianza, etcétera.
La obtención, o mejor dicho la creación de principios empáticos entre funcionarios, internos y profesionales aparece así como un aspecto central a construir. Eso supone, ni más ni menos, que una nueva forma de establecer vínculos en la propia cárcel.
Es natural que el preso perciba a todo aquello que proviene del Estado como algo adverso. Más aún, muchos de los conflictos intramuros son de naturaleza institucional o política, y se inscriben en las dificultades de adecuación e interrelación entre las reglas carcelarias y los sistemas de creencias, las prácticas y las escalas de valores de los presos.
La búsqueda de nuevos consensos, más horizontales, de una suerte de “rapport” de la cotidianeidad que permita resignificar los roles internos, suponen un punto de partida interesante.
El objetivo no es sencillo: hay que construir nuevos liderazgos y descubrir, prescindiendo de concepciones apriorísticas o prejuicios, nuevas formas sintéticas y sincréticas de convivencia.
Debe rediscutirse el sentido de futuro y de la vida misma, en contextos donde estas perspectivas se relativizan, al igual que su valorización.
Este es un requisito esencial para poder devolver esos conflictos a los propios interesados, y dotarlos de los insumos y las capacidades necesarias como para resolverlos, apelando a formas dialógicas, donde la restauración y la reparación sean los paradigmas fundamentales a partir de los cuales los mismos se diriman, superando la dialéctica acción/reacción imperante.
Estos cambios cualitativos suponen una adecuación para nada sencilla, que rompe con rutinas adversariales, donde los conflictos arrojan ganadores y perdedores.
Entre los internos, la propuesta deberá necesariamente hacer hincapié en la idea de concebir al conflicto como una potencialidad, como un patrimonio antes que como un problema. Y al “otro” como alguien que interactúa en una problemática común, y respecto del cual la hostilidad, las reacciones vindicativas y la violencia interior, dificultan sobremanera la resolución del conflicto a través de vías superadoras.
Como ya se ha expresado, el personal penitenciario deberá también reformular las lógicas discursivas, y sus prácticas relacionales, preventivas, disuasivas y conjurativas de solución de problemas.
La base del éxito de estos abordajes radica en la estimulación del diálogo entre las personas y en fortalecerlo de cara a la cotidianeidad.
A los fines de la puesta en práctica de este tipo de Programas, será menester contar con Gabinetes técnico científico multidisciplinarios, que articulen lo atinente a la instrumentación de aquel, conformado por profesionales y técnicos de los servicios penitenciarios.
En cada unidad penitenciaria debería funcionar un gabinete, que tendría a su cargo la evaluación y selección de los internos que actuarán como mediadores.

Los gabinetes deberán igualmente definir el procedimiento de mediación, basado en la comprensión, la tolerancia, la paciencia y la ejercitación permanente de la alteridad;
Esto supone la creación de un manual de funciones, donde queden explicitados claramente el sentido y alcance de la mediación, la participación de los profesionales que integran los gabinetes, la delimitación de los orígenes de los conflictos, los plazos que durará cada abordaje, las técnicas y roles de los mediadores y las formas que asumirán las conclusiones.
En síntesis, un cuerpo que plasme y formalice las nuevas formas de justicia restaurativa.
Los principios en los que se basaría este tipo de abordajes son los siguientes: lógicas no violentas ni punitivas en la resolución de los conflictos que se suscitan intramuros, celeridad, autonomía de la voluntad de las partes, igualdad de las partes, confidencialidad, privacidad, informalidad y flexibilidad del procedimiento, buena fe, solidaridad, mediación, tolerancia y alteridad.
Se entenderá a la mediación como un procedimiento no adversarial de resolución de controversias, donde las partes recuperan la posibilidad de resolución de sus conflictos, asumiendo ellas mismas un protagonismo y participación decisiva en la solución que se alcance en cada caso.
El mediador será siempre un interno elegido por el mutuo consentimiento de las partes, y desempeñará el rol de simple comunicador entre las mismas, situando correctamente la cuestión materia del conflicto; no es un árbitro ni un juez, ya que no es él quien resuelve en definitiva, porque carece de poder de decisión, sino que lo hacen las partes implicadas en las diferencias.
El proceso será informal, flexible y voluntario. Es informal y flexible porque prescinde de ritualismos y no está sometido a las reglas legales rígidas previamente concebidas. Es voluntario porque las personas se prestan a participar del mismo por su propia y libre decisión, la que les posibilita llegar o no a una solución, negociar salidas alternativas al conflicto, o desistir o retirarse de la mediación cuando lo deseen o crean conveniente.
El proceso de RAC será, en principio y salvo un acuerdo en contrario, estrictamente confidencial, pudiendo las partes celebrar un acuerdo en el que se establezcan las reglas del proceso y se garantice que nada de lo que allí se hable va a ser transmitido fuera del ámbito donde se lleva a cabo el procedimiento. Tampoco, en ese caso, el mediador podrá reproducir nada de lo que en este procedimiento se diga. El deber de confidencialidad alcanza también al miembro del gabinete técnico científico, con excepción de los ejercicios de devolución, evaluación e intercambio que el mismo considere oportuno hacer con sus pares respecto del caso al que deba asistir en tal condición.
En el proceso regirá el principio de celeridad, tendiente a que los conflictos se resuelvan en plazos breves, pudiendo pactar las partes un término máximo para arribar a una solución de los mismos.
Los gabinetes técnico científicos deberán ser de carácter multidisciplinario, y estar integrado por personas capacitadas en la temática de Resolución Alternativa de Conflictos.
Los integrantes de los gabinetes podrán establecer estrategias de resolución específicas para cada uno de los conflictos, los que a su vez serán explicados a quienes actúen como mediadores en los casos sometidos a esta modalidad de solución.
Los miembros de los gabinetes deberán estar presentes mientras se sustancian los procesos de mediación, pudiendo sugerir el lugar, el horario y demás circunstancias que hagan a una mejor sustanciación del trámite.
Igualmente, los miembros de los gabinetes podrán sugerir cursos de acción y recordar a las partes y los mediadores los principios en que se basan estas reglas alternativas de resolución de conflicto, a los fines del debido encuadramiento de los respectivos procesos.

El procedimiento de composición se dará por terminado al llegar las partes a un acuerdo y firmarlo; al hacer el mediador, previa consulta con las partes, una declaración por escrito que haga constar que ya no se justifica seguir intentando llegar a un acuerdo, en la fecha de tal declaración; al hacer las partes al mediador una declaración por escrito de que dan por terminado el procedimiento de mediación, en la fecha de tal declaración; o al hacer una parte a la otra o las otras partes y al mediador, una declaración por escrito en la que da cuenta que desea dar por terminado el procedimiento de mediación.
Si los internos llegaran a una solución, lo deberían comunicar a sus restantes compañeros.
La profundización de estas alternativas seguramente no ha de poner fin a la violencia irracional del encierro. Pero tal vez configure una saludable paradoja en la que los sometidos, los humillados, los encerrados, los destituidos, en suma, las víctimas de esas políticas públicas conservadoras, sean justamente quienes reformulen las prácticas punitivitas, sustituyéndolas por estrategias que demuestren que otra forma de convivencia es posible, mientras vemos qué hacemos con la cárcel.