Por Ignacio Castro Rey. Las tres chicas de Alcàsser, Rocío Wanninkhof, Marta del Castillo, los niños de José Bretón. Ahora, en claroscuro, ese ser que se llamó Asunta, su rastro leve en Santiago y alrededores. Llama la atención, en estos tristes casos criminales de los últimos años, algunos todavía no resueltos, el peso de la ferocidad informativa. Junto con esto, como su otra cara –es preciso decirlo-, una escandalosa inoperancia policial. Torpeza que en el caso de Marta del Castillo llega a niveles de esperpento. No entremos en detalles, pero ¿tal incompetencia profesional se deberá al hecho de que también la Policía y la Guardia Civil se pasan el día entero pegados al delirio informativo, siguiendo la carnaza del escándalo y buscando signos del último rumor? Es de suponer que la norma, en cualquier asunto criminal, es la labor de investigación policial y, detrás, la lógica expectación popular. En nuestra bendita nación terciaria –pero también en el Reino Unido, con el resucitado caso Madeleine- ocurre más bien lo contrario. El negocio informativo va por delante, con muchas horas baratas dedicadas al caso, a veces tan nauseabundas como el mismo crimen, y los cuerpos policiales detrás, haciendo lo que pueden. ¿Lo que pueden? O cualquier otra cosa. En el asunto Wanninkhof –recordemos el linchamiento moral de Dolores Vázquez: ¿en qué barrio de Londres ha de refugiarse ahora?- la Guardia Civil se limitó durante días y días a seguir las olas de una embriagadora indignación popular. Una democrática “alarma social” de la que hoy en día difícilmente se libran los jueces. ¿Se imaginan la estampa de unos bobbies ingleses que se limitasen a acompañar los sentimientos angelicales de sus hooligans? En esas estamos, según parece. ¿Malas prácticas periodísticas? No, gracias. Hace mucho tiempo que el periodismo es exactamente eso. Sabemos lo que, aquí y en todas partes, es la información: cabeza buscadora de nuestra ofensiva militar contra la vida, elemental y secreta. Vanguardia crucial en la caza del hombre, ¿qué sería de la información, en España, Inglaterra o Francia, sin humanos a los que decapitar impunemente? Nada, absolutamente nada. No cumpliría, en una sociedad encharcada en el malestar, su labor de drenaje anímico, de blanqueo espiritual. Cada una de nuestras vidas es un poco menos miserable, menos humillada, frustrante y malhumorada, después de comprobar lo mal que le va al otro. Por lo tanto, es necesaria nuestra diaria ración de horror, con su cortejo de víctimas y verdugos.
El entretenimiento está servido. Como si no fueran por un momento de este planeta tierra, échenle un ojo a cualquier telediario. Ya solamente la expresión triunfal del locutor al narrar –con la sonrisa apenas disimulada de esa vocalización darwinista- los detalles de la última desgracia, es indicativa de que el espanto de los otros es crucial para que la humillación cotidiana que llamamos economía sea soportable. Lo dijo hace años Emil Cioran: atrapada en las coacciones del mundo moderno, la gente se volvería loca sin ese exorcismo obsceno de las pantallas.



Que la información sea otra cosa, algo distinto a una sangrienta cinegética es, poco más o menos, lo que antes se llamaba un milagro. Que esta labor de blanqueo anímico sea en España particularmente activa y cruel sólo recuerda que vivimos en el país de la tauromaquia, en una cultura que necesita una bestia indefensa a la que martirizar para que se cumpla la deseable cohesión social. ¿La ausencia de rivales externos temibles –esas escasas iniciativas internacionales- fuerza la necesidad de enemigos internos? ¿A qué se debe si no el fervor masivo que sigue día tras día el “sota-caballo-rey” del caso Bárcenas o de los Ere andaluces? Desgranados además en mil detalles minuciosos que parecen buscar, ante todo, prolongar el filón de la alarma social.



Si de los periodistas dependiera, y de su instinto profesional para estirar el espectáculo, jamás saldríamos de la llamada crisis. El negocio del índice de audiencia, con el tam-tam de una información barata. Y el negocio también del sectarismo partidista, con el arma arrojadiza de la corrupción. ¿El alto nivel de paro refuerza además la necesidad de noticias-basura para matar el tiempo, a cualquier precio?



Nunca se insistirá lo bastante en el papel de la prensa y la televisión en la corrupción de la vida pública española, una corrupción que tiene su eje en algo prácticamente inimputable como es la pereza mental y la inercia endogámica de los gremios. En los cinco casos criminales que antes mencionábamos se da además el añadido de que el morbo temático sirve al cuerpo social en conjunto, no sólo al latifundio partidista. Todo el mundo toma partido entonces, buscando su parte en la fiesta. Se dijo hace años: mientras los canallas globales bombardean naciones exangües, los canallas locales tienen que conformarse con masacrar al vecino que ha caído del lado del Mal.



Frivolizando al máximo con la tragedia –informar es básicamente divertir, entretener- una mujer llega a decir: “Hasta yo mataría mejor”. ¿Es cierto o no que en el colegio de Asunta, mientras su pupitre permaneció vacío durante días y la dirección se ocupaba de actos escénicos de cara a la galería, apenas hubo una palabra pública de los adultos ante los niños, la autoridad moral de un discurso que se elevase por encima de la bazofia mediática? De ser así, y la noticia es creíble, estaríamos ante otra constante de la comunicación, la redundancia: “Piensa globalmente, actúa globalmente”. O peor aún: “Piensa localmente, actúa globalmente”. Mientras tanto, la presencia real queda a merced de los nuevos seres primarios y sus formas de violencia. Prácticamente indetectables, pues todo el mundo atiende a las pantallas y nadie actúa in situ, presente con sus cinco sentidos.



Incluso en octubre, la información hace su agosto magnetizando a un público cautivo. Culpables o inocentes, ¿dónde levantarán cabeza las víctimas de esta masiva ferocidad privada del público democrático, histerizado por una libertad de expresión que es la cara externa de la atrofia en la acción? Incluso, ¿en qué cárcel podrán cumplir su condena los culpables sin el riesgo de ser linchados?



Porque además, en esta España laica que –sin solución de continuidad- ha relevado a la nación religiosa de ayer, se da otro fenómeno espectacular. Si antaño la norma era el secreto y el rumor, ahora el micrófono y la cámara permanecen pegados a la primera línea de la "investigación" policial y judicial. De manera que –de paso que jueces y policías se convierten en estrellas- el público ávido de noticias sigue en directo los pormenores lascivos de turno: ¿son o no restos de semen las manchas biológicas encontradas en el vestidito de la niña muerta? ¿Semen del padre adoptivo, quizás?



Pobres asesinos, no sabían en qué avispero se metían. En cuanto a los inocentes triturados por la batidora informativa, sólo tendrán que encontrar la medicación adecuada. Y un país lejano en el que refugiarse.



*La base de este texto se publicó el sábado 12 de octubre en fronterad. La actual versión se encuentra en la sección de novedades de www.ignaciocastrorey.com