Por Eduardo Luis Aguirre

 Hace algunos años (muchos en realidad) escribía acerca de lo que por entonces era una mera intuición sin base de verificación empírica alguna. Sostenía en aquel entonces que la “modernidad tardía”, la del incipiente tercer milenio, aceleraba la sensación de que los paradigmas que durante siglos habían disciplinado al conjunto de las sociedades de occidente habían ingresado en una crisis quizás irreversible de legitimidad.

 

Había algo del orden de lo histórico en esa caracterización, que me permitía conjeturar cómo se descascaran los antiguos aparatos ideológicos y represivos de los estados. Desde las jerarquías eclesiásticas hasta las militares, desde las instituciones políticas hasta los grandes medios de comunicación no habían soportado un arduo tránsito de alrededor de tres décadas que los había sometido a un escrutinio cotidiano e incesante en la disputa por la cooptación de los consensos, que además eran cada vez más efímeros. Ninguna de esas organizaciones e instituciones fue capaz de mantener el favor de los súbditos durante el siglo XXI. Ni las corporaciones judiciales, ni las formaciones políticas tradicionales lograron tampoco sustraerse a ese proceso inexorable de debilitamiento continuo. La consolidación neoliberal expresada en un fabuloso dispositivo circular  (que no solamente regula mediante la violencia la más injusta organización social conocida sino que es capaz de cohesionar y colonizar las subjetividades) nos coloca frente a varias incertidumbres. Una de esas estupefacciones radica, justamente en “qué hacer” en estos momentos de asimetría extrema. El antiguo dilema leninista perfora con su actualidad las tribulaciones de los pueblos. Y si bien es cierto que la mayoría de aquellos paradigmas intentaron reinventarse o se subordinaron al corrimiento al que lo compelía la aparición de otras formas de dominación y control tales como los medios digitales, los servicios de inteligencia o las fakenews, lo cierto es que el peso y la influencia de la gran prensa siguió siendo materia de debate al punto de obligar a los gobiernos populares a proponer reformas legislativas que permitieran que las operaciones políticas y las operaciones descaradas de prensa encontraran un límite en su posible influencia. La lucha por una ley de medios en la Argentina nos permite memorar esa disputa todavía no saldada. Pero, como si el espiral de la memoria y la conciencia de los pueblos se hubiera percatado y hubiera procesado rápidamente  esta degradación de los "media" mundiales, la gran prensa ha dado muestras, en Estados Unidos, en Europa, en América Latina y en nuestro pago chico, que su capacidad para influir en la opinión y las elecciones de sus cada vez más escasos lectores se ha opacado categóricamente. Las grandes marcas registradas de los medios más grandes de cada lugar, de cada país, de cada ciudad y de cada comunidad insumen a la mayoría de los lectores brevísimos minutos de lectura sobre aspectos laterales a las editoriales, casi todas ellas  implicadas como partes de operaciones políticas de todo color y tamaño. La consecuencia de ese retroceso, y esto también es una afirmación meramente indiciaria, es que la falta de memoria ética de los "media" ha habilitado un campo gigantesco de lectura, reflexión e identificación a los medios comunitarios en todo el mundo. Quizás sea uno de los pocos espacios donde lo colectivo vence a la técnica y el capital sucumbe frente a lo comunitario. No es una arena menor para dirimir los grandes antagonismos que surcan el abstruso panorama de una globalidad, tal vez, menos vigente de lo que imaginamos.