El pasado viernes, un interesante número de agrupaciones sociales pidoeron por la adhesión a la Ley N° 26.061 de Protección Integral de los Derechos de la Niñas , Niños y Adolescentes y también por la derogación de la Ley 1270, que adscribe al paradigma tutelar y no se adecua mínimamente a los estándares internacionales, la C.N y la jurisprudencia de la CSJN vigentes en la materia, y su sustitución por una legislación compatible con la Doctrina de la Protección Integral. También peticionaron la derogación de la Ley Orgánica Policial (en rigor, una norma jurídica de facto), sancionada durante la dictadura militar, que exhibe una ideología antidemocrática y violatoria de derechos y expresas garantías constitucionales. Desde la Defensa Públicay el FOEP estuvimos presentes y participamos del encuentro.


El texto del comunicado que produjeron de manera conjunta estas agrupaciones es el siguiente:

ADHESIÓN A LA LEY 26.061 DE
PROTECCION INTEGRAL DE LOS DERECHOS DE LAS
NIÑAS, NIÑOS Y ADOLESCENTES

Las organizaciones y personas abajo consignadas peticionamos en forma conjunta y unánime a los Poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial de La Pampa la total adhesión a la Ley N ª26.061 de Protección Integral de los Derechos de la Niñas , Niños y Adolescentes.

Al mismo tiempo, solicitamos la derogación de la Ley 1270, porque adscribe al paradigma tutelar y no se adecua mínimamente a los estándares internacionales, la C.N y la jurisprudencia de la CSJN vigentes en la materia, y su sustitución por una legislación compatible con la Doctrina de la Protección Integral. También peticionamos la derogación de la Ley Orgánica Policial (en rigor, una norma jurídica de facto), sancionada durante la dictadura militar, que exhibe una ideología antidemocrática y violatoria de derechos y expresas garantías constitucionales. Estas normas son, en su conjunto, inapropiadas para velar por los derechos de las niñas, niños y adolescentes de La Pampa , que ven vulnerados sus derechos no solamente frente al poder punitivo estatal, sino también como consecuencia de situaciones de abandono, sometimiento, abuso, adicciones, falta de acceso a la salud y a la educación, por mencionar alguno de los aspectos más sobresalientes que no son actualmente contemplados, y para propender a una convivencia más justa y armónica en nuestra Provincia.

Ante la mezquina mirada de quienes se limitan a hablar de la edad de imputabilidad de los menores pensando que van a obtener algún rédito electoral al expresarse en consonancia con los sectores más retardatarios de la sociedad, exhortamos a la ciudadanía a sensibilizarse frente a la problemática de quienes sufren las peores consecuencias de una sociedad que continúa produciendo “ excluídos” a los que luego pretende criminalizar, involucrándose en acciones de protección , solidarias, inclusivas que promuevan la igualdad de oportunidades.

En tal sentido resolvimos:
1.) solicitar audiencias con los máximos responsables de los tres poderes para solicitarles se arbitren las medidas correspondientes
2.) organizar acciones que promuevan la sensibilización y toma de conciencia de la comunidad pampeana en su conjunto
3.) convocar ampliamente a las organizaciones sociales , gremiales, barriales y partidarias entre otras, a participar en la próxima reunión a realizarse el viernes 17 de junio a las 19 hs. en el SIPREN ,Yrigoyen 469 , de la ciudad de Santa Rosa.

Firman:
Movimiento Popular Pampeano por los Derechos Humanos, Mujeres por la Solidaridad , APDN, General Pico, APDN Santa Rosa, INADI, UTELPA, CTERA, SADOP ,Comisión Vecinal Barrio Butaló II; III , Vial y Jardín, Desayunador Villa Parque; Diputado del partido Socialista Adrian Peppino; Diputada del FREGEN, Claudia Giorgis, Eduardo Aguirre -Alejandro Osio FOEP Defensa Pública, Iñaqui Esponda de La Comunidad , Noemi Tejeda de EDE, Artistas Independientes Santa Risa, Mujeres K La Pampa , Agrupación Estudiantil Surcos, CEFCHU, Daniel Perez Funes ,Partido Socialista Auténtico,Asociación Adoptar , La Pampa , entre otrasEsto saldra en la pagina al pulsar leer mas


Por Matías Bailone [1]


Ningún encanto hay allí donde los dioses no mueren bajo nuestros ojos” Cioran.



1. Introito: el ocaso del pensamiento.

“Todos los pensamientos se asemejan a los gemidos de una lombriz pisada por los ángeles” había dicho Cioran. Todo pensamiento debería estar inscripto en aquella racionalidad, debería estar imbuido de esa coloratura, y no estar impregnado de la autosuficiencia que profesan las teorizaciones que se rinden ante el poder terrenal como idólatras del imposible.
[1] Secretario Letrado CSJN, Instituto de Investigaciones de la Corte Suprema de Justicia de la Nación. El presente artículo fue escrito en el año 2003, siendo el autor aún estudiante de derecho.

El saber sobre la cuestión criminal se articuló desde sus inicios como un conocimiento científico causal de los comportamientos delictivos, el enfoque estaba puesto sobre una microcriminología del individuo. El papel de los teóricos de aquella parcela del conocimiento no fue menor en la configuración del poder político, y así se dio este fatal maridaje entre la teoría y la fatal praxis de la cual la historia ha dado tristes ejemplos.

Necesidad de ficción

Se dice que Adán tuvo la prerrogativa de nombrar todo por primera vez, y en ese acto pleno de arbitrariedad como de grandeza, de señalar semánticamente cada elemento sensorial, confrontaba la propia naturaleza de la cosa. Luego, en los años posteriores al pecado original, los hombres hicieron una torre en la que Dios mezcló sus lenguajes y todos terminaron confundidos. La maldición de Babel había roto lo último que los hombres conservaban de aquel paraíso: la lengua adánica. Ahora estábamos solos, sin ningún don divino, abandonados a la misericordia del Señor de los Ejércitos.
Y los hombres, con su petulancia de las dos patas traseras que los mantenían erguidos sobre el resto de la creación, a la deriva de toda divinidad, se crearon su propio Olimpo. Inventar a dios no era tarea fácil, requería el concurso de todas las fuerzas espirituales del hombre, y en ese momento fue cuando se pensó en la épica, en la leyenda, en la fantasía, en la ficción, y nacieron las historias de transmisión oral. Pero no podía concebirse la génesis y la glorificación de una deidad, sin vislumbrarse su caída y ocaso. Como en un frontispicio de helénica quietud se inscribe el pensamiento de E. M. Cioran: “Ningún encanto hay allí donde los dioses no mueren bajo nuestros propios ojos”. Todo dios manufacturado con proverbial exquisitez tiene un Nietzsche que espera tras la vuelta de la esquina para destronarlo e imponer uno nuevo.
Así surgió uno de los primeros indicios de esta divinidad que el ‘abolicionismo’ pretende destronar: el poder punitivo. Una ficción que sirve para cohesionar, que cumple el abyecto papel de Demiurgo. Cioran decía que no hay orgullo más majestuoso que ser el agente de disolución de una filosofía: “matar la verdad... manía que hace vivir al espíritu... socavar la arquitectura de malentendidos sobre la que se apoya el orgullo del pensador...”. Y para destruir los cimientos del demiúrgico poder punitivo se necesita tanto tiempo como el que se precisa para promoverlo y adorarlo, “no basta con aniquilar su símbolo material, lo que es sencillo, sino también sus raíces en el alma”[1].
Nietzsche hablaba del nacimiento de esa ficción en un texto de La Gaya Ciencia: “En algún lugar perdido del universo, cuyo resplandor se extiende a numerosos sistemas solares, hubo una vez un astro en el que unos animales inteligentes inventaron el conocimiento. Fue aquel el instante más mentiroso y arrogante de la historia universal.”[2] Foucault en una conferencia en Rio de Janeiro en 1973 se encarga de abordar este tema, afirmando que el conocimiento no tiene un origen (Ursprung) sino una invención (Erfindung): “Para Nietszche la invención es, por una parte, una ruptura y por otra algo que posee un comienzo pequeño, bajo, mezquino, inconfesable... A la solemnidad de origen es necesario oponer la pequeñez meticulosa e inconfesable de esas fabricaciones e invenciones. El conocimiento fue, por lo tanto, inventado. Decir que fue inventado es decir que no tuvo origen, que el conocimiento no está en absoluto inscrito en la naturaleza humana.”[3]
Por lo tanto el poder punitivo en sus facetas más o menos actuales no nos viene dado por bases ónticas, sino que fue inventado. Y como todo poder inventado tiene un fin. Zaffaroni ha marcado muchas veces que no existe un concepto óntico, sino límites ónticos.
Thomas Mathiesen quiere demostrar la factibilidad del discurso abolicionista contando la historia de la caída de un sistema penal a escala mundial, aparentemente firme, como fue la caza de brujas española. “¿Quién hubiera creído en 1487 que la institución de la caza de brujas desaparecería algún día, como de hecho desaparecería la misma Insquisición[4]?”, decía el profesor noruego. Y si aquel sistema que emulaba la solidez y firmeza de una roca un día comienza a desaparecer de la faz de la tierra, por hechos políticos, ¿cuál será el destino de nuestro actual estado de cosas en materia punitiva?.


2. Abolicionismo penal: ideas generales
El Derecho Penal, en la definición que dió hace 200 años Francisco Mario Pagano, “se dirige principalmente a establecer la tranquilidad pública, que es el principal objeto de la sociedad”[5]. En esa concepción que calificaríamos como el acta de nacimiento del poder punitivo, y que se remonta a varios años antes de la obra paganiana, se produce el fenónemo tantas veces analizado de expropiación del conflicto a la víctima por parte de un Estado que quería construir poder.
Todo análisis que podamos hacer de las nuevas corrientes abolicionistas dentro del saber jurídico penal no puede pretender visos de originalidad, por lo que adbico de esas pretensiones, y sólo buscaré en las páginas que siguen hacer un racconto del estado de la cuestión.
El abolicionismo habitó estas tierras mucho antes que el poder punitivo, aunque ello implicaría retrucar que nunca puede preceder la negación a lo negado. Pero el abolicionismo al que hacemos referencia es más bien un conjunto menos sistemático, pero no por ello irracional, de formas de solución alternativas de aquellos conflictos interpersonales que en la nomenclatura moderna llamamos ‘delitos’. Todos esos conflictos que surgen en una comunidad más o menos organizada, atentan contra lo que los pensadores del Iluminismo (véase ut supra Pagano) colocaban como el centro medular del derecho penal: la obtención de la tranquilidad social. Francesco Carnelutti hablaba de la ‘civilidad’ como el norte del derecho penal, y la definía como ‘la capacidad de los hombres de amarse, y por eso, de vivir en paz’, y llama al delito como ‘el drama de la enemistad y de la discordia.’.
El abolicionismo penal plantea que aquellos conflictos se resuelvan por vías informales, donde predominen soluciones particulares para cada caso, o donde se recurra al derecho privado o administrativo, donde se devuelva a los titulares del conflicto primigenio, en una especie de retrocesión, la potestad de solucionar el caso de la manera más conveniente. Decía Pérez Pinzón que el Abolicionismo no busca “la desaparición del control, que equivale a orden, sino la eliminación de los controles represivos que actúan ideológicamente sobre la psiquis y/o sobre el cuerpo humano... es capital, entonces, distinguir el control cuya génesis se encuentra en la constitución antropológica del hombre, de aquel que es pura coacción y expresión de formas de dominación históricamente variables y por ello, en principio superables.”[6] El abolicionismo también, en un sentido laxo, sería el colofón de toda teoría que deslegitima el poder punitivo, su último escalón.
Este sería el sustrato básico en el que todas las doctrinas abolicionistas coinciden, porque más allá de esto, hay tantas justificaciones y modelos abolicionistas como cultores del abolicionismo hay sobre esta tierra.


3. Lineamientos básicos del Abolicionismo penal

Elena Larrauri[7] sistematiza los planteos de la mayoría de las escuelas abolicionistas en estos tópicos:
· La ley penal no es inherente a las sociedades. Como dijimos ut supra la expropiación del conflicto a la víctima es un fenónemo de la Insquisición medieval.
· El delito no tiene una realidad ontológica, sólo se identifica por una decisión político legislativa.
· La responsabilidad a la que hace mención el sistema penal surge de una segmentada imagen de la realidad. Toma en cuenta el hecho en su microdimensión fáctica y no las circunstancias que lo rodean.
· La persecución penal es selectiva. La teoría del hombre delincuente de Lombroso terminó siendo la más honesta de las pretensiones descriptivas de los sistemas penales, aunque no haya sido concebido de esa forma por el autor.
· La pena no cumple la función que siempre nos han dicho que cumplía. Así sabemos que el derecho penal tiene un fin declarado y un fin latente, un monstruoso Dios Jano que a la hora del desenmascaramiento muestra su rostro oculto y más despiadado.

El problema de fondo de esta cuestión es por donde comienza el abolicionismo a quebrar el status quo imperante: “el delito no existe más allá de la definición legal, esto es, que el delito no tiene existencia ontológica, sino que se trata sólo de un problema de definiciones”[8], enseñaba Alberto Bovino en un célebre trabajo sobre el tema. La relación existente entre las distintas conductas seleccionadas por las partes especiales de los códigos penales modernos es esencialmente política[9]. Más que objeto del sistema penal, los delitos son producto de este. Porque si bien es imprescindible la prohibición jurídico penal de los ataques a la vida y a la dignidad, estos ‘tipos penales’ conviven con prohibiciones que no han sido nunca óbice a la paz social o la convivencia armónica de la sociedad. Bastaría recordar el fenómeno tristemente extendido de la llamada ‘inflación penal’, donde se extienden los efectos criminalizantes del sistema penal a sectores antes invulnerables o en áreas exentas de ese tipo de regulación. Por ejemplo, las frecuentes sanciones penales a incumplimientos administrativos.
Pero cuando decimos que lo que hoy llamamos ‘delito’ sólo está unido por decisiones políticas (entiéndanse por tales la criminalización primaria donde los órganos legislativos seleccionan cuasi arbitrariamente hechos del mundo del ser, y los llevan –neokantianamente hablando- al mundo del deber ser; y la criminalización secundaria, donde las agencias jurídicas basándose en aquel vademécum dantesco seleccionan víctimas del proceso penal a las que quepa el sayo del tipo jurídico penal) estamos haciendo referencia a la supuesta solución que da el sistema penal a todas estas conductas: la pena[10]. Respuesta estereotipada y simplista que en el mejor de los casos deja el conflicto como está, y en el peor termina agravando la situación. Esa ‘amarga necesidad’, como definió a la pena el Proyecto Alternativo Alemán de 1966, cuenta con años de arraigo en la forma de estructurar poder en la mayoría de nuestras sociedades modernas, por eso se acusó reiteradamente al abolicionismo de tener raigambre anarquista, tema sobre el que volveremos.
Los delitos, entonces, tal como nos enseñan en la Facultad de Derecho, son dogmas republicanos en los cuales se asienta la estabilidad institucional de un país. Estaríamos legitimados para ampliar el márgen de ‘lo delictivo’, y poblar el Código Penal de nuevos incisos (tanto, que tenemos artículos que por su extensión tipológica serían merecedores de una codificación autónoma) o leyes especiales que a manera de muñecas rusas elevan a la enésima potencia la criminalidad punible. Pero –en la concepción imperante en nuestras sociedades- no podríamos, so pena de vulnerar gravemente la paz social, reducir la intervención del sistema penal. Porque no pensemos que el abolicionismo pretende sustraer los supuestos ‘delitos’ de la intervención jurídica del Estado, sino llevarlos al derecho privado, o como mínimo no brindar respuestas estereotipadas. Hulsman habla de ‘resolución de conflictos sociales’, Michael Ancram meciona el mayor uso de la ley civil, reemplazando la acción penal por la acción civil.
Entonces, de la parte especial del Código Penal, de todo ese bagaje de conductas prohibidas o mandadas que forman parte de la estructura mental de todo abogado penalista, no podríamos extraer nada anterior a la decisión política de su punición. Según la Ley de Hume, no es posible derivar conclusiones prescriptivas de premisas descriptivas, ni viceversa. Aunque como dice Umberto Eco: “de un sistema de prohibiciones puede deducirse lo que la gente hace normalmente, y puede obtenerse una imagen de la vida cotidiana”[11], lo que nos lleva a pensar en los resultados de los discursos prevencionistas, tanto en su versión especial como general.
Siempre se ha remarcado en la necesidad imperiosa de que en nuestras Casas de Altos Estudios se cuente con una formación más integral, más humanística, con conocimientos integrados de la sociología. Gustav Radbruch decía que “no es verdadero y completo jurista el que, aún conociendo con precisión científica el derecho positivo de un determinado país, no se da cuenta de la abismal distancia entre el Derecho y la vida...”, y llamaba este conocimiento como ‘mala conciencia’[12]. Como en el cuadro de Goya, el sueño de la razón jurídica produce monstruos, y en este caso el sueño no sólo es el aletargamiento en suaves acolchados dogmáticos, sino la alienación política que sufre el teórico. Zaffaroni explica este fenómeno advirtiendo que los doctrinarios y sus sistemas de pensamiento siempre responden a un poder político, están construidos en clave de poder, y muchas veces –algunas inconscientemente- están alienados políticamente. “La relación entre la dogmática jurídico penal y la política está opacada porque es demasiado estrecha, dado que un discurso jurídico penal bien estructurado no es otra cosa que un programa político elaborado con precisión pocas veces vista.”[13] Lo importante es saber que cada intento racionalizador de la dogmática jurídico penal sirvió para legitimar un proyecto político. Lo que no debería suponer que el abolicionismo responde políticamente al anarquismo.
Dijimos también que el sistema penal toma del mundo del ser un fragmento para llevarlo a la ficción o teatralización jurídica conocida como: proceso penal. “En la realidad procesal el comportamiento del individuo se vuelve incomprensible, y el conocimiento de los conflictos, se reduce al conocimiento de su sintomatología. En el proceso penal, por tanto, los conflictos no pueden ser arreglados o resueltos, sino únicamente reprimidos; es decir, en él se reprime su expresión inmediata e individual: la acción delictuosa.”[14] La justicia penal, entonces, es una manera muy particular de reconstrucción de la realidad, “concentra su atención en un incidente, estrechamente definido en el tiempo y en el espacio, congelando la acción allí, y buscando respecto de ese incidente a una persona, un individuo, a quien se le pueda atribuir la culpa o la realización del hecho”[15]. “Cuanto más se ve al acto como un punto en el tiempo, más se lo simplifica y se lo descontextualiza del proceso de interacción que generalmente lo enmarca, concentrando la atención sólo en los aspectos relevantes para la ley penal.”[16]
Hulsman citando a Leslie Wilkins afirma que la tarea primaria de la justicia penal, es una tarea de asignación de culpa, se sigue simplificando el problema del delito como el problema del delincuente. “La asignación de culpa no provee información útil para controlar o remediar este tipo de eventos. Cuando uno mira situaciones problemáticas que pueden ser criminalizadas, es necesario, no sólo tomar una mirada micro, como se hace actualmente en el proceso de asignación de culpa, sino también una mirada más amplia, macro, del hecho en cuestión”[17].
Para Raúl Zaffaroni el abolicionismo genéricamente resurge en momentos de debilitamiento discursivo de la legitimación del derecho de punir. En estos tiempos es innegable esa situación. El holandés Louk Hulsman piensa que el poder punitivo es un problema en sí mismo, y “ante su creciente dañosidad y paralela inutilidad para sus fines manifiestos, concluye en la conveniencia de abolirlo en su totalidad como sistema represivo”. Las situaciones que hoy llamamos delito serían redefinidas “en forma de situaciones problemáticas [que] puede permitir soluciones efectivas en un cara a cara entre las partes involucradas, conforme a modelos diferentes del punitivo”[18].

4. Las críticas al abolicionismo

Uno de los ataques más comunes a las doctrinas abolicionistas, es su supuesto origen anarquista, su propedeútica al caos, a la desestabilización del mundo normativo. Es la única rama científica en la que el objeto de estudio es la destrucción de si mismo, si consideramos que estudia el sistema penal como lo tenemos configurado en nuestras sociedades. Pero la mayoría de las doctrinas abolicionistas van más allá de la negativa, y plantean las soluciones alternativas a esos conflictos que hoy llamamos delitos penales. Zaffaroni explica el porqué no podemos asociar sin más al abolicionismo con el anarquismo, “pues la identificación del poder punitivo con la totalidad de la coacción jurídica, no es más que la expresión de una confusión conceptual...”[19].
Es el Maestro Eugenio Raúl Zaffaroni quien se ha encargado de divulgar en el mundo hispano la figura del periodista francés Èmile de Girardin[20] (1806 – 1881). Fundador de la prensa moderna, a través de su diario ‘La Presse’, Girardin fue diputado y hombre público de la Francia de su época. Girardin es autor de un libro abolicionista, titulado ‘Du droit de punir’, editado en París en 1871, del que no hay ninguna edición castellana, ni ninguna reedición francesa . “Su libro abolicionista de 1871 –dice Zaffaroni- es citado muy pocas veces. Matteotti lo recuerda como uno de los pocos que no sólo deslegitimó la agravación por reincidencia, sino que se animó a negar directamente el derecho de punir. Creemos que es conveniente quitarle el polvo a este viejo libro, porque destacando la posición abolicionista de alguien que no tiene vínculos con el pensamiento anárquico y utópico se desarma el mito de que la deslegitimación del poder punitivo es sólo una cuestión de autores de esas tendencias...”. Sus afirmaciones, “no son más que las de un liberal asombrado frente al devastador panorama que presentan las características estructurales del ejercicio de la represión penal”, y su carácter deslegitimatorio del ius puniendi estatal llega a poner en el frontispicio de la obra una cruz, simbolizando el Sacrificio Redentor de Jesucristo como la mayor injusticia del sistema penal de todos los tiempos. Girardin rechaza el contrato social, la tesis de la defensa social, y todo intento justificatorio de la maquinaria punitiva, y niega sistemáticamente la utilidad de las penas, salvo la de la pena de muerte. En este punto dice que es Beccaria (el crítico de la pena de muerte) quien se equivoca y Joseph de Maistre (el apologista del verdugo) a quien asiste la razón. Este periodista liberal (el primer periodista masivo) escribe este libro (sin trascendencia) con mentalidad de político: suprimir la prisión primero, y la pena de muerte en otra etapa posterior, pero lo que olvidó –según estima el Maestro Zaffaroni- es lo que en su tiempo señaló Foucault: “la conservación del sistema penal no interesa porque prevenga nada, sino por la forma de poder que ejerce y que se traduce en vigilancia de toda la población”. Eugenio Raúl Zaffaroni me decía recientemente, que resucitó este libro olvidado de Girardin, “para desvirtuar el prejuicio de que todas las posiciones abolicionistas son de izquierda o anarquistas”.
Bustos Ramírez le critica al abolicionismo partir de una errónea concepción del Estado, una concepción reductora que excluye a la sociedad civil. Para el penalista chileno el Estado no sólo son sus aparatos de control, por lo que toda propuesta abolicionista “sólo puede llevar a un cambio de etiquetas, pues también en la sociedad civil se reproducen las formas de poder y violencia”[21].
Otras críticas a las corrientes abolicionistas se centran en el hecho de que la despenalización implicaría la reducción de garantías del ciudadano y la desaparición de los límites de la intervención punitiva del Estado[22]. Ferrajoli también ha puntualizado sus objeciones al abolicionismo, porque nos lleva a una anarquía punitiva, o a la existencia de una sociedad disciplinaria panóptica como la que vaticinaba Foucault[23]. Además se considera que una ausencia de respuesta ‘institucional’ del Estado ante el fenómeno delictual redundaría en un irracional cúmulo de ‘respuestas privadas”, las llamadas ‘venganzas de sangre’. La lucha contra la vengaza privada, o la exacerbación desbordante de la misma, ha sido históricamente la legitimación más frecuente de la intervención del Leviathán estatal. Así siempre que se esboce un planteo abolicionista se recordará a la víctima vengadora, como un estereotipo que sin embargo no tiene base real, ya que “en la mayoría de los casos a la víctima sólo le interesa una reparación del daño, al estilo del derecho privado”[24].
Este problema de que en lugar de lo que conocemos como ‘pena’ surjan ‘violencias arbitrarias’, desconoce el hecho de que “la negativa del abolicionismo a adoptar una lógica punitiva no equivale a ‘no hacer nada’”[25]. Que el abolicionismo busca que “cualquier instancia estatal que intervenga no tenga poder para imponer a las partes una decisión que ponga fin al conflicto, pero sí que pueda evitar que se impongan ciertas soluciones”[26].

5. Los fines de la pena: el fracaso de las doctrinas justificatorias.

Para el Papa Pío XII la pena era –citando a Carnelutti- una forma de ‘redimir al culpable mediante la penitencia’. Las doctrinas retribucionistas encuentran su tierra de promisión en muchos juristas católicos, por el hecho de confundir el problema jurídico penal con la salud del alma, la vieja mixtura entre delito y pecado. “Si la pena debe restaurar un orden divino destrozado por la culpa, ninguna pena es suficiente... sólo un dios puede salvarnos”[27], aventuraba un profesor de filosofía de la Universidad de Turín, en orden a buscar una respuesta a la existencia de las cárceles en el mundo moderno.
Sobre las teorías preventivistas Carnelutti enseñaba: “Dicen, fácilmente, que la pena no sirve solamente para la redención del culpable, sino también para la admonición de los otros, que podrían ser tentados a delinquir y que por eso se los debe asustar... lo que la pena debe ser para ayudar al culpable no es lo que debe ser para ayudar a los otros, y no hay entre estos dos aspectos del instituto, posibilidad de conciliación.”[28]
Excedería la intención y la extensión posible de este trabajo ahondar en cada una de las instancias del desarrollo del pensamiento jurídico penal para descubrir la concepción de la pena que tributaban, en todo caso remitimos al lector a otro trabajo que hemos realizado[29].
La teoría agnóstica o negativa de la pena esbozada por el gran jurista Eugenio Raúl Zaffaroni, parte de la idea del fracaso de las teorías positivas de la pena, de aquellas que le dan una función manifiesta. Y no pretende decir ontológicamente qué es la pena, sino sólo reconocer que es un hecho de poder.
Como repite el Maestro Raúl Zaffaroni, el Estado de Derecho le delega al Derecho Penal la función de contención del Estado de Policía que siempre pugna por desbordar su ámbito de actuación. Así es que consideramos al Derecho Penal (en su función reductora) como un apéndice del Derecho Constitucional. En esta concepción de la teoría agnóstica de la pena[30], decimos que no podemos legitimar con ninguna construcción teórica racional el poder punitivo, porque es un hecho político, un hecho de poder, como entendió el Prof. Tobías Barreto en Brasil hace 110 años. Si legitimamos el poder punitivo, tendríamos que legitimar las guerras. Legitimemos, sí, la función de contención y dique que debe realizar el saber jurídico penal, allí se encuentra la alta función liberal que nos cabe[31].

6. Corolario
“Ávidos de una nomenclatura para lo irremediable, buscamos un alivio en la invención verbal, en las claridades suspendidas encima de nuestros desastres... Las palabras son caritativas: su frágil realidad nos engaña y nos consuela... ” E. M. Cioran.
E. M. Cioran, el gran cultor del escepticismo, el rumano que escribió en francés y publicó en Gallimard, tiene razón cuando dice que el hombre de hoy sigue necesitando verdades sencillas: “un evangelio, una tumba”, y esa necesidad de ficción nos lleva a pensar en la viabilidad histórica de la desaparición del poder punitivo como realidad tangible. Porque –como recordaba Mathiesen- es posible la desaparición de un gran sistema penal, como fue la Insquisición, así como la caída de un gran Imperio, como fue Roma; pero siempre surgirá en su lugar, llenando su vacío, algo que cumpla su misma misión. De ahí los miedos que evoca en almas enamoradas de la Justicia como Ferrajoli, la caída de un sistema, el pánico de que en las cenizas se geste ese despreciable ser que conocemos como Ave Fénix.
El mundo jurídico es un universo de mitos, cuyo origen “debe buscarse a veces exclusivamente, en la debilidad de la mente, en la ignorancia, en el error, en la incapacidad de entender lo que se quisiera entender, pero que no se entiende, en las ilusiones de una imaginación más o menos poética, pero infundada y desbordante. Otras veces, además de todo esto, el mito surge de necesidades prácticas, de las cuales no siempre se tiene clara conciencia, de intuiciones nebulosas, que, sin embargo, tienen elementos de verdad, de instintos oscuros, pero profundos.”[32]
Para atacar el sistema punitivo es necesario destruir varios mitos bastante arraigados en el pensamiento jurídico dominante, y ello no es tarea fácil, pero como decía Alberto Bovino: está lejos de ser sólo una utopía, o un snobismo, también puede ser un sueño, un proyecto milenario o una apuesta más de trabajo cotidiano.
“Nadie puede corregir la injusticia de Dios y de los hombres: todo acto no es más que un caso especial, aparentemente organizado, del Caos original. Somos arrastrados por un torbellino que se remonta a la aurora de los tiempos; y si ese torbellino ha tomado el aspecto del orden sólo es para arrastrarnos mejor..:” Cioran.
Matías Bailone


[1] Cioran, E. M.: ‘Breviario de podredumbre’, Gallimard, 1949. En castellano: Alianza Editorial, Madrid.
[2] Nietzsche, F. Citado por Foucault, Michel: “La verdad y las formas jurídicas”, primera conferencia, Gedisa, Barcelona, 1996.
[3] Foucault, Michel: “La verdad y las formas jurídicas”, op. cit.
[4] “La Inquisición fue una inmensa red de vigilancia y fuerza policíaca, establecida por primera vez en el 1200 como una fuerza especial para combatir la herejía, organizada en España hacia fines del 1400, con miles de empleados y una amplia red de servicios de inteligencia, fuerzas policiales secretas, autoridades condenatorias y detenciones...” Thomas Mathiesen. Trabajo presentado en la VIII Conferencia Internacional sobre Abolicionismo Penal, Auckland, Nueva Zelanda, 1997.
[5] En este 2003 se cumplen 200 años de la publicación de la obra póstuma del jurista italiano Francisco Mario Pagano, alto exponente de la frustrada Revolución Napolitana, quien con el fracaso de la misma sacrificó su propia vida. Pagano además de redactar el proyecto de Constitución de la República Napolitana (1799), pretendió profundizar el pensamiento penal liberal beccariano pero remarcando no sólo el aspecto teórico sino las concretas posibilidades de realización. “Ninguno ha intentado hacer una ciencia de este importante derecho”, decía Pagano en el prólogo a su ‘Principios del Código Penal”, con cuya edición en español podemos contar gracias a la traducción de Raúl Zaffaroni, editado por Hammurabi, Bs.As., 2002.
[6] Perez Pinzon, Alvaro: “En la perspectiva abolicionista”, Bogotá, Edit. Temis 5. A., 1989, P. 15.
[7] Larrauri, Elena: “Abolicionismo del derecho penal: las propuestas del movimiento abolicionista”, en Poder y Control, 1987, pags. 104 y ss.
[8] Bovino, Alberto: ‘Manual del buen abolicionista’, en Revista de la Asociación Argentina de Ciencias Penales. Buenos Aires, 1997.
[9] La relación existente entre los llamados ‘tipos penales’ de cualquier codigo penal, me hace recordar aquel texto de Jorge L. Borges (‘El idioma analítico de John Wilkins’, Otras Insquisiciones, Emece, Bs. As., 1960) donde habla de cierta enciclopedia china que clasifica a los animales en “a) pertenecientes al emperador, b) embalsamados, c) amaestrados, d) lechones, e) sirenas, f) fabulosos, g) perros sueltos, h) incluidos en esta clasificación, i) que se agitan como locos, j) innumerables, k) dibujados con un pincel finísima de pelo de camello, l) etcétera, m) que acaban de romper el jarrón, n) que de lejos parecen moscas.”
[10] Mezger pretendió llamar ‘Derecho Criminal’ al Derecho Penal, para abarcar a las medidas de seguridad. A tal efecto Cfr. Bailone, Matías: ‘Las medidas de seguridad en nuestra legislación’, en www.cienciaspenales.net
[11] Eco, Umberto: ‘El péndulo de Foucault’, Randon House Mondadori, Barcelona, 1997.
[12] Gustav Radvruch, ‘Filosofia del Derecho’, citado por Alessandro Baratta en ‘La vida y el laboratorio del Derecho: a propósito de la imputación de responsabilidad en el proceso penal’, Doxa. N. 05 (1988).
[13] Zaffaroni, Eugenio Raul: en ‘Crisis y legitimación de la política criminal, del derecho penal y procesal penal’, de Zaffaroni y José Cafferata Nores, Advocatus, Córdoba, 2002.
[14] Baratta, Alessandro: “La vida y el laboratorio del derecho”, op. cit.
[15] Hulsman, Louk: ‘Alternativas a la justicia penal’, edición digital de http://cuestionpenal.blogspot.com
[16] Bovino, Alberto: ‘Manual del buen abolicionista’, op. cit.
[17] Hulsman, Louk: op. cit.
[18] Zaffaroni Eugenio Raúl: Derecho Penal Parte General, 2002, Ediar, p. 364.
[19] Zaffaroni, op. cit.
[20] Zaffaroni, op. cit. . Se recomienda en forma especial el trabajo publicado por Raúl Zaffaroni en ‘Nuevas Formulaciones en las Ciencias Penales’, Libro homenaje a Claus Roxin, Lerner, Cba. 2001. Ver comentario bibliográfico del libro por Matías Bailone en ‘Ciencias Penales Contemporáneas’ Año 2, Nro. 4. , Ediciones Juridicas Cuyo, Mendoza, 2003.
[21] Bustos Ramírez, Juan: ‘Introducción al derecho penal’, Segunda edición, Temis, Bogotá. 1994.
[22] Para una amplia perspectiva del tema ver por todos: Larrauri, Elena ‘Criminología crítica: abolicionismo y garantismo’. Revista de la Asociación de Derecho Penal de Costa Rica, http://www.cienciaspenales.org/REVISTA%2017/larrauri17.htm
[23] Ver de Foucault ‘Vigilar y Castigar’, ‘Las palabras y las cosas’, y ‘La verdad y las formas jurídicas’, publicadas por Siglo XXI, México.
[24] Bovino, Alberto: op. cit.
[25] Larrauri, Elena: op. cit.
[26] Bovino, Alberto: op. cit.
[27] Bailone, Giuseppe: ‘Il Facchiotami’, Ergastolo Si o no?, Editrice C.R.T., 1999, Torino, Italia. p. 86
[28] Carnelutti, Francesco: ‘Miserias del proceso penal’. Temis, Bogotá, 1992.
[29] Bailone, Matías: “El saber jurídico penal”, 1º parte, edición digital en ww.iuspenalismo.com.ar
[30] La pena no sirve para todo lo que nos han dicho que sirve, es un hecho político, que debemos aceptar para poder reducirlo. Ver la brillante conferencia de Raúl Zaffaroni en Brasil en 2001, en www.iuspenalismo.com.ar
[31] Para ahondar en esta temática remitimos al lector a: Zaffaroni, Alagia, Slokar: ‘Derecho Penal Parte General’, Ediar 2002; y Bailone, Matías: ‘El saber jurídico penal’, 1º parte, op. cit.
[32] Romano, Santi: “Fragmentos de un diccionario jurídico”, traducción de Santiago Sentís Melendo, Ediciones Jurídicas Europa-América, Bs. As., 1964. P. 237.


Acaba de aparecer el libro "Estado e Infancia. Más derechos, menor castigo", que contiene aportes de nuestros amigos Claudia Cesaroni, Luis Niño, Gustavo Vitale y Germán Martín, todos ellos docentes de nuestra Maestría o asiduos y entrañables visitantes de la UNLPam, como así también de otros reconocidos intelectuales, militantes y escritores tales como María Laura Böhm, Guillermo Berto, Dardo Bordón Costa y Horacio Cecchi. La obra fue editada por la Universidad Nacional del Comahue y anuncia desde su título una elaboración crítica en favor de los derechos de niñas y niños. Enhorabuena. Un trabajo de esas características nos estaba haciendo falta a todos. Desde este espacio, saludamos esta oportuna iniciativa de compañeros con los cuales compartimos preocupaciones y causas comunes, y transitamos juntos caminos para nada sencillos.


Por Francisco María Bompadre.

Incremento de las Tasas de Encarcelamiento[1]
La población carcelaria mundial no ha dejado de crecer en las últimas décadas en la casi totalidad de países, con algunas excepciones dadas por Finlandia, Austria, Alemania o Canadá[2]. Para el año 2009 la cantidad de presos ascendía a 10.650.000 personas y los países con más cantidad de presos fueron: 1) EE.UU con 2.400.000 (con una Tasa de Encarcelamiento -en adelante TE- cada 100.000 habitantes de 780); 2) China con 1.589.222 (TE de 121); 3) Rusia 877.595 (TE de 618) y 4) Brasil con 469.807 (TE de 243). Como vemos, EE.UU no sólo es el país con más presos en términos absolutos (cuántos presos tiene) sino también ocupa el primer lugar mundial en términos relativos, es decir, considerando la relación entre las cantidades de presos y la de su población total, relación medida por la TE. Los datos de este país son alarmantes: el 11 % de los hombres negros entre 20 y 24 años está en prisión, más de 100.000 niños y adolescentes menores de 18 años presos, 126.249 presos en cárceles privadas y un más alarmante 7,3 millones de personas sujetas al sistema penal (incluye presos, beneficiarios de prisión domiciliaria y en libertad condicional).
[1] Los datos son tomados del texto de MAGGIO, N. (2010). Hacia el gran encierro: un panorama cuantitativo de la población carcelaria en el mundo actual. En GESPyDH. Cuadernos de estudios sobre sistema penal y derechos humanos, Buenos Aires, año 1, pp. 83-97.
[2] A veces la disminución es sólo temporal y por alguna coyuntura determinada como los casos de Bolivia, Argentina (aplicación del fallo Verbitsky en la provincia de Buenos Aires), Rusia (cambio del código penal y reducción generalizada de penas) o Venezuela.

En Europa la situación también es preocupante, sobre todo en el extensivo uso de la prisión a colectivos de extranjeros o a minorías étnicas. La cantidad de presos en Inglaterra pasó de 44.719 (en el año 1992) a 84.966 a principios de 2010, lo que implica una TE de 154. En España se pasó de 35.246 (1992) a 76.926 a principios de 2010, con una TE de 167. Por su parte Italia ascendió de 46.152 (1992) a 67.444 presos a principios de 2010, con una TE de 111. También América Latina sufrió el influjo mundial de la utilización de la pena de prisión como herramienta principal de gestión de la pobreza en el neoliberalismo, sistema en el cual las políticas penales reemplazan a las sociales. Los dos países latinoamericanos con más presos en términos absolutos son Brasil y México, pero sin olvidar que casi todos los países latinoamericanos vieron aumentada la población carcelaria de sus respectivos países. Así las cosas, Brasil pasó de 114.377 presos en al año 1992 a 469.807 a mediados de 2009 (TE de 243), cuadruplicando la población encarcelada en sólo 17 años, con superpoblación en cárceles de hombres de un 55 % y de mujeres en un 74 %, y con un alarmante porcentaje de presos entre los 18 y los 24 años: 50,8 %, lo que traduce una fuerte política represiva hacia la juventud pobre favelizada (en Argentina este sector representa un 26 % de la población carcelaria). México pasó de 93.574 presos en 1994 a 224.749 a fines de 2009 (TE de 204). Colombia tenía 33.491 presos en el año 1992 y 79.730 en el 2010 (TE de 174). Perú pasó de 15.718 (1992) a 44.608 en 2010 (TE de 151). Venezuela tenía en el año 1993 unos 23.000 presos y en 2009 llegó a 32.624 (TE de 114). Pero la TE más alta de la región la tiene Chile con 309 presos cada 100.000 habitantes, superando a Brasil y a México: el país trasandino pasó de 20.989 presos en 1992 a 53.210 en 2010. Finalmente, la Argentina presenta una TE de alrededor a los 152,5 pasando de los 21.016 presos en el año 1992 a 60.611 en el 2008 (incluye presos en comisarías y dependencias de Prefectura y Gendarmería)[1] [2]. Si desagregamos la población carcelaria de nuestro país encontramos que la mayor cantidad de personas presas se encuentra en el Sistema Penitenciario bonaerense con unos 24.139 presos en el año 2008 (TE alrededor de 166)[3], luego le sigue el Servicio Penitenciario Federal con unos 9149 prisionizados y continúa el Servicio Penitenciario cordobés con 5128 personas detenidas (TE de alrededor de 173). Sin embargo la TE más alta la presenta la provincia de Neuquén con alrededor de 200 cada 100 mil habitantes. Otro de los datos preocupantes lo representa el notoriamente elevado porcentaje de procesados que se encuentran detenidos en cárceles y comisarías, lo que puede interpretarse como un signo más de las políticas punitivas de las últimas décadas. En este sentido la provincia de Buenos Aires superó el 80 % de los detenidos en prisión en carácter de procesados, lo que la ubica en el nivel más alto de América Latina.
En nuestro país la cuestión de la seguridad/inseguridad se instala en la agenda política, mediática, social y académico-científica en la década de los 90, bajo precisos recortes como modalidad de abordaje del problema: invisibilizar determinadas víctimas y resaltar otras, destacar ciertos delitos e ignorar otros, y por sobre todo reducir el problema de la seguridad a la criminalidad, asociando de manera “natural” delincuencia con varones jóvenes pobres y urbanos. Este proceso se dio en el marco de la consolidación del neoliberalismo, lo que implicó profundizar las violencias estructurales inherentes al capitalismo, reconfigurar sustantivamente las relaciones estado-sociedad en privilegio del mercado como regulador excluyente de las relaciones sociales y producir grandes sectores de la población excluidos de los ámbitos laborales, educativos, políticos y asistenciales que los contengan; sectores que entonces van a estar destinados a poblar cárceles y comisarías como “clientes” vitalicios de las agencias de un sistema penal selectivo, arbitrario, discrecional, estigmatizante y violento. En este sentido Del Olmo expresa que interesa “utilizar la cárcel como depósito para excluir e incapacitar poblaciones consideradas ´peligrosas´, ´de riesgo´, pero sobre todo ´desechables´”. Este grupo excedentario se transforma en una amenaza de los ciudadanos consumidores (los “buenos vecinos”, “la gente”), quienes promueven y militan por la prohibición de que circulen por sus territorios sociales, lo que lleva a una “obsesión securitaria” que desembocan en demandas político-sociales incapacitadoras, neutralizadoras y eliminatorias de esos “otros” amenazantes. Esta situación explica en parte la insistencia de los gobiernos por recurrir a la pena de prisión como solución mágica a problemas sociales mayores, de los cuales el delito y la llamada “inseguridad” es tan sólo una parte.

Procesos de criminalización[4]

La criminalización es el resultado del accionar de las distintas agencias del sistema penal: políticas, judiciales, policiales[5], penitenciarias, de comunicación social, de reproducción ideológica, internacionales y trasnacionales. Este proceso de criminalización es de carácter selectivo y comprende dos etapas: la criminalización primaria y la secundaria. La primera es la sanción de una ley penal que habilita la punición; se trata de un acto formal programático (hacer leyes que establecen un programa a cumplir) y es ejercido por las agencias políticas: parlamentos, legislaturas, ejecutivos. La segunda, es la realización del programa que llevan a cabo las agencias de criminalización secundaria: policías, jueces, agentes penitenciarios. De esta manera, la criminalización primaria se refiere en general a conductas o actos, mientras que la secundaria es el accionar (punitivo) sobre personas concretas. La criminalización primaria no puede llevarse a cabo en ningún lugar debido a las dimensiones exorbitantes que implica someter a una sociedad a una punitividad de esas magnitudes, lo que se traduce entonces en una gran distancia entre los conflictos que se suceden en una sociedad y los que llegan a conocimiento de las agencias secundarias. Aceptando que los recursos limitados de las agencias secundarias no pueden abarcar el desmesurado programa punitivo de la criminalización primaria, se llega a la situación de ocuparse de una parte minoritaria del programa ideal, lo que se traduce en un accionar selectivo (contrario a la igualdad antes la ley) que consolida la impunidad como regla y la criminalización secundaria como excepción. En la criminalización secundaria se seleccionan generalmente hechos burdos o groseros (son los más fáciles de detectar y probar) y los que llevan a cabo personas con menos capacidad de generar problemas a las agencias (con escaso poder político o económico, nula capacidad de acceso a los medios de comunicación). De esta manera se publicitan estos delitos y sus autores como los “únicos” delincuentes y delitos que existen: el estereotipo termina siendo el criterio de selección más notorio de la criminalización secundaria, lo que explica las regularidades observables en las poblaciones carcelarias. La selectividad estructural que encontramos en la criminalización secundaria presenta a las agencias policiales en un lugar preponderante (tensionada con las políticas, las de comunicación y las académicas), y las agencias judiciales sólo se limitan a decidir sobre los pocos casos seleccionados previamente por las agencias policiales, y finalmente la agencia penitenciaria prisioniza a algunas de los seleccionados por las dos agencias anteriores.

[1] En nuestro país la información sobre las estadísticas penitenciarias es suministrada por El Sistema Nacional de Estadísticas sobre Ejecución de la Pena (SNEEP), que tiene como destinatario a todas las unidades de detención penal del país, tanto del sistema federal como de los sistemas provinciales. La información estadística es realizada por la Dirección Nacional de Política Criminal y puede consultarse en la página web del Ministerio de Justicia, Seguridad y Derechos Humanos de la Nación. Los últimos datos oficiales disponibles son del año 2008, y presenta algunas omisiones importantes.
[2] En Argentina el incremento de la TE no fue en paralelo a los vaivenes de los niveles del delito, puesto que cuando el índice del delito aumentaba también lo hacía la TE, pero incluso cuando el delito comenzó a bajar en muchas jurisdicciones luego del 2002, la TE siguió en aumento, lo que demuestra una vez más que la TE no se relaciona directamente con el nivel de delitos cometidos.
[3] Estas son las últimas cifras oficiales que dieron a conocer desde el SNEEP, en el año 2008. Sin embargo en el Informe 2010 del CELS se sostiene que en noviembre de 2009 la población carcelaria bonaerense había ascendido a 29.457 reclusos, con una TE de 194 presos cada 100 mil habitantes.
[4] En base al texto de ZAFFARONI, E. R., ALAGIA, A. y SLOKAR, A. (2000). Manual de derecho penal. Parte general. Buenos Aires: Ediar.
[5] Entendidas en sentido amplio (funcionarios del poder ejecutivo en función policial): policía de seguridad, de investigación o judicial, aduanera, fiscal, de investigación privada, de informes privados, de inteligencia de estado y toda agencia pública o privada que cumpla funciones de vigilancia.


Nuestro amigo Máximo Sozzo nos ha autorizado a publicar este estupendo artículo de su autoría, a partir del cual, buceando en su genealogía, podemos repensar las lógicas y racionalidades de la agencia policial.


“La racionalidad de lo abominable es un dato de la historia contemporánea”
Michel Foucault (1981c, 236)

“La cuestión consiste en conocer como está racionalizadas las relaciones de poder. Plantearse esta cuestión es la única forma de evitar que otras instituciones, con los mismos objetivos y los mismos efectos, ocupen su lugar”.
Michel Foucault (1993a, 305)

I. Policía y Gobierno

Este texto pretende abordar la problematización vagamente demarcada por la intersección de las tres palabras que configuran su titulo a través de unas notas “genealógicas”. La genealogía tal como ha sido presentada y ejercitada por Michel Foucault –cuyos trabajos constituyen el punto de partida de las presentes “incursiones”-, en tanto “historia del presente” (Foucault, 1989, 37), se configura como un análisis que parte de la identificación de una problemátización[1] en la actualidad y a partir de allí explora su procedencia y emergencia (Foucault, 1992a). Como señala Robert Castel, se parte de la convicción de que el presente refleja una combinación de elementos heredados del pasado y de innovaciones actuales, de allí que: “Analizar una práctica contemporánea significa observarla desde el punto de vista de la base histórica de la cual emerge; significa enraizar nuestra comprensión de su estructura actual en la serie de sus transformaciones previas. El pasado no se repite a sí mismo en el presente, pero el presente juega e innova utilizando el legado del pasado”(Castel, 1994, 238). De esta manera es posible cuestionar y reformular presuntas continuidades y discontinuidades, de forma tal de generar una “diagnosis” sobre los limites y las posibilidades de la actualidad (Dean, 1999, 46; Rose, 1999, 55-60 ). Se pretenden presentar algunas indagaciones del pasado, provisorias e inacabadas, que esperamos puedan brindar herramientas para pensar críticamente el presente. [2]

En este texto trataremos la actividad policial como una práctica gubernamental. Empleamos aquí la idea de “gobierno” tal como fue incipientemente desarrollada por Michel Foucault a fines de la década de 1970 como una forma de renovar sus reflexiones precedentes en torno al “poder” (Garland, 1997, 175; De Marinis, 1999, 75). En un sentido lato, por “gobierno” comprendemos “las técnicas y procedimientos destinados a dirigir la conducta de los hombres” (Foucault, 1980, p.125). En un texto publicado originalmente en inglés en 1982, Foucault se refería al carácter equívoco del término “conduct” que quiere decir, al mismo tiempo, conducir a otros y comportarse dentro de un campo de posibilidades más o menos amplio. Gobernar es “the conduct of conduct”. “El ejercicio del poder consiste en guiar la posibilidad de la conducta, ordenando sus posibles resultados. Básicamente el poder es...una cuestión de gobierno...modos de acción, más o menos pensados y calculados, que están destinados a actuar sobre las posibilidades de acción de otras personas. Gobernar, en este sentido, es estructurar el campo de acciones posibles de los otros” (Foucault, 1982, 221; 1998b, 284; cfr. Rose-Miller, 1992, 175; Dean, 1999, 10-11). En esta clave el gobierno sólo se ejerce sobre sujetos “libres” y sólo en la medida en que son “libres” –al menos en un sentido rudimentario y primario de ser seres vivientes y pensantes que poseen una capacidad física y mental (Dean, 1999, 13). Libertad y gobierno dejan de aparecer de esta manera como mutuamen te excluyentes; la libertad es la precondición y el soporte permanente del ejercicio del gobierno (Foucault, 1982, 221; 1998b, 284-5; Rose-Miller, 1992, 174; Barry-Osborne-Rose, 1996, 8; Rose, 1999, 69-97). [3] Pero también la libertad es la posibilidad de reversión estratégica de las relaciones de gobierno a través de la resistencia, de las “contra-conductas” (Gordon, 1991, 5). Dice Foucault en una de sus lecciones en el College de France en 1979: “El rasgo distintivo del poder consiste en que determinados hombres pueden decidir mas o menos totalmente sobre la conducta de otros hombres, pero nunca de manera exhaustiva o coercitiva. Un hombre encadenado y apaleado esta sometido a la fuerza que se ejerce sobre él pero no al poder. Pero si se le puede hacer hablar, cuando su ultimo recurso habría podido ser callarse prefiriendo su muerte, es porque se le ha obligado a comportarse de una manera determinada. Su libertad ha sido sometida al poder y él ha sido sometido al gobierno. Si un individuo puede permanecer libre, aunque su libertad se vea muy limitada, el poder puede someterlo al gobierno. No existe poder sin resistencia o rebelión en potencia” (Foucault, 1993a, 304; 1998b, 284)[4]

Creemos que en estas reflexiones de Foucault se encuentra uno de los puntos de partida[5] para un estilo de pensamiento que supera el anclaje obsoleto del análisis del poder político en torno a la idea de “estado” como “macroanthropos” propia de la filosofía y el derecho político del siglo XIX (Rose, 1999, 1). Gobernar aparece aquí como “una dimensión heterogénea de pensamiento y acción” que no se encuentra circunscripta a un dominio específico definido a través de la palabra “estado”. Esto no quiere decir que no se reconozca en lo que comúnmente se denomina el “estado” un elemento importante “históricamente específico y contextualmente variable” de las relaciones de gobierno (Rose-Miller, 1990, 3; Gordon, 1991, 3; Rose, 1999, 4-5, 17-18). Señala Foucault: “Las formas y las situaciones de gobierno de unos hombres por otros en una sociedad dada son múltiples; se superponen, se entrecruzan, se limitan y a veces se anulan, otras se refuerzan. Es un hecho indudable que el Estado en las sociedades contemporáneas no es sólo una de las formas o uno de los lugares de ejercicio del poder, sino que de cierta manera todas las otras formas de relación de poder se refieren a él. Pero no es porque cada una se derive de él. Es mas bien porque se ha producido una estatización continua de las relaciones de poder” (Foucault, 1982, 224)
Para Foucault no es necesario, por ende, partir de una definición acerca de la naturaleza y las funciones del Estado –una “teoría del estado” en el sentido tradicional de esta expresión- para analizar las relaciones de gobierno. [6]De acuerdo al autor francés: “El estado no tiene esencia. El Estado no es un universal, el Estado no es en sí mismo una fuente autónoma de poder; el Estado no es otra cosa que los hechos; el perfil, el desglosamiento móvil de una perpetua estatalización” (1993a, 309). Se trata, en definitiva, de una “realidad compuesta y una abstracción mitificada” (Foucault, 1991a, 25; cfr. Rose-Miller, 1992, 176-178). [7]

La imagen, de raíz weberiana y familiar para nuestra actualidad, de la institución policial como el “aparato del estado” que detenta -junto con la administración de justicia- el “monopolio de la coacción física legitima” con respecto a los “asuntos internos” –por oposición a la institución militar y los “asuntos externos”- y cuya misión se declina generalmente como la “prevención, detección e investigación de los delitos” y el “mantenimiento del orden público” se funda en una invención política históricamente reciente, un proceso que es posible ubicar entre los siglos XVIII y XIX en Europa Occidental. Esta imagen familiar pone en el centro de la definición de lo que la policía es la posibilidad del uso de la violencia. Frente a ella se abre un inquietud: ¿cómo se pueden pensar las prácticas de la institución policial como actividad de gobierno frente a esta centralidad de la violencia?, ¿es el uso de la violencia una forma de actuar que estructura el campo de las acciones posibles de los otros, los sujetos que son su objeto? ¿no es mas bien una forma de actuar que anula la capacidad de acción de los sujetos que son su objeto –y en el límite, puede anular su misma existencia? Foucault explícitamente rompe con cualquier sinonimia entre gobierno y violencia –como veíamos sugerido mas arriba-: “Una relación de violencia actúa sobre un cuerpo o sobre cosas...Su polo opuesto sólo puede ser la pasividad” (Foucault, 1982, 220; 1993a, 304). El gobierno, en tanto conducción de la conducta, por lo tanto, no tiene como su principio o su naturaleza a la violencia –lo mismo podría decirse, según el autor francés, del “consentimiento”. Sin embargo, esto no implica que en la puesta en juego de una relación de gobierno se excluya el uso de la violencia –ni, por otro lado, la obtención del consentimiento. Por el contrario, “nunca puede darse sin el uno o la otra y a menudo sin ambos a la vez”, en tanto “instrumentos y resultados” (Foucault, 1982, 220-1). De esta forma es posible inscribir la potencialidad y la efectividad del uso de la violencia en una práctica gubernamental -como la actividad policial- que la incluye como instrumento/resultado y, al mismo tiempo, la excede (Rose, 1999, 10; 24). [8]

En este artículo se trata de analizar la institución policial desde el punto de vista de las relaciones de gobierno. Los dispositivos institucionales –o inclusive, como en este caso, “estatales”- constituyen espacios en los que es posible observar en forma clara y definida el funcionamiento de los mecanismos de gobierno, pero los mismos tienen puntos de anclaje siempre mas allá de sus confines. (Foucault, 1982, 222).
La actividad de gobernar es una actividad “reflexiva” en la que esta involucrado el pensamiento, el saber. La actividad de gobierno implica una cierta forma de ejercicio de la razón (Rose, 1999, 7; Rose-Miller, 1992, 175). Michel Foucault introdujo en sus conferencias del año 1978 en el Collège de France para hacer referencia a esta implicación la expresión “gouvernementalité” que, mas allá de las múltiples discusiones a la que la misma ha dado lugar, creemos útil traducir genéricamente como “mentalidad de gobierno” o “racionalidad gubernamental” (Foucault, 1991a)[9]. Por “mentalidad” o “racionalidad gubernamental” entendemos, siguiendo a Colin Gordon “una forma o sistema de pensamiento acerca de la naturaleza de la práctica de gobierno (quien puede gobernar, que es gobernar, que o quien es gobernado), capaz de hacer de alguna forma esta actividad pensable y practicable, tanto por sus operadores como por aquellos sobre los que es practicada” (Gordon, 1991, 3; cfr. Rose-Miller, 1990, 6; Rose-Miller, 1992, 175).[10]
Estas racionalidades gubernamentales, de acuerdo a Rose y Miller poseen una “forma moral” –ya que involucran concepciones acerca de la naturaleza y alcance de la autoridad, la distribución de las autoridades a través de diferentes zonas o esferas y los ideales y principios que deben guiar el ejercicio de autoridad-, un “carácter epistemológico” –ya que están articuladas en relación a una cierta forma de comprender los espacios, las personas, los problemas y los objetos a ser gobernados- y un “idioma o lenguaje distintivo” –una maquinaria intelectual que hace a la realidad pensable-, es decir, “son moralmente coloridas, están basadas en el saber y se hacen pensables a través del lenguaje” (Rose-Miller, 1992, 178-179; Rose, 1999, 26-7).
Las racionalidades gubernamentales son el producto de una miríada de múltiples, mudables, locales y contingentes procesos de pensamiento y acción en torno a problemas de gobierno. En este sentido, las racionalidades gubernamentales no son doctrinas filosóficas y políticas. Poseen una clara impronta “práctica” (Foucault, 1981b, 40; Dean, 1999, 18). La actividad de los intelectuales es sólo una pequeña parte de todo el complejo trabajo de su construcción, en el que están involucrados diversos tipos de autoridades en distintos planos (De Marinis, 1999, 87). Como bien señala Nikolas Rose, las racionalidades gubernamentales son reconstrucciones a posteriori producidas en el dominio del pensamiento, un ensamble de una multiplicidad de intentos de racionalizar la naturaleza, los medios, los fines y los limites del ejercicio del gobierno (Rose, 1999, 27; Garland, 1997, 184).[11]
Las “racionalidades gubernamentales” son intrínsecamente interdependientes con las “tecnologías gubernamentales” (De Marinis, 1999, 91)[12]. Las “tecnologías gubernamentales” -o “tecnologías de intervención” en el lenguaje de Robert Castel (1980, 16)- son formas heterogéneas de actuar dirigidas a la manipulación del mundo físico o social de acuerdo a rutinas determinadas (O´Malley, 1996, 205; cfr. para un análisis detallado de las implicancias de este concepto, Dean, 1996). Como bien señalan Rose y Miller: “Si las racionalidades políticas hacen ingresar a la realidad en el dominio del pensamiento, estas tecnologías de gobierno intentan traducir el pensamiento en el dominio de la realidad y de establecer “en el mundo de las personas y las cosas” espacios e instrumentos para actuar sobre esas entidades sobre la que sueñan y especulan” (Rose-Miller, 1990, 8; cfr. Rose-Miller, 1992, 183-4). No hay una simple relación descendente entre racionalidades y tecnologías gubernamentales, sino que entre ambos planos existen procesos de retroalimentación que a su vez se encuentra abiertos a distintos tipos de articulación (Rose-Miller, 1990, 11; Rose-Miller, 1992, 183; Barry-Osborne-Rose, 1996, 15; De Marinis, 1999, 89-90).[13]

En este texto pretendemos ilustrar en forma tentativa y preliminar ciertos vínculos que es posible postular en diferentes momentos y lugares entre el nacimiento de la policía “moderna” y sus subsiguientes metamorfosis y la construcción de ciertas racionalidades gubernamentales. En el marco de esas ilustraciones deseamos a su vez inscribir el rol de la violencia en la actividad policial en tanto práctica gubernamental. Finalmente, intentaremos a partir de estas incursiones genealógicas discutir los significados de la “democracia” con respecto a la policía en nuestro presente.

[1] Por “problematización” entedemos aquí, siguiendo a Michel Foucault, “...no la representación de un objeto preexistente o la creación a través del discurso de un objeto que no existe. Es el ensamble de prácticas discursivas y no discursivas que hacen ingresar algo en el juego de la verdad y la falsedad y lo colocan como un objeto para la mente” (Foucault, 1984, 670; ver también Foucault, 1981a, 26-8).
[2] Sobre la “genealogía” como “crítica”, ver Burchell, 1996, 30-34; Shearing-O`Malley-Weir, 1997, 505-508; Dean, 1999, 40-48; Foucault, 1992a, 1996a, 1996b.
[3] En clave de Foucault esta noción de gobierno no se aplica exclusivamente a las acciones dirigidas a gestar las acciones de los otros sino también a aquellas destinadas a gobernarse a sí mismo. (ver Foucault, 1984; 1996; 1998; Rose, 1999, 43-45; Dean, 1999, 12).
[4] En algunos textos del último Foucault, aparece sugerida una cierta diferenciación entre poder/gobierno y dominación, especialmente en una entrevista realizada en 1984 titulada “La ética del cuidado de sí como práctica de la libertad”. En este texto Foucault se refiere a los “estados de dominación” como un tipo de relación de poder “inmóvil y fija” que impide “toda reversibilidad del movimiento” y en la que “las prácticas de libertad no existen, existen sólo unilateralmente o están muy circunscriptas o limitadas” (Foucault, 1998b, 275, 285, 292; ver De Marinis, 1999, 83-4; Rose, 1999, 4).
[5] Aun cuando no es el único a lo largo de la historia de la teoría social y política de los siglos XIX y XX, ver al respecto Melossi (1992, 2003)
[6] Foucault señalaba en este sentido: “hago, quiero y debo hacer la economía de una teoría del estado del mismo modo que se puede y se debe hacer la economía de una comida indigesta” (1993a, 308).
[7] Para Foucault no hay ningún tipo de discontinuidad material o metodológica entre los análisis en un nivel micro y en un nivel macro o molar de las relaciones de gobierno, por lo que ambos no deberían oponerse (Gordon, 1991, 4; Rose, 1999, 5-6), aun cuando reconoce en diversos casos la necesidad de que el análisis tenga siempre un sentido ascendente (por ejemplo, Foucault, 2001, 39)
[8] En este sentido, resulta interesante el ejemplo planteado por Mitchell Dean con respecto a la pena de muerte. Seguramente, la ejecución de este castigo legal implica una forma de ejercicio de la violencia extrema y brutal. Sin embargo, también implica antes de la muerte del condenado actuar sobre su capacidad de acción–en algunas jurisdicciones, actualmente, el mismo condenado tiene la capacidad de elegir la forma de su ejecución. Y luego de su muerte, las autoridades intentan gobernar a otros -su familia y amigos, los grupos de activistas contra la pena de muerte, el publico en general: “La pena capital implica una simple violencia brutal (un ser humano que está siendo asesinado) y formas rudimentarias de dominación física (cadenas, grilletes, etc) pero en la medida en que requiere el desarrollo de formas de conocimiento y “expertise” y la acción y coordinación calculada de la conducta de actores que son libres en el sentido de que podrían actuar de otra manera, es una forma de gobierno” (Dean, 1999, 14).
[9] En esta lección Foucault parece identificar al “gobierno” con una cierta forma de ejercicio del “gobierno” –en el sentido amplio en que lo hemos definido anteriormente usando otros de sus textos- que tiene como blanco a la población, cuyos mecanismos esenciales son los dispositivos de seguridad y cuyo saber es la economía política (Foucault, 1991a, 24-25). Esta forma particular parecería acercarse a la noción de “biopoder” que el mismo Foucault desarrolló precedentemente (Foucault, 1995, 161-194; 2001, 217-237). Ver para una clara diferenciación entre estos dos sentidos de “gubernamentalidad”, uno “amplio” y el otro “restringido”, el aporte de Mitchell Dean (1999, 16-20).
[10] Como bien señala Pablo de Marinis la idea de racionalidad en Foucault no se refiere a una constante antropológica ni a un proceso de despliegue uniforme, asociado a una “Razón” con mayúscula y en singular (De Marinis, 1999, 88) Señala Foucault: “Quizás sea prudente no tomar como un todo la racionalización de la sociedad o de la cultura, sino analizar dicho proceso en diversos campos....Me parece que la palabra “racionalización” es peligrosa. Mas que invocar siempre el progreso de la racionalización en general, lo que debemos hacer es analizar las racionalidades específicas” (Foucault, 1982, 210; Foucault, 1993a, 267, 288). Y separándose mas explícitamente aún del legado de Max Weber, afirmaba en una mesa redonda: “...no creo ser weberiano porque mi problema no es aquél de la racionalidad como invariante antropológica. No creo que se pueda hablar de “racionalización” en sí, sin presuponer, por un lado, un valor-razón absoluto y sin exponerse, por el otro, al riesgo de insertar todo bajo la rúbrica de las racionalizaciones. Pienso que se debe limitar este término a un sentido instrumental y relativo” (Foucault, 1981b, 39)
[11] Algunos autores, a partir del legado de Foucault han trazado una diferenciación entre “racionalidades” y “programas” gubernamentales. Esta distinción tiene su anclaje en ciertos textos del mismo Foucault. Por ejemplo, en una ocasión Foucault planteaba la necesidad de distinguir, para analizar “regímenes de racionalidad”, entre dos ejes: “la codificación o prescripción”, por una parte y una serie de formulaciones o discursos verdaderos que le sirven de justificación o fundamento. En este texto suele asociar el primer eje a la idea de “programa” (Foucault, 1981b, 40-41). Por “programas gubernamentales”, se comprende el conjunto de diseños que buscan configurar determinados espacios y relaciones en formas que son consideradas deseables por diversas autoridades, ejercicio del calculo de las fuerzas políticas a través del cual se establece una mutualidad entre lo que es deseable y lo que es posible (Rose-Miller, 1990, 12; Rose-Miller, 1992, 181-182; O¨Malley, 1996, 192-193). Estos “programas gubernamentales” no estan “escritos por una sola mano” sino que son construidos por diversos actores, multívocamente y, por ende, siempre se registran potenciales conflictos y contradicciones en su interior, en la medida en que también son dinámicos y como tales están sujetos a transformaciones (Shearing-O´Malley-Weir, 1997, 513).
[12] “El gobierno, por supuesto, no es solo una cuestión de representación sino también de intervención” (Rose-Miller, 1990, 7).
[13] Es preciso evitar que el análisis de las relaciones de gobierno termine por caer en esquematismos y abstracciones, “tipos ideales” que en definitiva son poco mas que la sistematización de las autorepresentaciones del gobierno, riesgo en el que parcialmente ha caído la literatura que ha explorado este filón del aporte de Foucault en el mundo de habla inglesa (Shearing,O´Malley, Weir, 1997, 504; Garland, 1997, 199). Resulta indispensable analizar “lo que realmente sucedió”, introduciendo también la dimensión de la “lucha” y la “contestación” y de los “efectos” -queridos y no queridos- de las racionalidades, programas y tecnologías gubernamentales (Shearing, O`Malley, Weir, 1997, 509; Garland, 1997, 201-202) y para ello hace falta un encuentro con ciertas formas de la tradición sociológica (Garland, 1997, 204-205; De Marinis, 1999; 99-100). II. Policía y “Ciencia de la Policía”.


Nuestro punto de partida en estas incursiones genealógicas es el surgimiento de unas “doctrinas” que son presentadas por Michel Foucault como elementos constitutivos de una racionalidad gubernamental que acompaña la construcción del “Estado”, en el sentido moderno del término, en Europa en torno a los siglos XVI y XVII: la “razón de estado” y la “ciencia de la policía”.
La “doctrina” de la “razón de estado” liberó a la imaginación de la actividad gubernamental de la subordinación a las leyes y preceptos divinos, reconociendo al “estado” como un ente material con su propia “naturaleza”, un tanto misteriosa, que es preciso conocer racionalmente a través de un cierto tipo de saber específico –la “estadística”, la “aritmética política”- y sobre el cual es preciso intervenir “prudentemente”, a los fines no de fortalecer maquiavélicamente el poder del “principe”, sino –justamente en las antípodas- la “fuerza del estado”, frente a otros estados potencialmente adversarios –de allí la importancia de las “técnicas político-diplomáticas” (Foucault, 1993a, 289-293; Gordon, 1991, 8-9; Garland, 1997, 176; Dean, 1999, 84-89).
Esta doctrina de la “razón de estado” se articuló complejamente con una serie de discursos que comienzan a circular en el siglo XVII, fundamentalmente en los contextos alemán y francés, en torno a la idea de “ciencia de la policía”[1]. Según Colin Gordon estos discursos de “policía” vinieron a intentar superar los limites de la doctrina de la “razón de estado” frente al problema de calcular acciones detalladas apropiadas para una infinidad de circunstancias contingentes e imprevisibles en el “interior” del Estado, mediante la producción de conocimiento detallado y exhaustivo de esa “realidad” a gobernar que era el “estado” mismo (Gordon, 1991, 10).
Por “policía”, estos discursos, “no entienden una institución o mecanismo que funciona al interior del Estado, sino una técnica de gobierno propia del Estado” (Foucault, 1993a, 294). La “policía” se sueña como una administración del Estado, junto a la justicia, el ejercito y la hacienda pero que al mismo tiempo los abarca. La policía lo “engloba todo”, “lo vigila aparentemente todo” (Foucault, 1993a, 296, 298). El texto sobre la policía mas influyente en Francia durante la época clásica, el “Traite de Police” de Delamare (publicado entre 1705 y 1736), compendiaba todas las “regulaciones policiales” del reino, que abarcaban doce cosas: la religión, la moralidad, la salud, los abastos, las carreteras, caminos y puertos y los edificios públicos, la seguridad pública, las artes liberales (en términos generales, las artes y las ciencias), el comercio, las fábricas, los criados y braceros, los pobres (Foucault, 1993a, 298). Esta expansión casi sin fronteras de la “policía” imaginada en estos textos del siglo XVII y XVIII, “totalitaria” (Foucault, 1993a, 296, Neocleous, 2000, 3), es captada precisamente por Duchesne en otro libro central de esta literatura, el “Code de Police ou Analyse des Règlements de Police” (1757): “...los objetos que abarca (la policía) son en cierta medida indefinidos” (Pasquino, 1991a, 109).
En último término, de acuerdo a Delamare, esta policía “vela por un hombre vivo, activo y productivo”, “vela por todo lo que afecta al bienestar”, “vela por todo lo viviente” (Foucault, 1993a, 296, 299). Von Justi en su “Grundsätze der Policey Wissenschaft” (1756) es quien más claramente presenta la ambivalencia contenida en esta “misión policial”: desarrollar el bienestar de los individuos de manera tal que contribuyan al desarrollo del bienestar del Estado -la búsqueda de un “Estado de Prosperidad” o “Felicidad Pública”. De allí esta peculiaridad de la “policía”, imaginar una serie de mecanismos de saber y gobierno –“census et censura”- que actuarían sobre todos y sobre cada uno -“omnium et singulorum”- (Pasquino, 1991, 113). [2]

Como bien señala Michel Foucault (1993a, 298), “todas estas ideas no nacieron muertas” sino que se difundieron a lo largo de doscientos años traduciéndose en reglamentos y mecanismos tan variadas entre sí como materias a las que estaban dirigidas: desde la regulación del precio de los granos al nacimiento de las “workhouses” y los “hopitaux generaux” (Neocleous, 2000, 15, 18-19). Estos mecanismos y reglamentos diversos no cuajaron ni inmediatamente ni necesariamente en la simple y unitaria forma de una “institución”. El primer “dispositivo” construido explícitamente en torno a la idea de “policía”, fue la “lieutenance de police” de París, creado por edicto real de marzo de 1667, que la definía de la siguiente manera: “La Policía...consiste en asegurar el reposo del público y de los individuos, purgando la Ciudad de todo aquello que pueda causar desórdenes, generando abundancia y haciendo a cada uno vivir de acuerdo a su condición y deberes” (Neocleous, 2000, 122). Dicho dispositivo fue rápidamente imitado en Europa continental: el Zar Pedro de Rusia crea la “politsia” de San Petersburgo en 1718, Federico II de Prusia crea su “director de policía” en 1742 y María Teresa de Austria su “comisionado de policía” en 1751 (Neocleous, 2000, 8)[3]. En el Río de la Plata se podría señalar –con el respectivo desplazamiento temporal-, luego de la Revolución de Mayo, la creación en enero de 1812 del cargo de “Intendente de Policia” en la ciudad de Buenos Aires.(Rodríguez-Zappietro, 1999, 34)[4] Sin embargo, aún luego de la invención de estos dispositivos explícitamente nominados de esta manera, las prácticas de “policía” excedían ampliamente sus confines. El ejemplo mas claro de ello es el funcionamiento de las instituciones del “gran encierro” en los países europeos durante la época clásica (casas de trabajo, casas de pobres, hospitales generales, etc) –y en el Río de la Plata aun durante la primera mitad del siglo XIX (Ingenieros, 1962, 189-204)- que desarrollaban prácticas típicamente “policiales” en el sentido de la “ciencia de la policía” como racionalidad gubernamental (Foucault, 1992b, 75-125; Rusche-Kircheimer, 1984, 38-60)[5].

Es posible postular que en estos textos de la “ciencia de la policía” de los siglos XVII y XVIII, así como también en los mecanismos en los que complejamente se tradujeron, mas allá de la pluralidad de materias a los que explícitamente se referían, existía una cierta centralidad del problema de la relación de los individuos con el “trabajo” que se identificaba, más bien, con las situaciones de inexistencia de dicha vinculación -la “pobreza“, la “mendicidad“, el “vagabundaje“. En el primer texto de Michel Foucault en el que se hace referencia a esta temática, la “Historia de la Locura en la Época Clásica” se lee: “El internamiento, ese hecho masivo cuyos signos se encuentran por toda la Europa del siglo XVII, es cosa de “policía”. De policía en el sentido muy preciso que se le atribuye en la época clásica, es decir, el conjunto de las medidas que hacen el trabajo a la vez posible y necesario para todos aquellos que no podrían vivir sin él; la pregunta que va a formular Voltaire en breve, ya se la habían hecho los contemporáneos de Colbert: “¿Cómo? ¿Desde la época en que os constituisteis, hasta hoy, no habeis podido encontrar el secreto para obligar a todos los ricos a hacer trabajar a todos los pobres? Vosotros, pues, no teneis ni los primeros conocimientos de policía”” (Foucault, 1992b, 101-2, el subrayado es mío). Y acto seguido Foucault cita el edicto real de abril de 1656 que hizo nacer el Hospital General de Paris en donde se planteaba explícitamente que su objetivo era “impedir la mendicidad y la ociosidad, como fuente de todos los vicios” (Foucault, 1992b, 102). Esta idea ha sido retomada recientemente por Mark Neocleous, quien a partir de esta centralidad de la pobreza, de la vagancia, de la mendicidad, encuentra la clave para comprender la verdadera “función” de la “policía” tal como se fue construyendo en los siglos XVII y XVIII -siguiendo en este punto los comentarios de Marx[6]-: “acelerar la acumulación de capital incrementando el grado de explotación del trabajo”, a través de actividades de inmovilización que intentan hacer a los elementos peligrosos inofensivos y a través de actividades de movilización que intentan moldear estos elementos como una activa “fuerza de trabajo“, un “proletariado” (Neocleous, 2000, 17). Puede afirmarse que este fue un efecto muy importante de los discursos y prácticas de “policía” de los siglos XVII y XVIII en los países europeos, pero tal vez no sea prudente reducir a él su “secreto”-y menos aún extenderlo hacia las mutaciones policiales subsiguientes [7]. El mismo Foucault vuelve sobre este asunto muchos años después –en 1976- en un texto en el que discute las políticas de la salud en el siglo XVIII –lo que tal vez no resulte una casualidad- y señala con respecto al “nombre genérico de “policía”: “Globalmente, se puede decir que se trata de la preservación, del mantenimiento y de la conservación de la “fuerza de trabajo”. Pero sin duda el problema es más amplio: concierne muy probablemente a los efectos económico-políticos de la acumulación de hombres” (Foucault, 1991c, 95).[8] Estos discursos y prácticas de “policía” deberían mas bien interpretarse como vehículos plurales a través de los cuales se tramitan una racionalidad y unas tecnologías de gobierno que se refieren a los individuos como parte de poblaciones en tanto conglomerados de “seres vivos”, que no poseen una única dirección monovalente, sino que se estructuran en torno a múltiples superficies del “orden” (Dean, 1999, 90)

La policía del siglo XVIII, como conjunto heterogéneo de dispositivos, viene a incorporarse, como señala Foucault, “al centro de la soberanía política” (1989, 216). La soberanía como tecnología de gobierno desde la Edad Media ha sido concebida y practicada como una “forma trascendente de autoridad ejercida sobre los sujetos dentro de un determinado territorio”, cuyos principales instrumentos son las leyes, los decretos, las regulaciones sostenidas por “sanciones coercitivas”. La soberanía se caracteriza por instalar una “circularidad autoreferencial”, ya que su fin no es otro que perpetuarse a si misma. (Foucault, 1991a, 17). La soberanía es “deductiva” y se funda en una mecánica de la “substracción” frente a los sujetos –sus productos, sus bienes, su sangre. (Foucault, 1995, 164; Dean, 1999; 105). La soberanía se ha destacado por instalar en el fondo de la escena del teatro político el “derecho de vida y de muerte”, la capacidad del soberano de hacer morir y dejar vivir, “simbolizado en la espada”, “derecho de la espada” –es decir, el ejercicio de la violencia aun en su forma mas extrema (Foucault, 1995, 164; Foucault, 2001, 218). Este “derecho de vida y de muerte” el soberano lo ejerce indirectamente sobre sus súbditos cuando expone sus vidas en el marco de la guerra y directamente contra aquél súbdito que se levanta contra él, cometiendo un delito, a través del castigo (Foucault, 1995, 163) Sin embargo, a través de la policía, también comienzan a desarrollarse en el siglo XVIII otras formas de ejercicio del gobierno.
Esta policía en tanto conjunto de discursos y prácticas que se imaginan coextensivos al cuerpo social, que se refieren a “las minucias de la vida social” y vienen a encarnar “lo infinitamente pequeño del poder político” (Foucault, 1989, 217), se presenta no sólo como un ensamble de técnicas soberanas, sino que viene a constituirse como punta de lanza de lo que Foucault llama la “nacionalización de los mecanismos de disciplina”, al pretender instalar entre las diferentes instituciones disciplinarias que se comienzan a formar en el siglo XVIII europeo (hospitales, asilos, prisiones, etc) “...una red intermedia que actúa donde aquellas no pueden intervenir, disciplinando los espacios no disciplinarios, pero que cubre, une entre ellos, garantiza con su fuerza armada: disciplina intersticial y metadisciplina” (Foucault, 1989, 218). Se trata de un conjunto de técnicas de gobierno que se centran en el cuerpo de los individuos, la “distribución espacial de los cuerpos individuales (su separación, su alineamiento, su puesta en serie y bajo vigilancia) y la organización, a su alrededor, de todo un campo de visibilidad”, intentando “incrementar su fuerza útil”, con el menor costo posible económico y político (Foucault; 2001, 219; por supuesto para una descripción mas detallada de la disciplina como tecnología de gobierno, ver, Foucault, 1989, pp. 137-230)
Pero al mismo tiempo, la “policía” del siglo XVIII contribuye también a la configuración de otro conjunto de técnicas de gobierno, diferente a la disciplina (Foucault, 2001, 226). Esta otra tecnología de gobierno se ha ido implantando de la mano de la disciplina –modificándola en parte y, al mismo tiempo, englobándola- ubicándose en otro nivel u otra escala. Esta forma de ejercicio del gobierno no se refiere al “hombre-cuerpo” sino al hombre en tanto ser viviente, al “hombre-especie” (Foucault, 2001, 219-220). Se trata de abordar la multiplicidad de los individuos en la medida en que forman una “masa global” afectada por procesos de conjunto (el nacimiento, la muerte, la producción, la enfermedad). Si la disciplina tiene como principio de funcionamiento a la “individualización” y la “localización”, esta nueva forma de gobierno tiene como principio de funcionamiento a la “masificación” y la “centralización”; frente a la disciplina como “anatomopolítica” del cuerpo humano, se trataría de la “regulación” como “biopolítica” de la especie humana (Foucault, 1995, 168; Foucault, 2001, 220, 226). La “regulación” tiene que ver esencialmente con la emergencia de ese “nuevo cuerpo” que es la “población” como objeto de conocimiento y de intervención (Foucault, 2001, 222); surgimiento al que se encuentra estrechamente ligada, como decíamos anteriormente, la “ciencia de la policía” de los siglos XVII y XVIII (Dean, 1999, 107-8) –ver nota 15. “Se trata, sobretodo, de establecer mecanismos reguladores que, en esa población global con su campo aleatorio, puedan fijar un equilibrio, mantener un promedio, establecer una especie de homeostasis, asegurar compensaciones: en síntesis, de instalar mecanismos de seguridad alrededor de ese carácter aleatorio que es inherente a una población de seres vivos; optimiza, si ustedes quieren, un estado de vida” (Foucault, 2001, 223).[9]

Los discursos y prácticas de policía del “ancien regime” constituyen uno de los terrenos privilegiados de la configuración de una combinación de tecnologías de poder que ha continuado desarrollándose en el contexto de la modernidad: soberania-disciplina-regulación (Foucault, 1991a, 24; Foucault, 1995, 180).
Sin embargo, en la forma que adquiere esta articulación, sobretodo en la segunda mitad del siglo XVIII, comienza a tomar fuerza el “proceso de descalificación progresiva de la muerte” (Foucault, 1995, 167; Foucault, 2001, 223), fundamentalmente por este cambio en las tecnologías de poder que viene a colocar junto a las técnicas soberanas a las técnicas disciplinarias y regulatorias que comparten –en diferentes niveles- la vocación por “hacer vivir”[10]. La muerte se transforma progresivamente en algo que es preciso ocultar, “el término, el limite, el extremo del poder” (Foucault, 2001, 224).[11] Esto puede visualizarse muy claramente en la reconstrucción de la teoría clásica de la soberanía en el siglo XVIII a partir de la utilización de la metáfora del contrato social y el lugar progresivamente restringido que tales discursos teóricos le otorgan al “derecho de matar” -al menos ejercido directamente- del soberano (Foucault, 2001, 219)[12]. En esta encrucijada de la combinación de las tecnologías de poder a fines del siglo XVIII se puede inscribir el nacimiento del “liberalismo” como racionalidad política alternativa a la “razon de estado” y la “ciencia de la policia” (Dean, 1999, 101).

El conjunto de discursos y prácticas policiales, pasó a ser en este momento, “la expresión más directa del absolutismo monárquico” (Foucault, 1989, 216) y como tal fue un tema central en el desarrollo de la “critica liberal” del “gobierno excesivo”. Se produjo con respecto a la policía –lo que se observa muy gráficamente con respecto al hospital general o la casa de trabajo- todo un movimiento de crítica que, sin embargo, implicó a través de ciertas operaciones políticas e intelectuales, salvarla, rescatarla, a través de su “metamorfosis,” para la modernidad –en el caso del hospital general o la casa de trabajo bajo las nuevas formas de la prisión y el asilo (sobre este “salvamento de la institución totalitaria”, ver Castel, 1980, pp. 63-106).
[1] “Ciencia” que fue enseñada en diversas universidades de Europa continental –especialmente en Alemania- durante el siglo XVIII (Foucault, 1993a, 300). Por ejemplo, Cesare Beccaria fue nombrado Catedrático de Economía Política y Ciencia de la Policia en la Universidad de Milan por María Teresa de Austria y allí impartió sus lecciones de 1769 luego publicadas como “Elementi di Economía Pubblica” (1804) (Pasquino, 1991, 109) Sobre los vínculos entre “ciencia de la policía”, “cameralismo” y “mercantilismo”, ver Neocleous (2000, 12-18) y Dean (1999, 92-94)-
[2] Estos discursos de “policía” colaboraron activamente –junto con los referidos a la “razón de estado”- en la construcción de la “población” –luego, la “sociedad”- como objeto de pensamiento y de gobierno, como entidad o realidad sui generis definida como un grupo de individuos vivientes, cuyas características son las de todos los individuos de una misma especie que viven juntos en una zona determinada, que posee una dinámica y un desarrollo propios (Foucault, 1991a, 19-23; 1991c, 95; 1993a, 302; Pasquino, 1991, 108, 111; Garland, 1997, 177; para una discusión entre las visiones pre-malthusianas y post-malthusianas de la población, ver Dean, 1999, 94-95).
[3] Aun cuando en Inglaterra el discurso de la “ciencia de la policía” fue, en líneas generales, resistido (Dean, 1999, 89), en diciembre de 1714 la Reina Ana creó los Comisionados de Policía de Escocia, un cuerpo encargado de la administración general del país (Neocleous, 2000, 9-10)
[4] El 22 de diciembre de 1812 se pone en vigencia el Reglamento Provisional de Policía. Dentro de las competencias del Intendente de Policía se señalaban en este texto: impedir el ejercicio ilegal de la medicina, cirugía y farmacia; cuidar de los huérfanos asilados, de su educación y destino; cuidar del aseo y ventilación de los hospitales y del buen trato de los enfermos, como así procurarles ocupación acorde con sus posibilidades físicas; proponer a la brevedad la formación de un establecimiento para la reclusión de los vagos y malentretenidos; vigilar las diversiones públicas; administrar y conservar la vacuna antivariólica; organizar los artesanos en gremios; fomentar la agricultura, etc. (Rodríguez-Zappietro, 1999, 36)
[5] “La casa de confinamiento en la época clásica es el símbolo mas denso de esta “policía”” (Foucault, 1992b, 123).
[6] “...la disciplina sanguinaria que los transforma en asalariados, la turbia intervención del estado que intensifica policíacamente, con el grado de explotación del trabajo, la acumulación del capital....” (Marx, 1975, 929; el subrayado es mío).
[7] “...la administración de la pobreza fue y es el corazón del proyecto policial. En virtud de su preocupación por la producción del bienestar, la policía significaba (y como argumentaré, continua significando) la policía de la clase de la pobreza” (Neocleous, 2000, 16)
[8] Explícitamente, en este texto se presenta a la “policía” como “el conjunto de mecanismos mediante lo cuales el orden se ve asegurado, se canaliza el crecimiento de las riquezas y se mantienen las condiciones de salud en general”; “tres grandes direcciones: reglamentación económica...medidas de orden...reglas generales de higiene” (Foucault, 1991c, 94).
[9] Entre 1975 –año en que se publica “Vigilar y Castigar. Nacimiento de la Prisión”- y 1976 –año en que imparte su curso en el College de France titulado “Defender la Sociedad” y se publica “Historia de la Sexualidad I. La Voluntad de Saber“- es posible observar una cierta ruptura en el análisis de las formas de poder típicas de la modernidad en los textos de Michel Foucault. Mientras en el libro de 1975 se define a la sociedad moderna como una “sociedad disciplinaria” en donde no solo existirían plurales instituciones que pondrían en funcionamiento a la disciplina como “anatomopolítica” del cuerpo individual sino que también se produciría un “enjambrazón” y una “nacionalización” de los mecanismos disciplinarios que colonizarían los espacios sociales no cubiertos por el “archipielago carcelario” (Foucault, 1989), en el curso de 1976 aparece la idea de la sociedad moderna como una “sociedad de normalización”: “la sociedad de normalización no es, entonces, una especie de sociedad disciplinaria generalizada cuyas instituciones disciplinarias se habrían multiplicado como un enjambre para cubrir finalmente, todo el espacio; esta no es mas, creo, que una primera interpretación e insuficiente de la idea de sociedad de normalización. La sociedad de normalización es una sociedad donde se cruzan, según una articulación ortogonal, la norma de la disciplina y la norma de la regulación” (Foucault, 2001, 229, cfr. también Foucault, 1995, 175).
[10] “El cuidado puesto en esquivar la muerte está ligado menos a una nueva angustia que la tornaría insoportable para nuestras sociedades, que al hecho de que los procedimientos de poder no han dejado de apartarse de ella” (Foucault, 1995, 167)
[11] Un observable evidente de ello es la transformación de la pena de muerte en los países de Europa Occidental desde los inicios del siglo XIX en adelante, que junto con la guerra “fue mucho tiempo la otra forma del derecho de la espada” (Foucault, 1995, 166). La pena capital se ponía en práctica cada vez menos desde el siglo XIX en adelante y cuando se lo hacía efectivamente se la pretendía ejecutar a través de una “técnica dulce” -desde la guillotina a las inyecciones letales- que la despojara de su carácter “atroz” y en escenarios a los que el público no tuviera acceso para evitar el “espectáculo punitivo” del suplicio del “antiguo régimen” (Foucault, 1989, 19-23). “¿Cómo puede un poder ejercer en el acto de matar sus más altas prerrogativas si su papel mayor es asegurar, reforzar, sostener, multiplicar la vida y ponerla en orden? Para semejante poder la ejecución capital es a la vez el límite, el escándalo y la contradicción” (Foucault, 1995, 167)
[12] No sólo la “teoría clásica de la soberanía” cambia sino también, en general, la soberanía como tecnología de poder se transforma con el surgimiento de la disciplina y la regulación y las formas de articulación que con ellas se gestan. De hecho la idea de la “soberanía popular” a nivel de la teoría podría comprenderse también como el fruto de esta transformación y no sólo como su condición de posibilidad (Dean, 1999, 108-110).III. Policía y Liberalismo.

El liberalismo como racionalidad política comenzó a construirse en el siglo XVIII frente al estilo de “gobierno excesivo” que caracterizaba a la “razón de estado” y la “ciencia de la policía” (Gordon, 1991,14)[1]. El liberalismo, por oposición, en tanto “principio y método de racionalización del ejercicio del gobierno” se constituyó como un arte del “gobierno frugal” –en las palabras de Benjamín Franklin- que postula que el gobierno no tiene que ser para sí mismo su propio fin. El liberalismo parte de una sospecha constante acerca del riesgo de “gobernar demasiado” y de la búsqueda correlativa por “construir restricciones internas al sistema de gobierno mismo” (Foucault, 1997b, 120, 123; Burchell, 1996, 21; Barry-Osborne-Rose, 1996, 8; Rose, 1996, 39; Hindess, 1996, 67; Dean, 1999, 99).
Esta actitud crítica persistente se funda en la afirmación de la “sociedad civil” como una entidad cuasi-natural –al igual que la “economía”- que posee sus propias “leyes” y que se presenta como condición, objeto y fin último del gobierno (Rose-Miller, 1992, 179; Burchell, 1991, 126; 1996, 22, 25; Rose, 1996, 43; Hindess, 1996, 67).[2] Esta afirmación hace desplazar la cuestión “¿cómo gobernar en la mayor medida posible?” –típica de la “razón de estado” y la “ciencia de la policía”- instalando en su lugar la pregunta inicial “¿porqué hay que gobernar?” (Rose, 1996, 47). La división “Estado/Sociedad Civil” –o “Estado/Mercado” o “Estado/Individuo“- es un producto de esta racionalidad política, mas que un universal histórico y político y se articula sobre la creencia de la capacidad autónoma de esta última para generar su propio orden y prosperidad (Foucault, 1997b, 121; Gordon, 1991, 15, 23; Burchell, 1991, 141). La tarea del gobierno, de acuerdo al liberalismo, es generar lo que Foucault llamaba “mecanismos de seguridad”: asegurar el funcionamiento autónomo y optimizador de la “sociedad civil” –o la “economía” o el “individuo“ (Burchell, 1991, 139; Dean, 1999, 108-9)[3].
Sobretodo a partir de Adam Smith y su “Wealth of Nations” (1776) la idea de un “gobierno limitado” está estrechamente vinculada a la percepción de la sociedad civil, la economía, el individuo como entidades en cierta medida “opacas” que aquel que gobierna no puede conocer detalladamente en su composición y funcionamiento –lo opuesto al sueño de la “transparencia”, propio de la “razón de estado” y la “ciencia de la policía”. La limitación en la capacidad de intervenir es una consecuencia de esta limitación de la capacidad de conocer (Gordon, 1991, 16; Rose-Miller, 1992, 180; Rose, 1996, 44, Dean, 1999, 50; 114-5). Se trata de un “gobierno económico” en un doble sentido: un gobierno informado por -aun cuando no derivado de- los principios de la economía política y un gobierno que economiza sus propios costos –un mayor esfuerzo técnico para lograr más a través de un menor ejercicio de la fuerza y la autoridad. (Gordon, 1991, 24; Barry-Osborne-Rose, 1996, 8; Burchell, 1991, 138 y 140; 1996, 22 y 26; Dean, 1999, 115).
Esta imagen del “gobierno limitado” o “económico”, frente a la “sociedad civil” o la “economía” se plasma bien en la celebrada fórmula del “laissez-faire”, que debe ser comprendida como una forma de actuar tanto como una forma de no actuar, “hacer regulaciones que permitan a la regulación natural operar”, en términos de Foucault –lo que conlleva la dificultosa tarea de diferenciar cuando se debe y cuando no se debe actuar, uno de los enigmas constitutivos del liberalismo (Gordon, 1991, 17-18; Burchell, 1996, 22).
El liberalismo le brindó una centralidad a lo que Rose y Miller llaman el “gobierno a la distancia” -constitucional y espacial- (1990, 10; Rose, 1996, 46): “Las mentalidades liberales de gobierno no conciben la regulación de las conductas como dependiente sólo de las acciones políticas, la imposición del derecho, las actividades de funcionarios estatales o de burocracias controladas estatalmente; vigilancia y disciplina por una omnisciente policía. El gobierno liberal identifica dominios más allá de la “política” e intenta gestionarlos sin destruir su existencia y autonomía” (Rose-Miller, 1992, 180). Se trata de generar una “delicada afiliación de agentes y agencias en una red en funcionamiento”, “alianzas” fundadas en la construcción de los problemas de una manera semejante y en la generación de la idea de un destino común a todos aquellos que participan en las mismas (Rose-Miller, 1990, 10-11). En la gestación de estas alianzas cumplen un rol central ciertos agentes independientes –autoridades “no-políticas” en términos de Rose y Miller (médicos, padres, psicoanalistas, etc)- que vehiculizan las relaciones entre las autoridades “políticas” y los ciudadanos “libres” (1992, 180).[4]
En esta dirección, el liberalismo le otorgo un lugar nodal a la “ley”, que aparece en esta mentalidad política como un mecanismo fundamental: “no tanto por una especie de juridicismo que le sería natural como porque la ley define formas de intervenciones generales que excluyen medidas concretas, individuales, excepcionales y porque la participación de los gobernados en la elaboración de la ley en un sistema parlamentario constituye el sistema mas eficaz de economía gubernamental” (Foucault, 1997b, 123).[5]Como bien señala Colin Gordon la ley es un elemento clave en el liberalismo porque responde a una preocupación por encontrar la forma técnica adecuada para la acción gubernamental, mas que en función de necesidades de legitimación de la soberanía política –y por extensión, de la explotación económica (Gordon, 1991, 19; Burchell, 1996, 26).
El liberalismo construyo una imagen del sujeto a gobernar sobre la base de la idea del individuo de la filosofía empirista británica: el homo economicus como “sujeto de interés”, un sujeto con preferencias y elecciones individuales que son irreductibles e intransferibles Esta imagen en ciertos casos entraba en conflicto con otra idea, igualmente constitutiva del liberalismo, del individuo como “sujeto de derecho”, libre y racional, poseedor de una esfera intangible de derechos, basada en la idea del contrato social. (Gordon, 1991, 21) –lo que Graham Burchell ha diferenciado como la “forma legal” y la “forma económica” de subjetividad impulsada por el liberalismo (1991, 137; ver también Dean, 1999, 124)[6]. Los sujetos tienen preferencias y realizan elecciones que no admiten regulación o control externo excesivo, pues este puede transformarse en obstáculo para las transacciones que generan prosperidad y felicidad. El gobierno promueve la prosperidad y la felicidad pero lo hace indirectamente descansando en los intereses y acciones de los sujetos para realizar sus propios fines. Los sujetos a gobernar del liberalismo tiene un rol activo en su propio gobierno, son imaginados como “socios” voluntarios en esta empresa (Butchell, 1991, 127 y 139; 1996, 23) se “gobiernan a si mismos”, ejerciendo su “libertad” y “autonomía” dentro de un campo de posibilidades demarcadas gubernamentalmente, cumpliendo sus “obligaciones” y “responsabilidades” como “individuos libres”. (Rose, 1996, 45-46; Hindess, 1996, 65, 69; Barry-Osborne-Rose, 1996, 8).[7] El arte del gobierno liberal requiere que los individuos adopten relaciones prácticas particulares consigo mismos en el ejercicio de su libertad en forma adecuada, requiere que adopten “técnicas del sí mismo” (Burchell, 1996, 26). Por ende, las estrategias liberales de gobierno combinan estas apelaciones abstractas al “sujeto del interés” o al “sujeto de derecho” con un conjunto de discursos y prácticas que buscan dar forma y regular dicha individualidad y “prometen crear individuos que no necesitan ser gobernados por otros” (Rose, 1996, 45) -de allí, el peso de los “polos de `poder sobre la vida`”, “aparentemente iliberales”, “las disciplinas del cuerpo y la biopolítica de la población” (Rose, 1996, 43; Dean, 1999, 113)[8]. La idea liberal de una “comunidad de individuos libres y autónomos” posee entonces una “ambigüedad fundamental”, en términos de Barry Hindess, ya que se presenta alternativa y simultáneamente como una “realidad dada y natural” o como “algo a alcanzar, un artefacto” (Hindess, 1996, 1996, 66, 72).

Ahora bien, el liberalismo como racionalidad gubernamental -como decíamos- no produjo una abolición de la idea y la práctica de “policía”. Es posible identificar en su seno algunas críticas a la forma que adquirió durante los siglos XVII y XVIII que se tradujeron en líneas de transformación liberal hacia una “nueva policía” .
Un primera crítica liberal de la “vieja policía” se refería su carácter “totalitario” en el sentido de la extensión de estas intervenciones “policiales” a vastas áreas de la “sociedad” -en especial, con respecto a la “economía” y por ende, al “individuo“ como “sujeto de interés“. Un claro ejemplo de esta actitud crítica se observa en la mutación de la idea de policía en la obra de Adam Smith . En 1762 en sus Lectures on Jurisprudence, Smith planteaba una visión de la “policía” compatible con la “ciencia de la policía” del siglo XVIII, como principal tarea del gobierno, “promoviendo la opulencia del estado”, reforzando inclusive la importancia de sus intervenciones en lo que se refiere a la producción y circulación de bienes. Sin embargo, en su Wealth of Nations de 1776 la “policía”, mencionada sólo en escasas ocasiones, es asociada a formas erróneas de “gobierno excesivo“. La prosperidad y el bienestar social aparecen como el producto del “esfuerzo natural” de cada individuo que se “ha transformado en cierta medida en comerciante”, el resultado del “interés privado” guiado por la “mano invisible” del mercado, reduciéndose las tareas del “estado” a asegurar la seguridad interna y externa y proveer los servicios que ningún individuo está interesado en proporcionar (Neocleous, 2000, 22-29). Estas afirmaciones constitutivas del liberalismo como racionalidad gubernamental implicaban un impulso hacia lo que podríamos llamar la minimización de la policía.
Un segunda crítica liberal de la “vieja policía“, inextricablemente entrelazada con la primera, se refiere a su carácter “totalitario”, ya no en el sentido de la extensión de sus intervenciones mas allá de cualquier límite en lo que se refiere a la “economía“ -y al “individuo” como “sujeto de interés“, sino con respecto al “individuo“ como “sujeto de derecho“. La “ley” como veíamos cumplió muchas veces un rol central en la construcción del liberalismo como racionalidad gubernamental y también lo hizo en la gestación de esta línea de transformación liberal de la “vieja policía”. La oposición entre “estado de policía” y “estado de derecho”, que se plantea en diversos contextos culturales de diferentes manera -desde Kant y Von Humboldt a Madison y Hamilton-, es la que resignifica aquí la materia (Neocleous, 2000, 29-31): los miembros de la sociedad civil, deben vivir como sujetos independientes -en tanto titulares de una serie de derechos individuales-, iguales ante la ley y libres de perseguir su autointerés, de autodesarrollarse, de alcanzar la felicidad. La soberanía debe limitarse a asegurar esta igualdad y esta libertad, esta esfera de derechos fundamentales. El límite de la soberanía -más aún, de la “soberanía popular”- está dado pues por la ley, el derecho -”un gobierno de leyes, no de hombres“-, que viene a ser el lente con el cual se pretende leer el orden social y por ende, la policía. Encontramos aquí entonces una tendencia del liberalismo a someter las intervenciones policiales a la ley, al derecho: lo que podríamos llamar una legalización de la policía.
Ahora bien, esta legalización de la policía no ha sido sólo un rasgo negativo. La ley, el derecho no sólo se ha presentado como límite o restricción de la actividad policial, sino también como su contenido. La misión de la “nueva policía” se ha recortado -y aquí también se observa el vinculo con la minimización de la policía-, frente al universo indefinido del pasado, en torno a la ley, al derecho. Esto se encuentra claramente evidenciado en la expresión inglesa “law enforcement”. Asegurar el cumplimiento o la aplicación de la ley apareció entonces como la tarea medular de la policía, pero el derecho no se evocaba en su generalidad -peligrosa semejanza con la “vieja policía” para la mentalidad liberal- sino que se restringía a uno de sus ámbitos específicos: la ley de los delitos y las penas. Y en el contexto de habla inglesa la tarea de “hacer cumplir la ley penal”, inicialmente[9], era traducida en términos “preventivos” exclusivamente: evitar que la conducta que la ley penal define como delito suceda, actuando antes de que ocurra o cuando está ocurriendo para impedir que se complete con éxito.[10] Patrick Colquhoun considerado uno de los precursores de la “nueva policía” en el contexto de habla inglesa, señalaba en su A Treatise on the Police of the Metropolis de 1796: “La policía en este país debe considerarse una nueva ciencia; cuyas propiedades consisten no en poderes judiciales que llevan al castigo y que pertenecen solamente a los magistrados, sino en la prevención y detección de los delitos...la prevención de los delitos y las faltas es la verdadera esencia de la policía” (op. cit. Neocleous, 2000, 49-50; McMullan, 1998a, 108) -en la misma dirección “preventiva“ se orientaban las ideas de John Fileding, otro de los precursores de la “nueva policía“ (McMullan, 1998a, 101-106). Esta idea se ve reflejada, en el mismo contexto cultural, en la fundación misma de la London Metropolitan Police en 1829, como una institución estatal compuesta de funcionarios públicos, uniformados, con casco y armados sólo con un bastón, cuya principal tarea era la presencia y vigilancia en el espacio de la ciudad -“caminar con un propósito” en palabras de su fundador, Sir Robert Peel- para activar la “función de espantapájaros”: incidir en el “calculo de los placeres y los dolores“, en tanto consecuencias probables de la acción contraria a la ley penal por parte del potencial ofensor, un sujeto presentado, como el “homo economicus”, como libre y racional (Reiner, 1992, 70; Crawford, 1998, 30). Así la instrucciones dadas a dichos funcionarios policiales en el mismo año de su nacimiento señalaban: “Debe comprenderse, desde el inicio, que el principal objetivo a alcanzar es la Prevención del Delito. Hacia esta importante meta, todos los esfuerzos deben ser dirigidos. La ausencia de delitos será considerada la mejor prueba de la eficiencia de la Policía” (Hughes, 1998, 33) . En este sentido, se visualiza una cierta tendencia hacia lo que podríamos llamar una criminalización de la policía.

El liberalismo como racionalidad política intentó construir una “economía restringida” del ejercicio de la “violencia soberana” , por oposición a la “economía del exceso” típica del “antiguo régimen“, para usar la oposición originalmente planteada -con otros fines- por Bataille (con respecto al castigo, ver Foucault, 1989, 77-106; Hallsworth, 2000, 151-152). Y también lo intentó en el marco de su remodelación de la idea y la práctica de la policía. Esta transformación -como decíamos más arriba- se inscribía claramente en la articulación de la soberanía con la disciplina y la regulación como tecnologías del poder típicas de la modernidad. En la “nueva policía” entonces la “violencia”, el “derecho de la espada”, el “poder de matar”, es rescatada/o pero al mismo tiempo limitada/o, por el desenvolvimiento de esas otras formas de poder que “descalifican la muerte“ y buscan “administrar la vida”. Así, uno de los precursores de la “nueva policía” en el contexto británico, Saunders Welch señalaba en sus Observations on the Office of Constables de 1754: “Recomiendo no golpear nunca, excepto cuando sea absolutamente en vuestra propia defensa; pero golpear, en general, debe evitarse porque la espada de la justicia y no el arma de los policías, está dirigida a castigar” (op. cit., McMullan, 1998a, 104). Esta recomendación general pretendió ser traducida en el plano instrumental, en el peculiar contexto inglés, en evitar la utilización de armas letales por parte de los funcionarios policiales, salvo en casos “excepcionales“, en los que las mismas estaban a cargo de funcionarios policiales “especializados” que deberían estar sometidos a un intenso monitoreo para comprobar si se esgrimían o utilizaban justificadamente sobre la base de la autodefensa (Reiner, 1992, 65)[11]. Pero la vía de limitación fundamental soñada por el liberalismo con respecto a la violencia policial fue el “peso de la ley”[12]. Los funcionarios policiales debían “hacer cumplir la ley -de los delitos y de las penas- cumpliendo la ley” y en este sentido, podían utilizar la “violencia” como “última ratio” en esta tarea sólo y cuando la ley los autorizaba. (Reiner, 1992, 64).[13]

El liberalismo como racionalidad gubernamental no estuvo exento de ambigüedades con respecto a estas líneas de transformación de la “vieja policía” y muchas veces, no fue completamente exitoso en el intento de traducirlas efectivamente en tecnologías y resultados (McMullan, 1998b, 108).[14] El liberalismo, en general, no debe ser pensado como una radical discontinuidad con respecto al pasado. En esta dirección, cobra sentido el planteo de Colin Gordon acerca del “liberalismo real” (1991, 16, 18; McMullan, 1998b, 108; Valverde, 2003, 141). La subsistencia de elementos de la “vieja policía” nos hace pensar este proceso de cambio impulsado por él -como decíamos más arriba- no como una “revolución” sino como una “metamorfosis”, “una dialéctica de lo igual y lo diferente” (Castel, 1997, 17). De este modo, discursos y prácticas típicos de la “ciencia de la policía” persistieron durante los siglos XIX y XX . Muchos de ellos, mas allá de la “institución policial moderna” -de hecho, se ha interpretado el surgimiento de “lo social” y su subsiguiente mutación bajo la forma del “welfarismo” como una amalgama que posee ciertas continuidades con aquel pasado remoto (cfr. Gordon, 1991; Dean, 1999; Rose, 1999, Neocleous, 2000). Y algunos “dentro” de la misma “institución policial moderna”. Esta última subsistencia adquirió formas más o menos pronunciadas en los diferentes contextos culturales.
El ejemplo inglés utilizado hasta aquí para describir la transformación hacia una “nueva polícía” tal vez ha sido, en este sentido, el caso mas estilizado y discontinuista. Sin embargo, las ambigüedades y limitaciones del liberalismo con respecto a la cuestión policial, se hacen ya visibles en la misma obra de Colquhoun. En la edición de 1800 de su Tratado antes citado, este precursor de la “nueva policía”, establecía en la definición de la misma como su función fundamental, junto a la “prevención y detección de los delitos”, “...aquellas otras funciones que se relacionan con las regulaciones internas para el buen orden y confort de la sociedad civil” (op. cit. en Neocleous, 2000, 50-51; McMullan, 1998a, 108). Explícitamente, Colquhoun prescribía la necesidad de dividir dos ramas de la “policía“: la “policía criminal” y la “policía municipal”. Está última era la que se debía hacer cargo de estas “regulaciones internas” que se referían a la “gestión de la ciudad” -desde el problema del agua potable al problema de los incendios- y especialmente a la diferenciación entre la “pobreza” y la “indigencia” y al control de esta última, con su carga de “vagancia, inmoralidad y depravación“. Para el autor inglés estas dos ramas de la policía estaban íntimamente vinculadas -lo que se observa claramente a partir de su The State of Indigence (1799) y su Treatise of Indigence (1806)- pues “de la indigencia debe ser trazado el origen mas importante y el progreso de los delitos” (op. Cit. Neocleous, 2000, 54; McMullan, 1998a, 109). Si la “prevención de los delitos y de las faltas” era su “verdadera esencia”, la “policía” debía actuar -salvo en el caso de la “detección” de un delito o una falta que se estaba produciendo- sobre “algo” que no eran los delitos ni las faltas. Ese “algo” es lo que, para Colquhoun se encontraba en su “origen”: la caída de la “pobreza“ -y el “trabajo asalariado”- en la “indigencia”. De esta forma, en el programa reformista de Colquhoun se observaba un fuerte legado de la “vieja policía” [15]. Y, de hecho, este legado en el terreno intelectual -la “policía de la pobreza y la indigencia“-, se tradujo en numerosas prácticas policiales . Un ejemplo, en el contexto inglés, es el conjunto de las tareas que la “nueva policía” pasó a desempeñar en el marco de la “New Poor Law” de 1834 y sus diferentes dispositivos de asistencia y control de la pobreza e indigencia. No sólo la policía se encargaba de “hacer cumplir” esta ley -por ejemplo, reprimiendo los tumultos vinculados a la administración de los “beneficios“- sino que en 1848 el “Poor Law Board” aprobó el uso directo de policías como “poor law relieving officers” (Neocleous, 2000, 66-67; McMullan, 1998a, 113-5).[16]
En el caso argentino estas ambigüedades y limitaciones de la remodelación liberal son mucho más marcadas y visibles. En el caso de la Provincia de Buenos Aires, la “historia oficial” suele colocar como punto de partida de este proceso de “modernización policial” la ley del 24 de diciembre de 1821 que produce la abolición del cabildo y se refiere a la policía “alta“ y “baja“ en la “ciudad“ y en la “campaña“, diferenciación que tiene su origen en el contexto francés del antiguo régimen (Rodriguez-Zappietro, 1999, 44). La diversidad de actividades policiales, más allá de la “prevención de los delitos y las faltas”, recogiendo el legado de la “vieja policía”, fue una constante durante todo el siglo XIX -desde el control de los precios en los mercados a la lucha contra el fuego (ver Rodriguez-Zappietro, 1999). Así, Marcos Paz, primer Jefe de la Policía de la Capital Federal -creada como consecuencia de la federalización de la Ciudad de Buenos Aires en 1880- decía en su memoria anual: “Nuestra Policía abarca innumerables funciones que pesan sobre el vigilante casi todas ellas; es política, es judicial, es administrativa y es judicial. Estas variadas funciones no se encuentran reunidas en las instituciones policiales de ningún país...” (citado por Ruibal, 1993, 47). En 1911 en el marco de un conflicto con la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires que pretendía crear un cuerpo de agentes para controlar el tránsito, el Jefe de la Policía de la Capital Federal, Dellepiane, que se oponía activamente a este proyecto, señalaba en su memoria anual sobre la institución que conducía: “...su acción es tan múltiple que abarca desde el orden institucional hasta el perfeccionamiento colectivo y desde la seguridad social hasta la inviolabilidad de los derechos individuales” (citado en Ruibal, 1993, 51). Aún en 1926 el Jefe de la Policía de la Capital Federal señalaba en su memoria anual: “La Policía de Buenos Aires se desenvuelve dentro del concepto clásico de función de policía...caracterizado también por Fouché de esta ejemplar manera: “tranquila en su marcha, mesurada en su acción, en todas partes presente y siempre protector”; más o menos así la definía Blackstone: “debe ser considerada como la regulación y el orden doméstico del reino, en virtud del cual los individuos del estado, a semejanza de los miembros de una familia, deben conformarse a las reglas de la propiedad, buena armonía y buenos modales” (citado en Ruibal, 1993, 53).
Para volver sobre la comparación con el caso inglés, también en el contexto argentino existieron numerosos ejemplos de focalización de la actividad policial en la “mendicidad“ y la “vagancia”: los decretos del 30 de agosto de 1815, 19 de abril y 11 de junio de 1822, las leyes del 10 de septiembre de 1824 y del 30 de octubre de 1858. El 31 de mayo de 1879 el Jefe de Policía de Buenos Aires, José I. Garmendia elevó una consulta al Ministro de Gobierno sobre cómo debía proceder la policía con los “vagos” pues la misma los detenía -lo que era “ordenado” y una “práctica habitual”- pero su Jefe dudaba que esto fuera constitucional mientras no existiera una ley que especificara que era efectivamente la “vagancia”. El Gobernador Tejedor le ordenó el 17 de junio de ese año seguir con la misma práctica aplicando en la ciudad la definición de “vagancia” que el Código Rural de 1865 utilizaba para la campaña: “Será declarado vago todo aquel que, careciendo de domicilio fijo y de medios conocidos de subsistencia perjudique a la moral por su mala conducta y vicios habituales” (Rodriguez-Zappietro, 1999, 151). Si el vago o mendigo era considerado “inhabil” para el trabajo, la Policía lo enviaba al Asilo de Mendigos y en el caso de que fuera “hábil” para el trabajo o habiendo sido enviado al Asilo de Mendigos hubiera salido y “reincidido”, se aplicaba una sanción policial de multa o arresto (Ruibal, 1993, 37).
Otro ejemplo en la misma dirección, es la cuestión de la “uniformización” del personal policial, vinculada íntimamente -como veíamos- al recorte de las actividades policiales en torno a la “prevención de los delitos y las faltas“. En la Provincia de Buenos Aires, el 12 de junio de 1877 el Jefe de Policía, Domingo Viejobueno dejó sin efecto lo que se denominaba el servicio de “policía secreta” ya que “sus funciones eran muy perniciosas concibiendo su existencia sólo en países monárquicos o de regímenes absolutistas, pero no en una sociedad regida por instituciones liberales como era la nuestra. Admitía que si con anterioridad ello pudo ser útil, ya no lo era, debiendo la policía ser franca y visible” (Rodriguez-Zappietro, 1999, 146). Sin embargo, este carácter “franco y visible” tenía un límite. Si bien la “uniformización” del “personal de tropa” -inclusive cuando estaba “franco de servicio”- de la Policía de Buenos Aires se fue consolidando en la década de 1870, al momento de separarse la Policía de la Capital Federal de la Policía de la Provincia de Buenos Aires subsistía la no utilización de uniformes por parte de los oficiales inspectores y comisarios -que se reemplazaba por el uso de una medalla distintiva. En el caso del personal de la Comisaría de Pesquisas creada en 1886 esta situación se extendía a los agentes que tenían grados equiparables a los de sargentos y cabos (Rodriguez-Zappietro, 1999, 169). Recién en diciembre de 1905 se impuso la obligación del uso del uniforme para oficiales inspectores y para jefes y oficiales del Escuadrón de Seguridad creado en 1893 (Rodriguez-Zappietro, 1999, 222). Durante la Jefatura de Ramón Falcón se hizo extensiva esta obligación a los auxiliares, subcomisarios y comisarios (Rodriguez-Zappietro, 1999, 241). Sin embargo, a pesar de estas disposiciones reglamentarias siguió existiendo una parte importante de la actividad policial cotidianamente realizada “encubiertamente”, sobretodo aquella vinculada la “policía política” -sobre la que volveremos en el próximo apartado (Kalmanowiecki, 1996, 1999).

Es en esta metamorfosis, que envuelve una transición/oposición, entre una “vieja” policía y una “nueva” policía, entre una policía “pre-moderna” y una policía “moderna”, que se halla uno de los escenarios fundamentales en los que se deben rastrear los rasgos centrales de los usos de la violencia como constitutivos (en el pasado y) en el presente, de lo que la institución policial (fue y) es. Walter Benjamin (1995) presentaba en cierto modo esta temática al utilizar a la policía como ejemplo en sus reflexiones sobre la violencia en el “Archiv für Sozialwisenschaften und Sozialpolitik” de 1920 . Para Benjamin, la violencia puede ser de dos tipos: ‘fundadora de derecho’, que es aquella derivada de la guerra/conflicto y como tal establecedora del orden triunfante en la confrontación; y ‘conservadora de derecho’, entendiendo por tal la que fuerza la sumisión del ciudadano a las leyes. La policía como “institución del estado moderno” presenta una “combinación...innatural,...una mescolanza casi espectral” de ambas formas (Benjamin, 1995, 44). Dice Benjamin (1995, 45): “La policía es un poder con fines jurídicos (con poder para disponer), pero también con la posibilidad de establecer para sí misma, dentro de vastos límites, tales fines (poder para ordenar). El aspecto ignominioso de esta autoridad – que es advertido por pocos, sólo porque sus atribuciones en raros casos justifican las intervenciones más brutales, pero pueden operar con tanto mayor ceguera en los sectores más indefensos y contra las personas sagaces a las que no protegen las leyes del estado – consiste en que en ella se ha suprimido la división entre violencia que funda y violencia que conserva la ley. Si se exige a la primera que muestre sus títulos de victoria, la segunda está sometida a la limitación de no deber proponerse nuevos fines. La policía se halla emancipada de ambas condiciones”. Y haciendo más explicita la referencia a los dos universos políticos a caballo de los cuales la policía –aún hacia 1920- se inscribía a su juicio, señalaba: “Y si bien la policía se parece en todos los detalles, no se puede sin embargo dejar de reconocer que su espíritu es menos destructivo allí donde encarna (en la monarquía absoluta) el poder del soberano, en el cual se reúne la plenitud del poder legislativo y ejecutivo, que en las democracias, donde su presencia, no enaltecida por una relación de esa índole, testimonia la máxima degeneración posible de la violencia.” (Benjamin, 1995, 46-7).

IV. Policía y Autoritarismo

Esta ambivalencia de la policía -entre lo “pre-moderno“ y lo “moderno”, entre la “vieja” y la “nueva” policía- puede ser considerada el punto de partida para pensar nuestro presente, pero no debe congelarse como un punto de llegada.
El “liberalismo real” porta en su seno, como decíamos más arriba siguiendo a Barry Hindess, una ambigua consideración de los sujetos a gobernar, los “sujetos libres y racionales”, como una “realidad dada y natural” y como “algo a alcanzar, un artefacto“. El liberalismo articula unas “prácticas divisorias” que diferencian dentro de las poblaciones, excluyendo ciertas categorías del status de “sujetos libres y racionales” y por ende, del “gobierno a través de la libertad” (Foucault, 1982, 208). Pero estas prácticas también dividen al sujeto a gobernar contra sí mismo, en tanto para poder realizar un uso maduro y responsable de la libertad es preciso previamente dominar ciertos aspectos del si mismo, tarea que lógicamente no puede realizarse “a través de la libertad” (Dean, 1999, 132).
En esta dirección, resulta muy ilustrativo el análisis de Mariana Valverde (1996) de las ideas de John Stuart Mill. De acuerdo a Valverde en la concepción del sujeto jurídico y político de Mill se inscribe la posibilidad del “despotismo” ya que argumenta que la “doctrina de la libertad” sólo se aplica a “los seres humanos en la madurez de sus facultades“. Pero, aún en esos casos, los sujetos deben dominarse a sí mismos, deben controlar sus impulsos, deseos y pasiones, muchas veces recurriendo a gestos de “auto-despotismo“ (Valverde, 1996, 362). Esta definición de los límites de la “doctrina de la libertad” excluye, por ejemplo, a los niños o a los bárbaros. Frente a los primeros, Mill imagina una forma de “despotismo relativamente benigna” pues son visualizados como sujetos capaces de mejorar, pueden ser transformados en “sujetos libres y racionales” -por ejemplo, a través de la educación. Frente a los segundos, esta posibilidad de adquirir la “madurez de las facultades” parece desvanecerse, legitimando la perpetuación del “buen déspota” frente a las “sociedades coloniales” (Valverde, 1996, 362; Dean, 2002, 48).
Como se observa en este ejemplo -que podría multiplicarse en muchos otros- en el marco del liberalismo como racionalidad política se abren tres juegos gubernamentales a través de medios “iliberales”: a) el gobierno “iliberal” de uno mismo; b) el gobierno “iliberal” del otro que no es un “sujeto libre y racional” pero que puede adquirir dicho status a través de la misma acción gubernamental; c) el gobierno “iliberal” del otro que no es un “sujeto libre y racional” pero que no puede adquirir dicho estatus a través de la misma acción gubernamental. Los dos primeros juegos gubernamentales poseen un carácter “excepcional” -en el sentido de que se refiere a una minoría- , se trata de una “solución temporaria”, que esta destinada a producir una “transformación”. En cambio, el último juego gubernamental, no deja de tener en el marco liberal un carácter “excepcional“, pero se trata de una “solución definitiva”, que esta destinada a producir una “eliminación”. Resulta más factible para el liberalismo como racionalidad política “contener” los dos primeros juegos gubernamentales que el tercero, que podría marcar más evidentemente el pasaje a otra lógica gubernamental -sobretodo cuando deja de ser “excepcional“.[17] Esta otra racionalidad política , que podríamos denominar -tal vez a falta de un mejor término- “autoritarismo”, en tanto inversión del liberalismo, por ende, no debería ser comprendida como algo completamente separado del liberalismo. Existe todo un espacio de intersecciones que hacen las fronteras entre ambas racionalidades gubernamentales, en todo caso, sinuosas y flexibles, plagadas de inestabilidades, desplazamientos y gradaciones (Dean, 1999, 145, 147; Dean, 2002, 56).[18]
El autoritarismo, como el liberalismo -lo que no resulta de ningún modo paradójico y explica en cierta medida sus vínculos-, activa la combinación de tecnologías de poder típicas de la modernidad -soberanía, disciplina, regulación- pero lo hace entrelazándolas en forma diferente y acentuando elementos distintos. El autoritarismo hace salir a la superficie “el lado oscuro de la biopolítica” (Dean, 1999, 139), estructurado sobre la base del “racismo moderno”, es decir, la construcción dentro de la población de grupos que por sus peculiares condiciones biológicas es preciso eliminar -”el corte entre lo que debe vivir y lo que debe morir”- para el fortalecimiento de la misma como entidad biológica -uniéndose el objetivo de la “defensa“ con el objetivo de la “mejora“ (Foucault, 2001, 230-231). “Las guerras ya no se hacen en el nombre del soberano al que hay que defender; se hacen en nombre de la existencia de todos; se educa a poblaciones enteras para que se maten mutuamente en nombre de la necesidad que tienen de vivir. Las matanzas han llegado a ser vitales” (Foucault, 1995, 165).[19] La espada, la invocación de la “sangre“ (Foucault, 1995, 178), características de la soberanía, se reinscriben en un escenario diferente. Se produce una desplazamiento de la “relación bélica” a la “relación biológica”, toda una “extrapolación biológica del enemigo político” (Foucault, 2001, 231-232) que hace que el “poder de matar“ ya no tenga “límite“ (Dean, 1999, 140, 146-147) -justamente, a diferencia de lo que sucede en el macro de la “gubernamentalidad liberal“ (Dean, 2002, 41). “Si el genocidio es por cierto el sueño de los poderes modernos, ello no se debe a un retorno hoy, del viejo derecho de matar; se debe a que el poder reside y se ejerce en el nivel de la vida, de la especie, de la raza y de los fenómenos masivos de población” (Foucault, 1995, 166). De todo esto, el nazismo fue la expresión “paroxística” (Foucault, 1995, 181; 2001,233-35 ; Dean, 1999,140-144)

Luis Gabaldon (1992, 1996), uno de los sociólogos latinoamericanos que más se ha ocupado de la cuestión de la violencia policial en nuestra región, ha planteado en varias ocasiones una critica de lo que denomina “la tesis del Estado Autoritario” para pensar este fenómeno en América Latina, sostenida a su juicio por la mayor parte de los autores latinoamericanos que se han ocupado de la problemática. Según el autor venezolano, a menudo se construye una explicación de las magnitudes y formas de la violencia policial que reenvía directamente a la forma de Estado autoritario y la dominación de clase. Para Gabaldon este tipo de análisis de la violencia policial se ha quedado muchas veces en un nivel de extrema generalidad, asumiendo la existencia de un estado fuerte, hegemónico y monopolizador de la violencia -que a su juicio, en muchos países latinoamericanos directamente no existe-, que expediría una orden de hacer uso de la fuerza policial en forma indiscriminada, dándole a su ejercicio un carácter “de clase” -que desde su punto de vista, empíricamente, no tiene: “...la fuerza policial no se ejerce exclusivamente contra la clase social subalterna...”(Gabaldon, 1996, 272). Por otro lado, critica que esta tesis tiene como corolario, desde el punto de vista “ético-político”, una impugnación “in totum” de la posibilidad de uso de la fuerza por parte de las instituciones policiales latinoamericanas.
Ciertamente, frente al tipo de narrativas “reconstruidas” por Gabaldon, sería preciso “des-esencializar” el paisaje de los usos de la violencia policial como un paso indispensable para la comprensión de esta problemática en su complejidad en nuestra región. Resulta indispensable pensar como, en todo caso, unos procesos macroscópicos se articulan con situaciones microscópicas -y en este sentido las mismas investigaciones del autor venezolano resultan un aporte muy importante (Gabaldon, 1992, 1996; ver también Gabaldon-Birbeck, 1995, 1996, 2003). Sin embargo, no creemos que esto invalide la exploración del impacto del autoritarismo, sino que hace preciso resignificarla en una clave más sensible a sus manifestaciones empíricas.[20]
En muchas ocasiones la referencia genérica al impacto del autoritarismo en las policías en América Latina se dirige exclusivamente a la influencia en la configuración de la actividad policial de las sucesivas experiencias de regímenes políticos autoritarios durante el siglo XX –las dictaduras militares. Creemos, en cambio, que resulta importante disociar “autoritarismo” de “Estado” –como parte de un idea más global de “hacer una economía de la teoría del Estado” para pensar las relaciones de poder que avanzábamos en el primer apartado de este artículo- y que justamente ello es posible al concebirlo como una racionalidad política, a su vez vinculada compleja e inestablemente al liberalismo. Esto implica, medularmente, que esta racionalidad gubernamental puede impactar en la forma que adquiere la actividad policial en un tiempo y en un lugar determinado, aun cuando el “estado” se estructure de acuerdo a los principios del liberalismo.

En el caso de las policías argentinas –y tal vez, algo semejante pudo haber ocurrido en ciertas policías latinoamericanas- pensamos que sería posible observar dos vías fundamentales de penetración de la “gubernamentalidad autoritaria” en la configuración de la actividad policial -y especialmente en el uso de la fuerza policial-: por un lado, la militarización y la gestación de una gramática del “enemigo político” y, por el otro, la “criminología del otro” y la gestación de una gramática del “enemigo biológico”.

La militarización de la institución policial es el proceso de “modelación” de la normativa, la organización, la cultura y la práctica policial en torno a la normativa, la organización, la cultura y la práctica militar. Este proceso de “modelación” nació en la Argentina en el siglo XIX, con el mismo nacimiento de las “policías modernas”. No es preciso esperar a la emergencia de las dictaduras militares en el siglo XX, para observar sus encarnaciones empíricas, aun cuando dichos momentos implicaron significativos reforzamientos en esta dirección -sobre esto volveremos más adelante.
En muchas ocasiones la Policía de Buenos Aires -luego Policía de la Capital Federal- estuvo a cargo de funcionarios militares antes del primer “golpe de estado“ militar en 1930. Así, en marzo de 1875 fue designado Jefe de Policía el Teniente Coronel Manuel Rocha -cargo que ejerció hasta junio de 1877- (Rodriguez-Zappietro, 1999, 139-143); en enero de 1879 fue designado el Coronel José Ignacio Garmendia -cargo que ejerció hasta septiembre de 1880 (Rodriguez-Zappietro, 1999, 149); en mayo de 1885 fue designado el Coronel Francisco Bosch -cargo que ejerció hasta octubre de 1886 (Rodriguez-Zappietro, 1999, 164-6); en octubre de 1886 fue designado el Coronel Aureliano Cuenca -cargo que ejerció hasta febrero de 1888 (Rodriguez-Zappietro, 1999, 167-170); en febrero de 1888 fue designado el Teniente Coronel Alberto Capdevilla -cargo que ejerció hasta julio de 1890 (Rodriguez-Zappietro, 1999, 171-181); en julio de 1890 fue designado el Coronel José Inocencio Arias -cargo que ejerció hasta agosto de 1890 (Rodriguez-Zappietro, 1999, 181-); en octubre de 1892 fue designado el General de Brigada Domingo Viejobueno -cargo que ejerció hasta junio de 1893 (Rodriguez-Zappietro, 1999, 187-); en junio de 1893 fue designado el Teniente Coronel Joaquin Montaña -cargo que ejerció hasta septiembre de 1893 (Rodriguez-Zappietro, 1999, 193-4) ; en septiembre de 1893 fue designado el General Manuel J. Campos -cargo que ejerció hasta marzo de 1896 (Rodriguez-Zappietro, 194-8); en octubre de 1904 fue designado el Coronel Rosendo Fraga -cargo que ejerció hasta julio de 1906 (Rodríguez-Zappietro, 1999, 217-224); en julio de 1906 fue designado el Coronel Rodolfo Domínguez -cargo que ejerció sólo dos meses (Rodríguez-Zappietro, 1999, 225); en septiembre de 1906 fue designado el Coronel Ramón Falcón -cargo que ejerció hasta noviembre de 1909 (Rodriguez-Zappietro, 1999, 228-45); en noviembre de 1909 fue designado el Coronel Luis Dellepiane -cargo que ejerció hasta noviembre de 1912 (Rodriguez-Zappietro, 1999, 245-255); en mayo de 1922 fue designado el Coronel Martin Brtagaray -cargo que ejerció hasta noviembre de 1922 (Rodriguez-Zappietro, 1999, 272-274). Por otro lado, durante buena parte del siglo XIX existía la práctica habitual en la Policía de Buenos Aires de que ex-soldados fueran incorporados como “personal de tropa” policial -lo que ya en 1880 generaba un debate interno, señalando el “comisario de órdenes” Avelino Anzó, tercero en la jerarquía institucional en su Memoria anual que las “costumbres del cuartel” no hacían al ex- soldado apto para el “roce con el ciudadano” del funcionario policial (Rodriguez-Zappietro, 1999, 153). En 1908 dos tercios del total del “personal de tropa” de la Policía de la Capital Federal eran ex-soldados, como lo reconocía su Jefe Ramón Falcon (Rodriguez-Zappietro, 1999, 235). El hecho de que los funcionarios policiales, jerarquizados y no-jerarquizados, muchas veces provinieran de las filas de la institución militar portaba consigo seguramente formas de pensar y de actuar características que activaban este proceso de “modelización“ de lo “policial“ sobre la base de lo “militar“. Pero la militarización de la organización policial estuvo íntimamente vinculada a la existencia de conflictos políticos y a la posibilidad -percibida como tal por los actores impulsores de dicha modelización- de que los mismos fueran dirimidos a través de la violencia (Kalmanowiecki, 1999, 198). Así, un momento muy significativo de militarización de la incipiente organización policial fue la era de Rosas, especialmente entre 1837 y 1852, en el marco de los conflictos políticos que atraviesan dicho periodo entre unitarios y federales, en donde “vigilantes“ y “serenos“ se organizaron en “batallones“, armados con fusiles, sables y lanzas; desde el 1 de enero de 1842 los Serenos debían “cantar las horas” gritando: “¡Viva la Federación! ¡Mueran los Salvajes Unitarios! ¡Vivid la Representación!” (Rodriguez-Zappietro, 1999, 84-5). Otro momento de fuerte militarización de la Policía de Buenos Aires se produjo a fines de los años 1870 en el marco del conflicto entre el Estado Nacional y la Provincia de Buenos Aires en torno al destino de la Ciudad de Buenos Aires como potencial Capital Federal: el 4 de febrero de 1880 la Policía quedó reorganizada en 5 batallones de infantería con 4 compañías cada uno y un escuadrón de caballería y en el marco de las batallas de junio de ese año murieron 4 policías y hubo 27 heridos (Rodriguez-Zappietro, 1999, 153-154). En mayo de 1885, se vuelve a observar un reorganización de la ahora Policía de la Capital Federal sobre la base del modelo militar, en el marco de los conflictos políticos por la sucesión presidencial, estructurándose 2 batallones de infantería provistos de fusiles Mauser, que recibieron instrucción militar, lo que se acentuó en febrero de 1886 con la entrega de 500 nuevos fusiles de este tipo. (Rodriguez-Zappietro, 1999, 164). El Coronel Falcón creó en noviembre de 1906 el Cuerpo de Cadetes dentro de la Policía de la Capital Federal, reuniendo a 200 aspirantes, a los que les impartió una rígida instrucción militar en el Regimiento 8 de Caballería en el Cuartel de Maldonado. Estos cadetes estaban armados de sables y fusiles Mauser. Esta como otras iniciativas de este Jefe -como la reestructuración de la organización policial- fueron criticadas tempranamente por ciertos
[1] Mitchell Dean señala que el liberalismo debería ser entendido no sólo como una crítica de estas racionalidades políticas precedentes, sino de “las formas existentes y potenciales de gobierno bio-político”, entendido siguiendo a Foucault, como “la política que se refiere a la administración de la vida, particularmente tal como aparece al nivel de la población”. El liberalismo no sería en esta clave tanto un “ethos” de rechazo de la “bio-política” como una forma de racionalizarla y gestionarla (Dean, 1999, 101) . Esto está íntimamente ligado, en clave de Dean, a la asombrosa capacidad de renovación y a la inventiva que el liberalismo como racionalidad política ha manifestado a lo largo de la modernidad (Dean, 1999, 51-2).
[2] En cierto sentido, el liberalismo esta atravesado por un “naturalismo” en la forma en la que concibe a estas entidades o dominios -”no-políticos”-, a los que habría que agregar el “individuo” mismo, que deben ser gobernados “como si fueran naturales”. (Barry-Osborne-Rose, 1996, 9)
[3] “...la problemática liberal de la seguridad difiere de una concepción policial de la seguridad Mientras la concepción policial hace que la seguridad del estado dependa de la regulación detallada de “los hombres y las cosas”, la problemática liberal advierte que la seguridad puede ser alcanzada de mejor forma, creando las condiciones bajo las cuales los individuos puedan ejercitar diversas libertades. Sin embargo, cuando el ejercicio de la libertad pueda amenazar la seguridad de la propiedad o del estado, el liberalismo presenta una continuidad con la policía, recomendando una regulación detallada de poblaciones específicas” (Dean, 1999, 116-7)
[4] De allí la importancia que el liberalismo le ha dado a la “expertise”, la autoridad que nace de la apelación al conocimiento verdadero, la neutralidad desinteresada y la eficacia en cuanto a los resultados. (Rose, 1996, 39) –en especial a la “expertise” de las ciencias humanas y sociales (Rose, 1996, 44-5; Rose-Miller, 1990, 12).
[5] Ahora bien, también es preciso tener en cuenta que “…la democracia y el estado de derecho no fueron necesariamente liberales, ni tampoco fue el liberalismo necesariamente democrático o estuvo forzosamente vinculado a las formas del derecho” (Foucault, 1997b, 123). Sobre esto volveremos en el último apartado de este trabajo.
[6] “El sujeto legal le dice al soberano ‘No debes hacer esto, pues no tienes el derecho’. El sujeto económico le dice: ‘No debes hacer esto porque no sabes y no puedes saber lo que estás haciendo”” (Burchell, 1991, 137).
[7] Barry Hindess ha señalado muy agudamente que estas imágenes del sujeto del liberalismo en muchos casos están atravesadas por el “naturalismo“ al que hacíamos referencia más arriba, pero también en ciertos casos se reconocen como el producto -con mayor o menor peso- de las condiciones sociales -para lo cual utiliza el ejemplo del pensamiento de John Locke (Hindess, 1996, 71).
[8] “El liberalismo está tan preocupado por las prácticas normalizadoras apropiadas para moldear el ejercicio de la libertad política de los ciudadanos como lo está por garantizar sus derechos y libertades” (Dean, 1999, 121).
[9] En la London Metropolitan Police los primeros seis detectives encargados de la investigación de los delitos se incorporaron en 1842 y en 1868 -a la muerte de Mayne, uno de los Comisionados más reacios al desarrollo de estas tareas por parte de la “nueva policía”- sólo había 15 sobre 8000 funcionarios policiales (Reiner, 1992, 70). Sin embargo, a partir de 1870 esta situación comenzó a mutar, produciéndose una lenta modificación de la composición de la institución policial, reforzando los roles “especializados” -entre ellos el control de las manifestaciones y desórdenes públicos y la investigación de los delitos- en detrimento del rol general de la “prevención de los delitos y las faltas” (Reiner, 1992, 98-100).
[10] En este sentido, estos discursos sobre la “nueva policía” claramente recuperaban la idea de Beccaria “Es mejor evitar los delitos que castigarlos” (Beccaria, 1997, 105), que se encontraba presente en muchos textos de otros reformadores penales del siglo XVIII.
[11] Esta característica de las policías inglesas, se modificó sustancialmente en el siglo XX, sobretodo a partir de la década de 1970, con una creciente “militarización” de la institución policial, centralmente en el terreno del control de las manifestaciones y desordenes públicos, aun cuando también se produjo un incremento en el uso de armas de fuego en el patrullaje policial rutinario. (Reiner, 1992, 85-90).
[12] “La ley no puede no estar armada y su arma por excelencia es la muerte; a quienes la transgreden responde, al menos a titulo de recurso con esa amenaza absoluta. La ley se refiere siempre a la espada” (Foucault, 1995, 174).
[13] A su vez, como observábamos con respecto al liberalismo en general, se trataba de una ley, un derecho –“de los delitos y las penas“- que en ese mismo momento histórico estaba siendo penetrado firmemente por técnicas “normalizadoras”, que más allá de su tradicional pertenencia a la soberanía (Foucault, 1991b, 18), reconstruían su naturaleza y funcionamiento (Foucault, 1995, 175; Rose-Valverde, 1998, 545).
[14] “A pesar de que habitamos en un mundo de programas, el mundo no está en si mismo programado. No vivimos en un mundo gobernado mas de lo que vivimos en un mundo atravesado por la “voluntad de gobernar”, alimentada por el registro constante del “fracaso”, la discrepancia entre la ambición y el resultado y la constante incitación a hacerlo mejor la próxima vez” (Rose-Miller, 1992, 191).
[15] Esto resulta aún mas evidente -si fuera posible- en las ideas, en el mismo contexto británico, de Edwin Chadwick (McMullan, 1998a, 115-121)
[16] La lista de las regulaciones y prácticas policiales en este sentido desde el siglo XIX podría ser prácticamente infinita. Parecería ser que si una de las características definitorias de la “policía moderna” -en las más diversas geografías-, heredada del liberalismo, es su vocación por la “prevención de los delitos y de las faltas”, otro de sus rasgos fundamentales, heredado de la “ciencia de la policía” es la focalización práctica en la realización de esta vocación en la vigilancia y el control de las poblaciones excluidas socialmente, que constituyen lo que la “sociología de la polícía” ha denominado en los últimos años, “propiedad policial” (Reiner, 1997, 1010; Hughes, 1998, 33).
[17] La cuestión sería si efectivamente estos juegos gubernamentales “iliberales” pueden postularse como “excepciones” en el contexto del “liberalismo real” o, mas bien, como la regla, como parecen indicar Valverde (1996, 636) y Dean (2002, 49).
[18] Esta afirmación resulta un punto de partida crítico fundamental para analizar las relaciones de gobierno en la modernidad (Dean, 1999, 145).
[19] “La administración de la vida viene a requerir un baño de sangre” (Dean, 1999, 141).
[20] Tampoco invalida el hecho de que empíricamente las víctimas de la violencia policial sean, recurrentemente, en los países latinoamericanos las denominadas “clases peligrosas” y “criminales”, es decir, los sujetos “frágiles” económica y socialmente. La violencia policial no esta distribuida equitativamente en la estructura social. Y esto resulta algo que , sin embargo, el mismo Gabaldon (1996, 276) –ver también Gabaldon-Birbeck (1996, 56)- demuestra en sus investigaciones empíricas en la materia, al señalar la incidencia de la percepción por parte del funcionario policial de la “respetabilidad moral” asignada al sujeto pasivo y de su capacidad de reclamo social e institucional para ser seleccionado como blanco del uso de la fuerza policial. sectores de la prensa y a la política por su claro carácter “militarizador” de una institución que debía consolidarse como “civil” (Rodriguez-Zappietro, 1999, 230, 232; Kalmanowiecki, 1999, 200).
La militarización de la institución policial está, por ende, estructuralmente conectada a la focalización de la actividad política en el “enemigo político”, un rasgo que acompaña la historia de las policías argentinas desde el siglo XIX (Kalmanowiecki, 1999, 197). Esta focalización a partir de la década de 1890 tienen como blanco privilegiado al “movimiento obrero” y en particular, a socialistas y anarquistas (Del Olmo, 1992, 25). En mayo de 1893 dentro de la Policía de la Capital Federal se creó para enfrentar y dispersar sus manifestaciones públicas el Escuadrón de Seguridad integrado por 100 agentes de caballería (Rodriguez-Zappietro, 1999, 191). A partir de la sanción en 1902 de la Ley 4144 o Ley de Residencia la institución policial pasó a ser el brazo ejecutor de las expulsiones ordenadas por el Poder Ejecutivo de “todo extranjero que haya sido considerado o haya sido perseguido por los tribunales extranjeros por crímenes o delitos comunes” (artículo 1) o de “todo extranjero cuya conducta comprometa la seguridad nacional o perturbe el orden público” (artículo 2), para lo cual debía encargarse de la aprehensión y detención por el plazo de tres días que como máximo debía transcurrir antes de ser embarcado (Del Olmo, 1992, 39; Kalmanowiecki, 1999, 200). En febrero de 1907 el Jefe de Policía Falcón respondiendo a esta focalización creó dentro de la División de Investigaciones la sección “Orden Social” específicamente encargada de la “policía política” (Rodriguez-Zappietro, 1999, 234). Luego del atentado anarquista contra Falcon en 1909, se sanciono la Ley 7029 o Ley de Defensa Social que acentuó aún mas las actividades policiales en este sentido, incluyendo el control de las reuniones públicas y las publicaciones y mencionando explícitamente como blanco a los “anarquistas -artículos 1, 7, etc (Del Olmo, 1992, 41-46; Kalmanowiecki, 1999, 200).
Las “dictaduras militares” introdujeron -obviamente- una diferencia cuantitativa y cualitativa en las policías argentinas en lo que respecta al proceso de militarización y la focalización en el “enemigo político“, potenciando y multiplicando elementos que ya se encontraban presentes en la normativa, la organización, la cultura y la práctica policial. Así, la dictadura de Uriburu no sólo designo un Jefe de Policía de la Capital Federal proveniente de las instituciones militares -en este caso, la Armada- el contralmirante Ricardo Hermelo, sino que promovió que ciertos puestos claves dentro de la estructura organizacional fueran ocupados por funcionarios militares. (Rodriguez-Zappietro, 1999, 289). En la misma dirección, se creo el Regimiento de Policía Montada, bajo el mando del mayor Saturnino Nadal (Rodriguez-Zappietro, 1999, 290). Y en 1931 se designó a Leopoldo Lugones (hijo) como jefe de la sección de Orden Político que impuso la tortura como rutina en la actividad de “policía política” (Kalmanowiecki, 1999, 203), lo que, a su vez, luego se consolidó con la creación de la Sección Especial para combatir el comunismo -cuyas tácticas comprendían la vigilancia, la realización de arrestos y detenciones ilegales y la tortura (Kalmanowiecki, 1999, 204). La dictadura militar instalada a partir del golpe de estado de septiembre de 1955 -la llamada “Revolución Libertadora”- produjo por primera vez una verdadera “ocupación” de la Policía Federal Argentina, instando funcionarios militares en los cargos jerárquicos en la Capital Federal y en el Interior (Delegaciones) (Kalmanowiecki, 1999, 208). Esta estrategia volvió a repetirse en las dictaduras militares instaladas a partir de los golpes de estado producidos en 1966 y 1976. Y en estas experiencias de la segunda mitad del siglo XX las violaciones a los derechos humanos producidas por las instituciones policiales -detenciones ilegales, torturas, asesinatos, “desapariciones”, etc- se multiplicaron, alcanzando, por supuesto, su expresión “paroxistica” durante la última dictadura militar (1976-1983) (García Méndez, 1987; Zaffaroni., 1993; Tiscornia-Oliveira, 1998).

Otra vía de penetración de una “gubernamentalidad autoritaria” en las policías argentinas –alejada del proceso de militarización en cuanto a su naturaleza aun cuando vinculada de múltiples formas con el mismo- se encuentra en la difusión en la cultura policial de una “criminología del otro” -un discurso que “esencializa la diferencia”, considerando al delincuente como un “otro alienado” que tiene poco parecido con el “nosotros” (Garland, 2001, 135)- fundada en el vocabulario positivista en torno al delito y al delincuente desde la última década del siglo XIX en adelante.
La criminología positivista fundó a partir de su primera versión antropológica, desde la obra de Cesare Lombroso –que en la Argentina comienzan a ser difundidas en el libro de Luis M. Drago “Los Hombres de Presa” de 1888- una idea del delincuente como un sujeto “diferente” (Drago, 1888; Del Olmo, 1992; Sozzo, 2001). El criminal es visualizado como parte de la familia de los “degenerados” -concepto acuñado originalmente por Auguste Morel en el campo de la medicina mental- y en tanto “especie” dentro de este “genero”, se encuentra separado radicalmente de los “individuos normales” y es por tanto identificable por una serie de características antropomórficas y psicológicas -en un juego donde estas últimas se apoyan en las primeras (cfr. Lombroso, 1995; Debuyst, 1995; Pasquino, 1991b, Gibson, 2004). En la Argentina -como en otros contextos culturales- el vocabulario positivista sobre el delito y el delincuente va a sufrir una serie de transformaciones desde su mismo nacimiento, que atenúan y descentran esta primera versión antropológica de la diferencia del criminal. Pero estas transformaciones -representadas en el contexto italiano por los aportes centrales de Raffaele Garófalo y Enrico Ferri- nunca se desprenden completamente de esta filiación lombrosiana, reconociendo que si bien en la “clasificación de los delincuentes“ predominan en la mayor parte de los “tipos delictivos” factores diversos a aquellos indicados por el primer Lombroso, existen ciertos casos en los que los indicadores antropomórficos son pertinentes. En todo caso, este desplazamiento de la explicación del delincuente hacia otros terrenos -psicológico, sociológico- no anula su homogénea definición como “sujeto anormal”, como “sujeto degenerado” -en el marco, por cierto, de una metamorfosis de esa idea de “anormalidad” o “degeneración” (cfr. Digneffe, 1998; Debuyst, 1998). En la criminología positivista argentina esto esta claramente expuesto en la labor de uno de sus exponentes más lúcidos, José Ingenieros, quién afirmaba que los rasgos que determinaban la criminalidad del sujeto son fundamentalmente psicopatológicos pero, al mismo tiempo, establecía que la estructura antropomórfica de los mismos es esencialmente similar a la del resto de los degenerados y en este sentido, diferenciable de los “individuos normales” (cfr. Ingenieros, 1962; Sozzo, 2001)
Paralelamente, los diversos autores positivistas plantearon de manera diversa la inconmensurabilidad de la “definición jurídica” del delito con su “definición natural” -el ejemplo mas evidente de ello en el contexto italiano es el planteo de Raffaele Garófalo (Digneffe, 1998, 246-249). En Argentina, para Ingenieros el delito es todo medio amoral de lucha por la vida en detrimento de otros miembros del agregado social que ven atacado su derecho a la vida, directa o indirectamente (Ingenieros, 1962, pp. 268). Existe entonces “una vastísima zona de delincuentes naturales que no son delincuentes legales”, que “muchas veces son más nocivos que los mismos condenados a muerte” (Ingenieros, 1962, p. 272). Se trata de los habitantes de la “mala vida” (cfr Ingenieros, 1908; Gómez, 1908). De esta forma, se amplia el objeto sobre el cual debe operar el “programa de la defensa social”. El operador conceptual central para esta ampliación es la noción de “temibilidad” o “peligrosidad”: todos los degenerados, criminales o no-criminales tienen una tendencia a producir hechos inadaptados socialmente -eventualmente, delictivos desde el punto de vista de la “definición legal“-, en el futuro y por ende, debe intervenirse sobre ellos -y especialmente- en forma “preventiva”, antes que esta potencialidad se realice. “Reconocido que existen causas predisponentes al delito – las unas en el ambiente social y las otras en el carácter de los delincuentes – la prevención del delito ha adquirido tanta importancia o más que su represión” (Ingenieros, 1962, p. 391) La criminología positivista reclama su capacidad de identificar “científicamente” a los sujetos criminales y peligrosos y por ende, de dar una base cognoscitiva para las intervenciones a realizar.
En el marco de la obsesión clasificadora de “tipos delictivos” de la criminología positivista -en los diversos contextos culturales- ocupa un lugar importante la búsqueda de una diferenciación de aquellas “especies” que resulten “corregibles” -siempre y cuando se aplique el adecuado “tratamiento criminológico” pertinente- de aquellos casos irreductibles de “delincuentes incorregibles”, en función de los diversos grados de “temibilidad“ o “peligrosidad“ que expresan. Frente a los “delincuentes incorregibles” el “programa de la defensa social” de la criminología positivista va a promover activamente su “eliminación”, ya sea a través de la “pena de muerte”, la “secuestración definitiva”, como pena o como medida de seguridad “pre-delictual“ o la “eugenesia“ (Digneffe, 1998, 265-277). En el contexto argentino estos impulsos eliminativos van a tener una de sus manifestaciones mas extremas y recurrentes en la obra de otro de los cultores más importantes del vocabulario positivista sobre el delito y la pena entre fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX, Francisco De Veyga, dirigidos contra sujetos tan disímiles como los “lunfardos”, los “auxiliares del vicio y del delito”, los “mendigos” o los “reincidentes”. En su último libro “Degeneración y Degenerados. Miseria, Vicio y Delito” publicado en 1938 se refiere a los delincuentes “habituales o profesionales” como la “escoria agresiva por excelencia”, “desechos humanos” que deben ser “secuestrados definitivamente” pues “nada es capaz de corregir lo que es constitucionalmente anómalo”, “todos deberán concluir sus días en una cárcel o un asilo” (De Veyga, 1938, 362). Se trata de “una enorme masa” a la que hay que “desarmar, secuestrar y aniquilar” (De Vega, 1938, 408).
Las instituciones policiales argentinas vinieron a cumplir un rol central dentro del complejo de técnicas “ante y post-delictum” del “programa de la defensa social” , constituyendo la instancia del sistema penal que junto con la institución penitenciaria, más claramente se vio invadida por el vocabulario positivista sobre el delito y la pena reconstruyendo completamente su lógica de funcionamiento (Ruibal, 1993, 47). Sólo un ejemplo de la medida de esta penetración. El 20 de noviembre de 1899 se inaugura el Deposito de Contraventores 24 de Noviembre de la Policía de la Capital Federal, que incluía una Sala de Observación de Alienados. Este era el anexo de la cátedra de Medicina Legal de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires de la que Francisco de Veyga era titular desde 1899. De Veyga era el director del Depósito e Ingenieros de la Sala y para ello tenían el cargo de Comisario Inspector y Comisario, respectivamente. A la Sala de Observación de Alienados se derivaban todos los contraventores a los edictos policiales sospechados de padecer algún trastorno mental. La Sala era, de acuerdo a Ingenieros, una “cínica de tránsito”, por la que en los primeros 9 años de su funcionamiento pasaron más de 2500 personas, de las cuales 1500 fueron recluidas, como derivación en el Hospicio Nacional de Alienados o en el Asilo de Mendigos. De esta forma se activaba una especie de “secuestración” de estos individuos degenerados y peligrosos, al margen de los textos legales, en una medida que era considerada limitada -y por ende, insuficiente- por los mismos criminólogos positivistas (De Veyga, 1903; Ingenieros, 1910). Osvaldo Loudet se refiere a este espacio y a su dinámica en su historia oficial de la psiquiatría argentina como un “laboratorio vivo”, “...en el Depósito de Contraventores sito en la calle 24 de noviembre y al que eran enviados todos los vagos, los atorrantes, los invertidos y lunfardos recogidos por la Policía de la Capital. ¡Qué muestrario maravilloso de degenerados hereditarios y desadaptados sociales ¡Qué espectro multicolor con todos los matices de la locura y el delito! ¡Qué tesoro psicológico de todas las anomalías y todas las perversiones!” (citado en Salessi, 1995, 148, 150). Pedro Barbieri, un funcionario de dicha Sala, señalaba en 1906 que la misma significó: “...no sólo la consagración definitiva de las escuela positivia en nuestra Facultad sino su aceptación por la autoridad policial...recibiendo de todos los funcionarios demostraciones de simpática adhesión a l par que la promesa de eficaz colaboración” (citado en Salessi, 1995, 149). La penetración de esta “criminología del otro” y sus impulsos eliminativos en las policías argentinas tuvo un grado tal que hizo posible su persistencia, más o menos metamorfoseada, durante el siglo XX, en la cultura y la práctica policial de diversas maneras -con respecto a las prácticas de detención policial de ciudadanos sin orden judicial, cfr Sozzo, 2004).

La instalación de una gramática del “enemigo político” y de una gramática del “enemigo biológico”, estos dos procesos funcionaron históricamente como condiciones de posibilidad para que las policías argentinas construyeran segmentos de su actividad que claramente se inscribían y se inscriben en un juego gubernamental autoritario, donde el sujeto a gobernar no es visualizado como un “sujeto libre y racional” -ni siquiera como alguien capaz de adquirir ese status- sino, en tanto “enemigo” -político, biológico- como un blanco a ser “neutralizado“ o “eliminado”.
En este juego gubernamental autoritario no sólo se moldea al objeto de las relaciones de gobierno sino también la autoridad gubernamental. El funcionario policial es imaginado a partir de una “misión-vocación”: “defender la sociedad”. Se trata de un sujeto que se encuentra separado por esta “misión-vocación” del resto de los ciudadanos, lo que se reconoce en el llamado “estado policial”, elconjunto de derechos y deberes que le corresponden por el hecho de ser miembro de la institución policial y constituyen la piedra angular de la “identidad policial”, concepto por primera vez formulado en el Estatuto de la Policía Federal Argentina en 1945 (Kalmanowiecki, 1999, 207) Este “nosotros” se funda en la calidad de “heroe-martir” que la identidad policial supone y que se refleja, por ejemplo, en el deber de portar arma reglamentaria las veinticuatro horas del día, constituyendo la no-portación una falta a la “ética policial”. El miembro de la institución policial es parte de la misma mas allá de los momentos en que se encuentre de servicio, cuando está de franco o en situación de retiro y debe actuar siempre ante una situación en la que este comprometida la función policial -aún haciendo uso de su arma reglamentaria. Esta calidad de héroe-mártir se complementa con el establecimiento como falta grave de “la debilidad moral en acto de servicio”. El policía lo es las veinticuatro horas, debe portar en todo tiempo y lugar el arma reglamentaria, debe intervenir siempre que esté comprometida la función policial y lo debe hacer valientemente Esta forma de imaginar al funcionario policial en tanto autoridad gubernamental se encuentra sustentada en la concepción de la actividad policial como una “guerra”, contra ese enemigo que se inscribe en el doble registro político y biológico. En una guerra uno debe estar dispuesto a arriesgar su propia vida para lograr la victoria -héroe- o directamente, a sacrificarla –mártir (ver Tiscornia-Olivera, 1998; Tiscronia, 2000; Chevigny, 1995; Cano, 1997, 1998, 1999, Sozzo et al, 2000).
En tanto actividad policial pensada y practicada a través de la metáfora de la guerra, la misma ha tenido tradicionalmente en el contexto argentino como medio central a la violencia, la “espada”. Desde su mismo nacimiento, las policías argentinas estuvieron -a diferencia del contexto inglés al que hacíamos referencia más arriba- fuertemente armadas como lo demuestra para el caso de la Policía de la Provincia de Buenos Aires -luego Policía de la Capital Federal- las acuarelas de la “iconografía policial” de Eleodoro Marenco, que ilustran los diferentes uniformes policiales utilizados durante el siglo XIX, con sus sables, lanzas, revólveres y fusiles (ver Rodriguez-Zappietro, 1999). Los funcionarios policiales portadores de armas letales, las veinticuatro horas del día y aun cuando estén franco de servicio o retirados, recurren frecuentemente al ejercicio de la violencia, a la “espada” en lo que aparece claramente como una “economía del exceso” de la “violencia soberana” que moldea la actividad policial (cfr. Tiscornia-Olivera 1998; Tiscronia, 2000, HRW-CELS, 1998). Así en el año 1999, de acuerdo al Centro de Estudios Legales y Sociales en la Ciudad de Buenos Aires hubo 77 ciudadanos muertos por las fuerzas de seguridad -en situaciones de “enfrentamiento”- mientras se registraron 87 homicidios dolosos en idéntico territorio (CELS, 2003, 213) -para volver a la comparación con Inglaterra y Gales, en el período bianual abril 1999/marzo 2001 hubo sólo 5 ciudadanos muertos en situaciones de enfrentamientos (CELS, 2003, 215).

V. Policía y Democracia.


“Planteémonos una hipótesis absurda; el Movimiento Estudiantil toma el poder en Italia. Pragmáticamente claro: sin haberlo presupuesto: por puro ímpetu o ardor ideológico, por estricto idealismo juvenil, etc., etc. Es preciso “actuar antes que pensar”: por consiguiente...con la acción se puede conseguir todo. Bien. El Movimiento Estudiantil está en el poder: ser el poder significa disponer de los mecanismos del poder. El mas vistoso, espectacular y persuasivo aparato del poder es la policía. El Movimiento Estudiantil, por tanto, se encuentra con que dispone de la policía.
¿Qué haría en tal caso? Si la aboliera, claro está, perdería automáticamente el poder. Pero prosigamos con nuestra hipótesis absurda: el Movimiento Estudiantil, dado que tiene el poder, quiere conservarlo: y ello con el objetivo de cambiar, ¡por fin!, la estructura de la sociedad. Puesto que el poder es siempre de derechas, el Movimiento Estudiantil, pues, para obtener ese fin superior consistente en la “revolución estructural”, aceptaría un régimen provisional – asambleario, no parlamentario, en última instancia- de derechas, y en consecuencia, entre otras cosas tendría que decidirse a mantener a la policía a su disposición.
En esta absurda hipótesis, como verá el lector, todo cambia y se presenta bajo un cariz milagroso, embriagador, diría yo. Sin embargo hay algo que no ha cambiado y que se ha mantenido como era - la policía.
¿Por qué he planteado esta hipótesis insensata?
Porque la policía es el único punto del que ningún extremista podría censurar objetivamente la necesidad de una “reforma”: en lo tocante a la policía no se puede ser más que reformista”.

Pier Paolo Passolini: “Per una polizia democratica”, en Tempo, N. 52, Año XXX, 21 de diciembre de 1968 (reproducido en Pier Paolo Pasolini: El Caos. Contra el Terror., Critica, Barcelona, 1981, pp. 107-8)

En las últimas décadas en diversos contextos culturales -desde Argentina a Sudáfrica e Irlanda del Norte- circulan ciertos discursos sobre “policía y democracia” (cfr. Bayley, 1997; Shearing, 1997). Estos discursos producidos en el ámbito académico y político acompañan ciertas iniciativas de “reforma policial” que en estos distintos escenarios promueven la “democratización policial” y que se traducen en un intento de liberar a la policía moderna de aquellos elementos que pueden ser evidentemente conectados al autoritarismo como racionalidad gubernamental -y por ello, no resulta casual que muchos de estos discursos circulen preferentemente en contextos culturales que están atravesados por procesos de transición de “regímenes políticos autoritarios“ a “regímenes políticos democráticos“. Estos discursos académicos y políticos “viajan culturalmente” a través de una red de instituciones y actores, estatales y no-estatales, nacionales, internacionales y supranacionales, que se encargan de elaborar sus “traducciones” ajustadas a un contexto cultural específico (Shearing-Brogden, 1993, 93-95 ; Shearing, 1997, 29) Esta idea de una “policía democrática” tiene dos declinaciones fundamentales, algunas veces diferenciadas, pero muchas veces complejamente entrelazadas, que sutilmente abren el juego a dos racionalidades gubernamentales -al menos, parcialmente- distintas. Para poder comprender adecuadamente estas dos declinaciones resulta indispensable reflexionar sintéticamente sobre el concepto mismo de “democracia” para encontrar en las versiones modernas del mismo, las condiciones de posibilidad de estas variantes.

En un de los textos mas interesantes de la reflexión sobre la idea de democracia en el siglo XX, “Esencia y Valor de la Democracia”, Hans Kelsen señalaba en 1929: “La democracia es la consigna que durante los siglos XIX y XX domina casi totalmente sobre los espíritus. Precisamente está es la razón de que haya perdido, como todos los lemas, su sentido intrínseco. Copiando la moda política, este concepto -el más explotado entre todos los conceptos políticos- resulta aplicado a todos los fines y en todas las ocasiones posibles y adopta significados contradictorios en ciertos casos, cuando no ocurre que la irreflexión usual del lenguaje político vulgar lo rebaje a una frase convencional que no responde a ningún sentido determinado” (Kelsen, 1933, 11). Es por ello que resultaba importante para el autor austriaco precisar su sentido, en lo que era un ejercicio a la vez intelectual y político en el contexto de las crisis de los experimentos democráticos alemán y austriaco posteriores a la primera guerra mundial. La democracia moderna es, en clave, de Kelsen, el “gobierno del pueblo”: “Pero, ya que hemos de ser gobernados, aspiramos al menos a gobernarnos a nosotros mismos” (Kelsen, 1933, 16). Pero el pueblo que no es una entidad sociológicamente existente en la que se fragüe la “homogeneidad de los hombres”, “Fraccionado por diferencias nacionales, religiosas y económicas, representa más bien una aglomeración de grupos que una masa compacta de naturaleza homogénea“. (Kelsen, 1933, 30). De allí que la “voluntad del pueblo” o “voluntad colectiva” -concepto que Kelsen interpreta recurriendo a las ideas de Rousseau- siempre inevitablemente sea la “voluntad de la mayoría” y en esta dirección, “modernamente“ se estructure a través de los mecanismos de la “representación“. El Parlamento órgano fundamental, por ende, de la democracia moderna, se encarga de “la producción de actos generales de manifestación de la voluntad estatal”, la ley. Luego la “administración pública” -incluida la “administración de la justicia”- debe encargarse de generar los “actos individuales” de manifestación de la “voluntad colectiva”, la aplicación de la ley. Para Kelsen existe una imposibilidad práctica en las sociedades modernas de democratizar la producción de cada acto individual de manifestación de la voluntad colectiva, ni siquiera soñando el mayor nivel de descentralización ejecutiva. De esta forma se impone la necesidad de que la organización de la administración pública sea “autocrática“, aun en el contexto de la democracia como forma de Estado, una “burocracia” regida por el “principio de legalidad” -en un sentido muy similar a los planteaos de Max Weber (1996, 716-753). Esto no resulta una contradicción, para el autor austriaco, pues el “sistema burocrático” debe estar acompañado de mecanismos de control: “La suerte de la democracia moderna depende en gran proporción de que llegue a elaborarse un sistema de instituciones de control. Una democracia sin control será siempre insostenible, pues el desprecio de la autorrestricción que impone el principio de legalidad equivale al suicidio de la democracia” (Kelsen, 1933, 107). Ahora bien, la democracia es, para Kelsen esencialmente “relativista” desde el punto de vista de los valores políticos –concepción “formalista” que se vincula a su perspectiva formalista en el campo de la teoría del derecho. La democracia es en este sentido una forma de estado que favorece la posibilidad de la creación de sus propios adversarios –a diferencia de la autocracia-; opositores que pueden a través de los métodos democráticos de elaboración de la voluntad estatal llegar a una “sentencia de muerte” de la democracia misma –potencialidad que Kelsen advertía, con una cierta clarividencia, como un horizonte sombrío extraordinariamente probable en 1929. “Así, la democracia es compatible aún con el mayor predominio del poder del estado sobre el individuo e incluso con el total aniquilamiento de la “libertad” individual y con la negación del ideal del liberalismo. Y la Historia demuestra que el poder del estado democrático no propende a la expansión menos que el autocrático.” (Kelsen, 1933, 24-5).

Hay una declinación de la idea de “policía democrática” en los discursos académicos y políticos “reformistas”, frecuente en los países latinoamericanos -y en Argentina, en particular-, que claramente marca un “retorno al liberalismo”, en el sentido de que pretende rescatar y realizar, cumplir la promesa aun pendiente, de las tres líneas de transformación que observábamos en el apartado III como propias de la remodelación liberal de la “vieja policía”: “minimización”, “legalización” y “criminalización” -con las variantes, en este ultimo punto, de colocar el peso de la actividad policial en la “prevención” o en la “investigación” del delito- de la policía. En esta declinación contemporánea, la “policía democrática” se encarga de “hacer cumplir la ley” -referida a los delitos y las contravenciones- “cumpliendo la ley”. Se explota fuertemente la idea de “estado de derecho”: la institución policial en tanto “administración pública”, diría Kelsen, tiene como objeto y limite de su actividad a la ley. Esta ley es un “acto de manifestación de la voluntad colectiva”, en el marco del ejercicio de la representación y la construcción de una mayoría en el Parlamento. El “demos” juega un rol central, en la definición de que es aquello de lo que la policía debe ocuparse -los delitos y las contravenciones- y como debe hacerlo -los procedimientos y las facultades policiales. Pero se trata de un rol “indirecto”, pues la “democracia” es “indirecta”. En todo caso, en esta declinación de la idea de “policía democrática” el “demos” puede cumplir también un rol complementario de control de la actividad policial -que la misma se ajuste efectivamente a la ley- incentivando con sus quejas y reclamos diversos mecanismos de control de la actividad policial -internos y externos, desde el mecanismo disciplinario al mecanismo judicial- que también deberían funcionar “haciendo cumplir la ley, cumpliendo la ley“, pero ahora teniendo como objeto a la misma policía democrática. Esta declinación se traduce, generalmente, en tres tipos de medidas reformistas: reestructurar la normativa -legal y reglamentaria- policial para que se ajuste a los “principios del estado de derecho”; transformar los procesos de educación policial como iniciativa para modificar la cultura policial instalando como eje de la actividad policial a la “ley” ajustada a los “principios del estado de derecho” ; modificación del funcionamiento de los mecanismos de control -externos e internos- de la actividad policial y generación de nuevos mecanismos de control -fundamentalmente, externos- destinados a hacer que la “policía democrática” “cumpla le ley” en su tarea de “hacer cumplir la ley”. Esta primera declinación contemporánea de la idea de “policía democrática” podría ser calificada de “kelseniana”, pues se articula perfectamente con la concepción de la “democracia moderna” del autor austriaco que hemos reseñado brevemente más arriba.

Hay otra declinación, parcialmente diferente, de la idea de “policía democrática” en los discursos académicos y políticos “reformistas”, que atraviesa los horizontes culturales, aún cuando tiene su origen fundamentalmente en los Estados Unidos desde la década de 1970 en adelante. Esta declinación contemporánea es la que se encuentra frecuentemente articulada en los discursos que apelan a los modelos de “policía comunitaria” y “policía orientada hacia la resolución de problemas” -que son diferentes, aun cuando se encuentran vinculados (Moore, 2003, 142). En este marco se argumenta que resulta indispensable que la policía moderna para poder revertir sus indicadores negativos de eficacia y eficiencia, la fuerte desconfianza por parte del publico -especialmente de los barrios de clases subalternas- y la tendencia a producir abusos y excesos en el uso de la fuerza reconstruya su forma de actuar. Se pone como eje del nuevo estilo de policía democrática la necesidad de conocer las expectativas, demandas y necesidades de las comunidades locales en el barrio o vecindario. Para ello, se auspicia la descentralización de la organización policial en ese plano y la delegación de competencias a los funcionarios policiales que operan en ese escenario para tomar decisiones acerca de cómo debe estructurarse allí la actividad policial. Se impulsa la implementación de “nuevas” técnicas policiales a los fines de construir una relación de comunicación con los residentes del barrio o vecindario: del fortalecimiento del patrullaje a pie a la instalación de mini-puestos policiales en cada barrio o vecindario; de la generación de reuniones de consulta con grupos de residentes organizadas por los funcionarios policiales a la visita puerta a puerta de los funcionarios policiales de cada uno de los hogares del barrio o vecindario; de la realización de encuestas destinadas a medir los niveles de victimización y sensación de inseguridad a la visita por parte de funcionarios policiales a las escuelas y colegios del barrio o vecindario para activar diálogos con los estudiantes, maestros y profesores. En el marco de esta relación de comunicación, la policía debe recoger la definición por parte de la comunidad local de los problemas -no ya los “incidentes”- de los que debe ocuparse -incluyendo el orden de prioridades que los residentes establecen al respecto. Estos problemas no necesariamente deben ser “delitos” o “contravenciones” de acuerdo a los términos de la ley. La policía, en el marco de estos discursos académicos y políticos, debe ocuparse también de las “incivilidades” y “desordenes”, que de acuerdo a las visiones de la comunidad local generan malestar, preocupación y alarma, pues las mismas impactan en su “calidad de vida”. Por otro lado, para estos modelos de “policía democrática” de esta capacidad de “hacerse cargo” de dichos “desordenes” e “incivilidades” depende en gran medida el nivel de satisfacción y confianza de los residentes del barrio o vecindario con respecto a la actividad policial. Por otro lado, en el marco de esta relación de comunicación, también es indispensable que la policía recoja la forma en que la comunidad local demanda que la institución policial se ocupe de los problemas jerarquizados. Y también en dicho marco, la policía debe “rendir cuenta”, brindar información a los residentes del barrio o vecindario acerca de que las acciones que ha emprendido específicamente con respecto a cada uno de los problemas priorizados, el grado de avance de las mismas y los resultados alcanzados, haciéndose responsable directa inmediatamente frente a ellos. De esta forma, en estos discursos políticos y académicos acerca de la “policía democrática”, la misma se repiensa como un “servicio” y las comunidades locales aparecen como sus “clientes”. Sin embargo, en las apelaciones a los modelos de “policía comunitaria” y “policía orientada hacia la resolución de problemas” suele estar presente un fuerte reconocimiento por parte de la misma institución policial acerca de los límites de su propia actividad con respecto a la realización de su objetivo tradicional -el control del delito- (Garland, 2001, 107-110) que implica una fuerte invitación a la comunidad local, para que se movilice no ya para definir los problemas de los que la policía debe ocuparse y la forma en que debe hacerlo, sino para que transgreda su rol de “cliente”, para que participe activamente en las intervenciones a realizar, bajo lo que comúnmente te rotula como “coproducción de seguridad“. Este involucramiento de los residentes del barrio o vecindario adquiere formas diversas que van desde la constitución de grupos de ciudadanos para patrullar el espacio público a la instalación de esquemas de “neighbourhood watch” (Monjardet, 2003, 257-265; Moore, 2003, 117-144; Bayley-Skolnick, 2002, 14-41; Crawford, 1998, 124-160; Rosenbaum et al,, 1998, 173-200; Bayley-Shearing, 1996, 588-591; Stenson, 1993, 379-381)
En esta declinación de la idea de “policía democrática” el “demos” juega un rol central pues -como en la anterior- define que es aquello de lo que la policía debe ocuparse -los “problemas”- y la forma en que debe hacerlo -las “intervenciones policiales”- pero ya no lo hace “indirectamente” a través de la “ley”, sino “directamente” en el marco de una relación de comunicación permanente e inmediata con los funcionarios policiales. Claro que se trata de un “demos” fragmentado. No se trata de la totalidad de los “ciudadanos” que gozan de derechos políticos y que se encuentran representados a través del Parlamento. Se trata de conjuntos constituidos en función de su lugar de residencia -barrio o vecindario-, “comunidades locales”, aisladas e independientes entre sí. Estas comunidades locales producen definiciones tanto acerca del objeto como de la forma de la actividad policial. Las mismas pueden ser diferentes entre las diversas comunidades locales. También este “demos” fragmentado puede cumplir un rol complementario de controlar la actividad policial -como en la declinación anterior- pero no sólo “indirectamente” a través de la interposición de quejas y reclamos ante mecanismos institucionales que le son extraños, sino “directamente” en el marco de la relación de comunicación permanente e inmediata con la institución policial. Por otra parte, esta participación directa de estos conjuntos de residentes -a diferencia de lo que sucedía en la declinación anterior- no sólo se restringe a lo antes señalado, sino que también implica la activa movilización en la realización de las intervenciones, en la implementación de la soluciones, que justamente por eso dejan de ser exclusivamente “policiales”. Claramente esta declinación de la idea de “policía democrática” transgrede los límites de la concepción kelseniana de la “democracia moderna”, pues activa unos mecanismos de “democracia directa” en el terreno de la “administración pública“, dejando de lado, al menos en parte, el “principio de legalidad” como mecanismo de “autorrestricción” y rompiendo las fronteras mismas de aquello que es, en la mirada del autor austriaco, el “estado“ o lo “público“.
Los discursos políticos y académicos en torno a los modelos de “policía comunitaria” y “policía orientada hacia la resolución de problemas” no implican un simple “retorno al liberalismo”. Explícitamente esta declinación contemporánea de la idea de “policía democrática” no apunta a realizar las líneas de transformación que hemos identificado como la “minimización” y la “criminalización” de la actividad policial, pues al poner como eje de la determinación de su “objeto” la idea de “problema sentido y definido por la comunidad local“ amplia las esferas potenciales de las intervenciones policiales más allá de los delitos y las contravenciones definidos por la ley penal, abarcando los “desordenes” e “civilidades” así como, en general, todo un conjunto de “emergencias” referidas a la “calidad de vida” en el ámbito urbano (Moore, 2003, 116; 160-2). En la misma dirección, la relación de esta declinación de la idea de “policía democrática” con la “legalización” de la actividad policial es compleja. La ley es desplazada en estos discursos académicos y políticos como referente para la definición del “objeto” del que debe ocuparse la policía, pero se mantiene como un límite para lo que la policía puede y debe hacer, aun cuando muchas veces esto introduzca problemas en la relación de comunicación con la comunidad local que no acepta gozosamente este juego de restricciones (Moore, 2003, 140; Reiss, 2003, 109; Stenson, 1993, 385). Como bien sostiene Kevin Stenson, parecería ser que los modelos de “policía comunitaria” y “policía orientada hacia la resolución de problemas” son multivalentes desde el punto de vista político, ya que diversas racionalidades y programas gubernamentales pueden apropiarse o aliarse con ellos en diferentes circunstancias, enfatizando ciertos elementos específicos (1993, 381). Sin embargo, existe una cierta “afinidad electiva” privilegiada de estos discursos políticos y académicos acerca de cómo debe ser una “policía democrática” con el “neoliberalismo” o “liberalismo avanzado” (O´Malley, 1996, 205-6; 1997, 367). El “neoliberalismo” o “liberalismo avanzado” debe ser considerado como un reacción frente al “welfarismo” o “liberalismo colectivista” que caracterizó la “edad de oro” del llamado “Estado de bienestar”. Pero esta reacción no significó simplemente revivir los principios del liberalismo de los siglos XVIII y XIX, sino que esta oposición que marca su mismo nacimiento impulso la construcción de ciertas innovaciones en la imaginación y la técnica gubernamental (Foucault, 1997, 123-4; Rose-Miller, 1992, 198; O´Malley, 1997, 368; Rose, 1996, 50-61; 1999, 137-166; De Marinis, 1999, 93). Frente a lo que visualizaba como los “individuos dependientes” del welfarismo, el neoliberalismo afirmó la necesidad de construir “individuos activos e independientes” –y ese “constructivismo” en parte lo separa de las formas de “naturalismo” típicas del “liberalismo clásico” (Gordon, 1991, 41; Barry-Osborne.Rose, 1996, 10; Burchell, 1996, 23). Para ello, revalidó la vieja figura del “mercado libre” como el escenario privilegiado de dicha construcción, pero de un forma “radical”, ya que impulso la transformación del “estado” mismo de acuerdo a sus características típicas, haciendo a la “empresa comercial” la forma paradigmática sobre la que toda institución debe moldearse, incluso las instituciones estatales (Rose-Miller, 1992, 199; Burchell, 1996, 29; O´Malley, 1997, 368). El “neoliberalismo” impulso la “privatización” –total o parcialmente- de áreas y servicios anteriormente provistos por el “estado”- lo que no ha significado, justamente, una “desgubernamentalización” sino una nueva “técnica positiva de gobierno” (Rose-Miller, 1992, 200; Barry-Osborne.Rose, 1996, 11)[1]. Y esta “privatización” implico un proceso de “responsabilización” (O´Malley, 1992, 266; 1996, 199-202; 1997, 370 Garland, 2001, 124-127; Burchell, 1996, 29; Valverde et al., 1999, 15-16). Los individuos racionales, independientes, responsables y emprendedores deben ser “prudentes”, deben “elegir” (Gordon, 1991, 43-44) como protegerse a sí mismo ante las vicisitudes de la propia existencia -se trata de lo que gráficamente Pat O´Malley ha llamado un ”prudencialismo privatizado” (1992, 265; 1996, 199-201; 2001, 89-90). Y si
[1] En esta dirección, el neoliberalismo” como racionalidad política expande aún mas que el “liberalismo clásicodeciden “agregarse” ya no lo hacen en torno a un eje molar –la “sociedad”- sino en torno a un eje micro, las diversas posibilidades de configurar una “comunidad” –en torno a distintos elementos aglutinadores, desde el lugar de residencia a la “orientación sexual” (De Marinis, 1999, 94; Rose, 1999, 167-197; Valverde et al., 1999, 19-29).
En el campo de la “producción de seguridad”, la emergencia y desarrollo de la “industria de la seguridad privada” es la manifestación más extrema del impacto del neoliberalismo. Los individuos en tanto “consumidores” adquieren “libremente” en el “mercado” los servicios y herramientas –las mercancías- que consideran mas satisfactorios para garantizar su propia seguridad –desde la policía privada a las alarmas sonoras y lumínicas (cfr. Johnston, 1992, 47-113; Shearing-Brogden, 1993, 4-7; Shearing-Bayley, 1996, 586-588; Shearing, 2003, 436-449). Los modelos de “policía comunitaria” y de “policía orientada hacia la resolución de problemas” son una manifestación mas moderada de esta racionalidad política y en esta linea deben ser ubicados como “parientes” de la privatización “for profit” (Shearing-Bayley, 1996, 597). Se trata de que una institución estatal –la policía- “comparta” actividades y responsabilidades con la “comunidad local”, con el conjunto de residentes –imaginados como “socios”, ”consumidores”, “prudentes”-, en el marco del lenguaje del “partnership” que erosiona la frontera entre lo público y lo privado (O´Malley, 1997, 370-2; Gilling, 1997, 119-178; Crawford, 1998, 169-186; Hughes, 1998, 75-103; Garland, 2001, 123-127).

Ambas declinaciones contemporáneas de la “policía democrática”, entre el liberalismo y el neoliberalismo, presentan unos límites que han sido reiteradamente señalados en la literatura crítica sobre estos discursos políticos y académicos. Ambas declinaciones “fetichizan” un elemento clave en su peculiar interpretación de la “democratización policial”, transformándolo en algo “obvio” y “objetivo”, cuando en realidad son productos de la actividad humana y en tanto tales, están atravesados por conflictos y luchas, que ponen severamente en riesgo su declarado potencial “democratizador”(Marx, 1976, 101-103).

La primera declinación de la idea de “policía democrática” transpira un “fetichismo del derecho”. El liberalismo imaginó e imagina a la ley como algo objetivo, cierto y evidente. Y, en general, esto no era ni es así. En primer lugar, porque los términos de la ley siempre deben ser interpretados y la interpretación es en sí misma una actividad con un cierto grado de “creatividad” y “subjetividad” –aun cuando la pluralidad de sentidos posibles no sea infinita como se encargaba de resaltar el anteriormente recordado Hans Kelsen- y esto abre la posibilidad a que diversos interpretes postulen diversas formas de ver la actividad policial en relación a un mismo texto legal y ese conflicto sobre la interpretación legal es un conflicto político en el que se enfrentan actores que poseen diversas fuerzas. Y en segundo lugar, porque los términos de la ley con respecto a la policía han sido y son, por lo general, suficientemente vagos y ambiguos para acomodar prácticamente cualquier actividad policial realizada, “ex post facto“ y en esto mucho ha tenido que ver el rol de la misma institución policial en su elaboración -tanto formal como informalmente. La auspiciada tarea de precisar los términos legales en esta declinación, a la luz de las experiencias pasadas, parece ser que siempre será, en cierta medida, insuficiente y tendrá, en el mejor de los casos, una utilidad marginal. Más que “aplicar la ley” la policía moderna, desde su nacimiento, sustantivamente se ha dedicado y se dedica a “usar la ley” para dar sentido, para justificar aquello que hacía y hace efectivamente. (Neocleous, 2000, 99-106; Reiner, 1997, 1008-1014; Shearing-Brogden, 1993, 112-114).

La segunda declinación de la idea de “policía democrática” transpira un “fetichismo de la comunidad”. Los discursos en torno a los modelos de “policía comunitaria” y “policía orientada hacia la resolución de problemas” construyen una mirada de la “comunidad local” como una entidad existente en el espacio de la ciudad contemporánea, un conjunto de residentes que no solo comparten un territorio sino también un “sentido de pertenencia” o un “sentido de comunidad” en tanto fuente de “actitudes, intereses e identidades compartidas” (Crawford, 1998, 157; Hughes, 1998, 105-6). Esta “comunidad local” no es, en realidad, algo preexistente a los discursos y prácticas de “policía comunitaria” y “policía orientada hacia la resolución de problemas” que apelan a esta entidad y logran –siempre sólo en cierta medida- movilizar residentes en torno a ella para la “producción de seguridad”, “trabajando conjuntamente” con la institución policial. El conjunto de residentes de un barrio o un vecindario en una ciudad contemporánea puede tener diversos grados de “homogeneidad” en lo que se refiere a las múltiples fuentes de diferenciación social –clase, edad, género, etnia, etc- pero nunca puede alcanzar una forma unitaria a los largo de todas estas líneas. Siempre, con respecto a cada una de ellas, el conjunto de residentes se encontrará partido en forma mas o menos extrema y radical, abarcando a más o menos cantidad de personas cada uno de los agregados que es posible identificar. Las visiones que esos diversos agregados tienen con respecto a los problemas de los que debe ocuparse la policía, la forma en que debe hacerlo y acerca de si los ciudadanos deben involucrarse activamente en ellas pueden ser extremadamente diferentes entre sí –sobretodo cuando se ha erosionado el referente de la “aplicación de la ley” como misión policial fundamental. Las prácticas de “policía comunitaria” y “policía orientada hacia la resolución de problemas”, en general, han probado ser más difíciles de impulsar en los vecindarios pobres que en los vecindarios afluentes, en función del peso en los primeros escenarios de la desconfianza pública con respecto a los funcionarios policiales y sus prácticas tradicionales de “mantenimiento del orden” a través del hostigamiento, la detención y el uso de la violencia (Shearing-Bayley, 1996, 595). Pero aun en aquellos barrios o vecindarios cuya composición, en términos de clase, no es uniforme o bien, se trata de vecindarios de clase media o media-alta, la “apelación a la comunidad” de esta declinación de la idea de “policía democrática” termina por movilizar sólo a ciertos sectores más o menos homogéneos dentro del conjunto de residentes en un territorio, que por lo general son siempre semejantes, en los diversos contextos culturales (Bayley-Shearing, 1996, 597).Es por ello que en la literatura de evaluación de estas “apelaciones a la comunidad” se ha acuñado la expresión “grupos difíciles de alcanzar” (Newburn, 2002, 111) para hacer referencia a los sectores persistentemente excluidos de esta “movilización de la comunidad local” (homosexuales, prostitutas, adolescentes y jóvenes, pobres, etc). Los sectores “movilizados” –muchas veces a través de unos “representantes” cuya “representatividad” no se encuentra fundada democráticamente- son los que se constituyen en la “comunidad local”, excluyendo sistemáticamente a estos “grupos difíciles de alcanzar”. Y en esta dirección, construyen una imagen del “delincuente” como un “extraño”, con respecto al “nosotros”, que “invade” la “comunidad local” y del cual es preciso “defenderse”, construyendo una “mentalidad de fortaleza” (Crawford, 1998, 262-266).


Frente a estos límites de las declinaciones contemporáneas de la idea de “policía democrática” se plantea el dilema de cómo recoger aquella provocación de Pier Paolo Passolini hace más de 35 años que reproducimos como epígrafe de este apartado: “en lo tocante a la policía no se puede ser más que reformista” y ese ser “reformista” es luchar “por una policía democrática”. ¿Es posible construir –en los discursos y en las prácticas- una “policía democrática” sin caer en los fetichismos que estas declinaciones abrigan? ¿Es posible neutralizar los “efectos perversos” que generan el “fetichismo del derecho” y el “fetichismo de la comunidad”? ¿En qué medida?
Parecería ser que la “democratización” policial no debería pensarse –en nuestro contexto, específicamente, pero tampoco en cualquier otro- como una resolución absoluta y definitiva de lo males que atraviesan lo que la policía fue y es en la modernidad. La vocación “reformista” sólo puede encarnarse en acciones “democratizadoras” que se ubican en el marco de unos campos de fuerza que presentan fuertes dosis de inercia y resistencia. En este contexto es preciso impulsar el objetivo realista de minimizar el sufrimiento que la actividad policial produce, generando alternativas que estén siempre dispuestas a ser revisadas autocrítica y reflexivamente para alertar sobre sus potenciales “efectos perversos”. Hace más de diez años Stanley Cohen planteaba en un articulo muy significativo los dilemas de la relación en el campo del delito y el control del delito entre el “compromiso político” –que nos impulsa a actuar- y el “escepticismo intelectual” –que nos impulsa a dudar, descubriendo los efectos perversos de las acciones. Decía: “Esos dos mundos se encuentran divorciados...Todo lo que podemos hacer es encontrar la mejor guía para cada uno, para luego enfrentar la tensión que surja entre ambos. En definitiva, las únicas guías que poseemos son, primero, nuestro sentido de la justicia social y, segundo, todo el tiempo que tengamos en las veinticuatro horas del día” (Cohen, 1994, 28).

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la vocación por “gobernar a la distancia” (Barry-Osborne.Rose, 1996, 14; De Marinis, 1999, 93)
El principio del jefe único, que es tal no porque haya sido elegido por el pueblo, sino porque es superior a todos en inteligencia y virtud, y en esta superioridad indiscutible encuentra el título justificativo de su poder; el sistema organizado jerárquicamente de la “confesión”, conforme al cual el jefe llega a saber todo, incluso aquello que piensan los súbditos; la concepción totalitaria de las relaciones entre los súbditos y el régimen, sin excluir la generación y la educación; el principio de que la ciudad debe bastarse a sí misma en su estructura económica y, celosa de sus propias instituciones, desconfiar de los extranjeros, de modo que no corrompan a los ciudadanos con el solo hecho de que se puede vivir diversamente; la importancia atribuida a la educación deportiva, al adiestramiento militar incluso de las mujeres, a la perfección técnica y a la novedad de los armamentos; y finalmente la preocupación de que todos los ciudadanos tengan una vestimenta semejante, en suma, un uniforme, minuciosamente desde la forma del calzado hasta el color de la camisa” (Bobbio, Norberto: “Introduzione” a “La cittá del sole”, Turín, Einaudi, 1941, p. 31 y 32; citado por Luis Rossi, al prologar “Ensayos sobre el fascismo”, del mismo Bobbio, Ed. Universidad de Quilmes, 2006).


Hace algunos años, había intentado advertir acerca de que “el abordaje que las agencias estatales han hecho respecto de la "inseguridad" en Latinoamérica, y muy especialmente en la Argentina, importa, en sustancia, un reduccionismo que parte, en casi todos los casos, de asimilar la inseguridad a la criminalidad convencional. Esta particular e intencionada simplificación, por ende, ha connotado tan sólo uno de los aspectos desde los que, epistemológicamente, podría referirse la relación seguridad/inseguridad: la que se circunscribe al "miedo al otro", que se ciñe a la mera posibilidad de ser víctima de un delito y que se sostiene en base a un imaginario colectivo construido a partir de la idea de que la sociedad está habitada por una multitud de sujetos peligrosos y desviados, contra los que hay que acometer "antes que nada ocurra"[1], y que deben, además, desaparecer de la mirada banal de los consumidores alienados.En otros términos, voy a insistir sobre la otredad y el “miedo al delito” de calle o de subsistencia, perpetrado por aquellos “diferentes” que ganan poco a poco el paisaje urbano, a los cuales hay que disciplinar, vigilar y controlar.Es éste uno de los pocos denominadores comunes susceptibles de ser extrapolados, sin derivar en un discurso claudicante, a las sociedades de este margen. Muchos otros productos culturales, en cambio, tales como la idea de “postmodernidad”, de “welfarismo”, de “estado penal”, etcétera, deberían en rigor ser leídos en clave de naciones oprimidas y opresoras, a riesgo de caer en aporías legitimantes sin retorno, de las que lamentablemente se valen (en demostraciones reiteradas de erudición, que no es otra cosa que el ejercicio más explícito de poder y violencia simbólica en la “sociedad de la información y el conocimiento”) muchos jóvenes criminólogos cuya perspectiva ideológica de abordaje resulta extrañamente difusa, cuando no irreconocible. 

La contradicción entre países opresores y países oprimidos, abolida pretorianamente por las nuevas gramáticas del mundo unipolar -como los grandes relatos- convocando a los voceros del saber criminológico de la “tardomodernidad”, sigue constituyendo, a mi entender, una cuestión fundamental para entender y explicar los modernos procesos de dominación y destitución social, sobre todo en nuestra región.No obstante, la generalización del uso de estas categorías las hace, finalmente, inteligibles, independientemente de las representaciones diversas que las mismas puedan encarnar. Por eso es que, como proveedores de significados, los juristas no podemos sustraernos al desafío de su utilización, sobre todo en lo concerniente a los avances en la catalogación del miedo como nueva forma de control social, los objetos y –muy especialmente- los sujetos que ocasionan esos miedos, que remiten siempre a la “inseguridad” ocasionada por los “extraños”.Esta visión sesgada, de “los otros”, de los infractores, del “delito” y de la “inseguridad”, en definitiva, no configuran únicamente un yerro analítico, sino que se nutre de contenidos ideológicos precisos y es uno de los productos culturales hegemónicos en el marco de la nueva relación de fuerzas sociales imperante, que es necesario remover imperiosamente porque deriva –en un último plano analítico de la inseguridad- en la utilización o manipulación del miedo como elemento de dominación y control social[2]Por un lado, el miedo al delito puede entenderse como la percepción subjetiva de las probabilidades de convertirse en víctima de un delito. Por el otro, esos mismos temores importan una expresión sintética de otros miedos de mucha más dificultosa identificación y dominio. Miedos humanos ancestrales, existenciales, donde la muerte configura una especie de vórtice irrebatible que tiende sistemáticamente a ser eludida como principio y fin de todos los temores, justamente por su indocilidad e irreversibilidad. Lo que provoca una suerte de “trabajo práctico” que se expresa en la construcción fragmentaria del “miedo al otro” como única forma de coexistencia militante frente a lo sobrecogedor e inmanejable de la vida y de la muerte.Es la actualización en clave de la modernidad tardía de los miedos cósmicos antiguos, de los miedos religiosos del medioevo, del miedo moderno a la política, al Leviatán. “Al tiempo que se insiste en que podemos conseguir cualquier cosa que anhelemos, la inseguridad endémica es el único logro no perecedero. Los efectos del debilitamiento de la seguridad, la certeza y la protección son notablemente similares, y nunca resulta claro si el miedo generalizado deriva de una insuficiente seguridad, de la ausencia de certeza o de la desprotección. La angustia es inespecífica y el miedo resultante puede atribuirse a causas erróneas y realizar acciones inútiles para resolver el problema de fondo. Se tiende a la agresividad, y se buscan chivos expiatorios, porque la desconfianza es corrosiva y la identidad del yo transitoria, cambiante. La vida insegura se vive entre gente insegura y solitaria, porque, como dijo Margaret Thatcher, la sociedad no existe”[3].El delito, y muy especialmente las estrategias estatales que se diseñan para contenerlo pasan a configurar una nueva forma de articulación y organización de la vida cotidiana. El miedo al delito, como un fetiche postmoderno, se ha inscripto como un insumo básico en las agendas políticas. “Gobernar desde el delito” implica actualmente una tentación irrefrenable, que tanto permite ganar elecciones, controlar y dominar, como deteriorar el catálogo de libertades y garantías decimonónicas y la convivencia armónica y medianamente civilizada, sustituida por una concepción sociológica de la enemistad (y la intolerancia). Cualquier parecido con la laureada película “La vida de los otros” no es pura casualidad.Peor aún, y por el contrario, conscientes de los réditos que en términos políticos la “lucha contra el delito” depara, las discusiones de las campañas y las acciones durante las gestiones se vinculan inexorablemente a la puesta en escena de gestualidades y gramáticas tan ampulosas y demagógicas como inocuas e inservibles, y de prácticas militarizadas, segregativas y violentas, casi siempre criminales. “Gobernar a través del delito”[4], además de resultar corrosivo de la propia democracia, marca el agotamiento y los límites objetivos que en términos de transformación de las nuevas sociedades “bulímicas” del capitalismo neoliberal de la periferia, exhiben la política y los estados[5].Es importante destacar además un dato comparativo por cierto revelador de la indigencia teórica de estas prácticas y ejercicios propagandísticos: mientras el “miedo al delito” ocupa el centro de la agenda social en la Argentina, la edición 2002 de la Encuesta de Seguridad Pública de Cataluña señalaba las diferentes formas que la inseguridad asume para los habitantes de esa región, advirtiéndose allí que la criminalidad convencional en modo alguno excluye ni desplaza la preocupación ciudadana por otras incertidumbres tanto o más relevantes, como la pérdida del empleo, de la vivienda, de la salud o factores asociados a terceros, como por ejemplo la negligencia médica, el envenenamiento y el deterioro del medio ambiente, en tanto realidades propias de la modernidad tardía. Esta misma encuesta revela, además, que una mayoría abrumadora de ciudadanos de Cataluña intuye, paradójicamente, que el incremento de los delincuentes en prisión aumentará sus problemas y su inseguridad, al igual que la instalación de cárceles cercanas a sus lugares de residencia[6].No obstante, tampoco parece del todo cierto que el reclamo de mayor seguridad a costa de menos libertades configure un clamor del todo unánime, como se pretende hacer creer, sin una problematización o indagación previa medianamente consistente. Una investigación de César Manzanos Bilbao[7] en Euskadi, da cuenta de la escasa confianza de la gente en las agencias de control del delito, particularmente en la cárcel y en la imposición de penas más duras, donde la búsqueda de alternativas a la pena de prisión constituye la respuesta mayoritaria de los entrevistados. Este trabajo debe completarse con mi investigación, efectuada sobre las percepciones e intuiciones de la agencia policial en la Provincia de La Pampa. Ambas dan la pauta de que es posible contrarrestar la pretendida hegemonía de los discursos draconianos sustentados en un sistema de creencias que remite en apariencia, o en un primer análisis, a la punición.Una segunda instancia, más reflexiva, en un contexto de exploración etnográfica, con una simbología y un marco diferentes, nos devuelve, al parecer, respuestas hasta ahora impensadas.En el estudio de Manzanos, la gente descree de la cárcel, de las penas más severas y aboga por alternativas superadoras. En las conclusiones de mi trabajo, la propia policía (más del 70% de los entrevistados), concibe a las políticas públicas de seguridad como meras improvisaciones destinadas a visibilizarse ante la población y hacer ver socialmente que “se está haciendo algo contra el delito”.Las encuestas de victimización llevadas a cabo en el año 2004, revelaron que en algunos barrios de Santa Rosa, solamente el 16% de las personas habían sido víctimas de un delito a lo largo de su vida, y sin embargo, al momento de ser indagadas sobre las principales necesidades del propio barrio, la “seguridad” trepaba al primer lugar de las demandas, con el 50% de las respuestas, reproduciendo la enorme brecha entre la seguridad objetiva y el miedo al delito, en una provincia donde los indicadores de homicidios cada cien mil habitantes se acercan a los más bajos del mundo. Es decir, la “sensación de inseguridad” constituye una intuición fuertemente mediatizada y autonomizada del riesgo objetivo de victimización de los ciudadanos (lo que se reproduce en la Encuesta Nacional de Victimización realizada por la Dirección Nacional de Política Criminal de la Nación).Es menester entonces dar en la Argentina una discusión sostenida desde la sociedad y el Estado, reivindicando la amplitud del concepto de seguridad humana, que es central justamente en el marco de una sociedad que, como pocas, ha sufrido las inseguridades que el capitalismo tardío marginal depara.La convalidación de una percepción reaccionaria de la “inseguridad” únicamente se comprende a partir de una declinación en el plano discursivo, cooptado y rellenado a su imagen y conveniencia por los sectores más conservadores de la sociedad, que además se escudan en el “cumplimiento de la ley” como forma de disciplinamiento ritual. Es que las nuevas formas de dominación obligan a ocultar la verdadera ideología de sus mentores y ejecutores políticos. Así, por ejemplo, valores tales como la “democracia”, la “legalidad”, la “familia”, la “autoridad” y el “orden” son patrimonio casi exclusivo de lo peor de la derecha argentina, justamente porque se ha dejado de lado la discusión sobre el contenido conceptual de esas apelaciones. Las experiencias políticas en los estados convenientemente debilitados, en los que la “lucha contra el delito” se vuelve indispensable para la legitimación de los mismos, demuestran que estas irrupciones conducen a regímenes autoritarios y policíacos, que conservan las formas extrínsecas aparentes de la democracia, pero al mismo tiempo habilitan las políticas “de mercado”, el espionaje y la persecución interna[8]. No tanto el orden como el mítico retorno a un orden inexistente, no tanto la autoridad como la vulgar vocación de la erradicación social de los diferentes, constituyen los insumos que tienden a exacerbar y resignificar en clave conservadora, a los “nuevos” miedos como articuladores de la vida cotidiana. Los discursos políticos desbordan de lugares comunes, apelaciones tan enfáticas como inconsistentes respecto de la lucha que a diario se emprende (y se vuelve a emprender sin solución de continuidad en democracias de “baja intensidad”) contra el desorden y la inseguridad, sin que siquiera nos percatemos de que esas mismas narrativas, transmitidas en clave de amenazas, enmascaran o suprimen deliberadamente cualquier tipo de propuesta dirigida a revertir las inéditas asimetrías sociales de la tardomodernidad en nuestro margen, con la complicidad aberrante de la “prensa libre” complaciente. Como durante la época del fascismo, la “acción” (en rigor, los fastos punitivos) se prioriza a la razón y la demagogia a la experticia. Por el contrario, esta “guerra preventiva interior”, se percibe desde las intuiciones colectivas como un hacer impostergable, justo, heroico, cruzado, aunque se emprenda contra los destituidos, los marginales, los excluidos y los disidentes que se animan a reclamar por su derecho a vivir con apego a bagajes culturales alternativos a las “buenas costumbres” y la “moral” única, que reniegan de los datos objetivos del pluralismo y la diversidad de nuestras sociedades fragmentarias.*Docente e Investigador. Universidad Nacional de La Pampa. www.derecho-a-replica.blogspot.com

[1] Martín, Adrián Norberto: "El miedo a la relación con el "otro" como política de control social", Ponencia presentada en el II Seminario de Derecho Penal y Criminología, realizado los días 15, 16 y 17 de noviembre de 2002 en la UNLPam
[2] Wagman, Daniel; “Los cuatro planos de la seguridad”, Ponencia presentada en el Congreso “Política Social y Seguridad Ciudadana”, Escuela Universitaria de Trabajo Social, Vitoria- Gasteiz, 2003, actualmente disponible en el sitio “Seguridad Sostenible”, www.iigov.org/seguridad/?p=17_01.

[3] González Duro, Enrique: “Biografía del miedo”, Ed. Debate, Barcelona, 2007, p. 245.
[4] Simon, Jonhatan: “Gobernando a través del delito”, en Delito y Sociedad, Número 15, Universidad Nacional del Litoral, p. 75 y ss.
[5] Young, Jock: “Canibalismo y bulimia. Patrones de control social en la modernidad tardía”, en “Delito y Sociedad”, N° 15-16.
[6] “Encuesta de Seguridad Pública de Catalunya”, Edición 2002, Departament de Justícia i Interior de la Generalitat de Catalunya, p. 182 y 183.
[7] “La imagen social del delito. Victimización, autoinculpación y visión de la intervención policial y penal. Investigación aplicada en la sociedad vasca”, en “Paisaje Ciudadano, delito y percepción de la inseguridad. Investigación interdisciplinaria del miedo urbano”, Ed. Dykinson, Instituto Internacional de Sociología Jurídica de Oñate, 2006.
[8] Christie, Nils: “Una sensata cantidad de delito”, Editores del Puerto, Buenos Aires, 2004, p. 74.
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Por Elena Larrauri, Profesora de Derecho Penal y Criminología de la Universidad Pompeu Fabra. Publicado con la autorización de la autora, prologuista del libro del responsable de este espacio "Ensayo de Criminología Crítica Argentina" (1999).


I. Introducción (:¿qué se quiere abolir y qué se quiere justificar?).
II. Garantismo y justificación del derecho penal (: prevención de "venganzas privadas").
II.1. La privatización del derecho penal.
II.2. La violencia arbitraria.
III. Garantismo y justificación del derecho penal (: prevención de delitos).
III.1. El mito de la prevención general.
III.2. La (no) justificación de la pena.
Bibliografía.

I. Introducción (¿qué se quiere abolir y qué se quiere justificar?)(2).
Una de las críticas más celebradas contra las propuestas abolicionistas es que la pretensión de abolición del derecho penal, y no sólo de la cárcel(3), es discutible porque implicaría la desaparición de los límites de la intervención punitiva del Estado(4).
Esto provoca que compañeros de viaje del abolicionismo, cuando este sugería la abolición de la cárcel, se hayan alejado de estas propuestas manifestándose más cercanos a lo que se ha dado en llamar, a raíz del libro Derecho y Razón (Ferrajoli, 1995), garantismo.
Sin embargo, la discusión entre abolicionismo y garantismo corre el riesgo de agotarse: en primer lugar porque la falta de garantías siempre puede ser esgrimida contra cualquier propuesta descriminalizadora. En efecto, incluso frente a las propuestas de descriminalización a través de sanciones administrativas, se esgrime a modo de objeción las menores garantías del derecho administrativo, sin cerciorarse antes no sólo de qué garantías se pierden en concreto, sino además de lo que se gana: una mayor efectividad que impide el recurso a una mayor severidad (Cid,1996a:135-150; 1996b:25).
Como advierte el propio Ferrajoli (1995:717):
"(...) parece una hipocresía institucional la preocupación, manifestada en ocasiones, por el hecho de que la despenalización pueda redundar en una reducción de las garantías del ciudadano; algo así como que éste prefiera -en nombre de las garantías de la 'pena' pero no de los costes que implica el proceso- los efectos estigmatizantes de una pena, aunque sea pecuniaria, a una sanción administrativa igualmente pecuniaria."
Por ello, frente a cualquier propuesta alternativa a la intervención del derecho penal no basta, en mi opinión, hacer una referencia abstracta a la ‘ausencia de garantías’, sino que debería mostrarse en concreto cuáles son las garantías a las que se renuncia y cuáles son las ventajas que soluciones alternativas aportan a cambio de esta disminución de garantías.
El segundo motivo por el cual la discusión entre ‘garantistas’ y ‘abolicionistas’ deviene confusa es por la ambigüedad y dificultad de ambos discursos. A la imprecisión del slogan ‘Abolición del sistema penal’ (:¿qué se quiere abolir exactamente?) se le añade la dificultad de entender exactamente qué está justificando Ferrajoli (¿el derecho, la pena, o la prisión?).
Así por ejemplo, cuesta entender cuál es exactamente el motivo de controversia cuando Ferrajoli se manifiesta partidario de la abolición de la pena de prisión(5). O cual es el motivo de la divergencia, por lo menos, con aquellos autores partidarios del abolicionismo pero que, sin embargo, quizá por su formación más jurídica(6), defienden que las soluciones alternativas al derecho penal deben incorporar, y no renunciar a, determinadas garantías procesales como la presunción de inocencia, principio de contradicción o principio de proporcionalidad, por poner algunos ejemplos(7).
No obstante, a pesar de ser numerosos los puntos de convergencia intentaré también clarificar las divergencias entre la posición de Ferrajoli y las posiciones abolicionistas.
Pienso que son claras las razones por las que los autores originarios del abolicionismo consideran insuficiente la consigna de ‘abolición de la prisión’. Como afirma Bianchi (1994:3):
“(…)Mientras se mantenga intacta la idea de castigo como una forma razonable de reaccionar al delito no se puede esperar nada bueno de una mera reforma del sistema. En resumen, necesitamos un nuevo sistema alternativo de control del delito que no se base en un modelo punitivo sino en otros principios legales y éticos de forma tal que la prisión u otro tipo de represión física devenga fundamentalmente innecesaria”.
En consecuencia parece claro que, para los autores abolicionistas, la propuesta de abolición de la prisión es insuficiente, porque no reta la idea de que el castigo sea una forma idónea de reaccionar frente a muchos fenómenos que denominamos delito y sin embargo amagan problemas sociales.
Por ello se empieza a hablar de resolución de ‘problemas sociales’ (Hulsman, 1986:66-70), para indicar que si uno se aproxima a los eventos criminalizados y los trata como problemas sociales, ello le permite ampliar el abanico de posibles respuestas, no limitándose a la respuesta punitiva(8).
Ello podría ser compartido, como pienso lo es, por los partidarios del derecho penal mínimo. Sin embargo, si este partidario fuese insistente nos confrontaría con la siguiente pregunta: ¿queda algún espacio para el castigo?. Dicho de forma coloquial, imaginemos que los problemas sociales se resuelven por medio de una política social o bien por otras iniciativas políticas o legislativas que no implican un recurso al castigo, aun así ¿queda algún ámbito para expresar repulsa?. Pienso que sí.
Sin embargo, en mi opinión, ello no implica renunciar a la propuesta abolicionista, porque frente a un comportamiento respecto del cual queremos mostrar repulsa también podemos argüir que esta ‘repulsa’ ha de adoptar una forma fundamentalmente reparadora por ejemplo, ha de vetar determinados castigos por inhumanos como la prisión, y ha de constituirse en una justicia más democrática y participativa para con los afectados(9).
Hasta aquí he expuesto mis reflexiones, pero acepto como crítica que el discurso abolicionista debiera elaborar más el si (frente a que comportamientos pensamos que debe mostrarse una repulsa clara) y el cómo mostrar repulsa (no bastando la referencia genérica al derecho civil o sistemas de justicia informal).
La primera crítica a las imprecisiones abolicionistas hace referencia a que el recurso a la resolución de problemas sociales no contesta a los casos en los que el daño social no es expresión de ningún problema social (Cohen,1987:230), o bien aunque lo sea pensamos que, mientras tanto se resuelva, debe atribuirse una responsabilidad personal.
En estos casos, los autores abolicionistas admiten la necesidad de adoptar una medida coactiva, no para castigar, pero sí para reparar o neutralizar el conflicto (y en casos excepcionales para incapacitar a la persona que conlleva un peligro).
Pues bien, la pregunta que surge rápidamente es: ¿pero acaso estas respuestas no son ‘castigos’ con otro nombre?. Evidentemente son medidas coactivas, pero, aun cuando la elaboración teórica sea embrionaria, puede observarse que ni la justificación, ni el tipo de respuesta, ni la forma, obedecen a lo que hoy denominamos castigo.
La segunda imprecisión abolicionista se refiere al cómo mostrar repulsa. Las propuestas alternativas acostumbran a oscilar entre una referencia genérica al derecho civil o a sistemas de justicia informal, en los que se pretende devolver el conflicto a la víctima (Christie,1976; 1992: 157-182).
La inconcreción de estas propuestas que enfatizan el objetivo de la reparación, la participación de la víctima, la mediación con el infractor y la presencia de un tercero sin poder para imponer, como alternativas a la pena y al proceso penal, es lo que ha comportado la acusación de que estas alternativas corren el riesgo de vulnerar todo el sistema de garantías que ha articulado el proceso penal formal.
Debiera advertirse, no obstante, que la forma en como estas propuestas se han concretado en Europa es fundamentalmente la mediación entre víctima-infractor, realizada como alternativa al proceso pero respetando obviamente principios como, por ejemplo, el de legalidad formal o material.
Por ello, aun reconociendo la necesidad de elaborar más las garantías que quedan afectadas en este u otro modelo alternativo, no es correcto, en mi opinión, seguir repitiendo la objeción de que se prescinde de toda regulación jurídica o de todas las garantías(10), ya que estas propuestas abolicionistas ni prescinden de la intervención de terceros, ni prescinden del derecho como mecanismo regulador que proporciona el marco donde se realiza el acuerdo(11).
Expuestas las imprecisiones del discurso abolicionista quisiera ahora detenerme en las dificultades que observo en el discurso garantista.
La primera cuestión que suscita no poca controversia es cuál es el objeto de justificación en la teoría de Ferrajoli. En ocasiones, por las múltiples alusiones al ‘estado de naturaleza’, parece que el objeto de justificación es lo que él denomina la ‘forma jurídica’ de la pena. Ahora bien, si el énfasis es en la necesidad de respetar una regulación jurídica ello no es aún suficiente para declarar justificado el derecho penal.
Ha advertido Zaffaroni (1990:82), en mi opinión correctamente, que:
“Las críticas de Ferrajoli al abolicionismo parecen centrarse en ciertas simplificaciones del mismo, como puede ser la pretensión de suprimir al sistema penal dejando todos los conflictos sin solución (…), o bien, suprimir el derecho penal -como discurso jurídico- dejando intacto todo el ejercicio de poder de las agencias del sistema penal”.
La segunda duda que me surge es si Ferrajoli justifica ‘la pena’ o la pena de prisión. La respuesta posible es ambas, ya que Ferrajoli asume un concepto de pena que no excluye la pena de prisión. En consecuencia, aun cuando está dispuesto a abolir la pena de prisión, no está dispuesto a elaborar un concepto de pena que vete de su catálogo a la pena de prisión.
Y paradójicamente Ferrajoli (1989:420) rechaza como pena la reparación debido, en su opinión, a que la pena sólo puede consistir en una privación de derechos pero no en una obligación de resarcir. Parece evidente que el rechazo a la reparación no puede sustentarse en una disminución de garantías(12) y más bien lo que parece latir bajo este rechazo es una renuncia a alterar la forma en que se concibe hoy el derecho penal y permanecer anclados en una separación ‘ontológica’ entre derecho civil y derecho penal.
La tercera dificultad con la que tropiezo es su criterio para declarar justificada una pena. Para Ferrajoli para que la pena (también la de prisión) esté justificada debe ser capaz de cumplir las finalidades que se le asignan, esto es, de prevención de delitos y venganzas.
Parece obvio, no obstante, que no basta con el cumplimiento de las dos finalidades mencionadas para que una pena esté justificada. Por poner un ejemplo provocativo, pero claro, la pena de muerte puede ser preventiva y servir para evitar venganzas informales o linchamientos. Sin embargo, evidentemente, Ferrajoli la descarta por representar una vulneración de los derechos humanos. La cuestión que se me plantea es ¿porqué razón Ferrajoli no está dispuesto a argüir que la pena de prisión es también una vulneración de derechos humanos?(13).
Adicionalmente, de acuerdo a Ferrajoli, para que una pena esté justificada debe probarse que cumple con las finalidades antes expuestas. En este sentido Ferrajoli (1995:325) distingue doctrinas de justificación (criterios valorativos que sólo pueden rebatirse con argumentos normativos) y justificación (comprobación empírica de los fines preconizados). Entiendo como un avance de la teoría de Ferrajoli que no declare la pena justificada hasta que no se pruebe empíricamente la correspondencia entre el fin que debe servir y la función que efectivamente cumple, superando con ello la creencia de que basta la alegación de la prevención de delitos para creer que la pena está justificada (falacia normativista).
Ahora bien, esta comprobación requiere no solo demostrar que la pena (en concreto de prisión) previene sino que previene al menor coste que otro medio punitivo menos lesivo (Nino, 1980:428). En este caso no consigo convencerme de porqué la pena de prisión es el medio menos lesivo para garantizar el fin de prevención de delitos o de venganzas privadas respecto de otro tipo de medidas preventivas o coactivas de severidad inferior(14).
Yo pienso, además, que la comprobación empírica que se nos pide es imposible (prevención de delitos y venganzas a un menor coste que si la pena no existiera), pero ello sólo hace que destacar que lo que aparece como una demostración fáctica es en el fondo una opción valorativa. Y por tanto, en atención a distintas posiciones ideológicas, puede defenderse que la pena de prisión siempre representa un costo mayor, o presumirse que éste es menor.
La cuarta y última duda que expongo se refiere a los requisitos para declarar una pena no justificada. En un principio parecería que si se consiguiese demostrar que la pena de prisión no previene, la conclusión debiera ser que no está -de acuerdo a una doctrina de justificación que la justifica por ser preventiva- justificada.
Sin embargo, me desconcierta el razonamiento de Ferrajoli (1995:326) y que si he entendido bien se expresa del siguiente modo: La prueba empírica afecta a una pena concreta cuando se demuestra no sólo que no previene delitos o venganzas sino que no está en disposición de prevenir, esto es, se plantea un objetivo que además de irrealizado es irrealizable.
Me desconcierta porque no veo la forma de convencer al lector escéptico punitivo de que ello no ha sido realizado pero es realizable. Imaginemos la discusión con un norteamericano. La pena de prisión no previene delitos. Respuesta: es porqué no se aplica con suficiente certeza o con suficiente severidad, pero la pena de prisión está justificada por el fin de la prevención de delitos(15).
En conclusión, es desalentador que la doctrina de justificación elegida por Ferrajoli, de prevención de delitos y venganzas, permita legitimar la pena (también de prisión) al sustraerla de una comprobación empírica irrefutable. Y me produce desazón la escasa atención destinada a declarar la pena de prisión ilegítima. Por ello, hubiera preferido que, con todas las dificultades, se intentara elaborar una justificación del derecho penal y un concepto de pena que vetasen el recurso a la prisión.
En cualquier caso, espero haber conseguido mostrar que el debate es complejo y, en mi opinión, no se le hace justicia cuando se simplifica en forma disyuntiva de ‘garantías sí’, ‘garantías no’, en vez de evidentemente garantías sí, pero ello no implica asumir el derecho penal en su forma actual, que se caracteriza no sólo por asegurar unas garantías sino por estar presidido por el objetivo de castigar en vez de solucionar o neutralizar el conflicto, por imponer unas penas al infractor que consisten en privarle de libertad y por negar autonomía a la víctima.
Hasta el momento he alegado dos motivos por los cuales la discusión entre abolicionismo y garantismo puede estancarse(16). Estos dos motivos son que la crítica de ‘ausencia de garantías’ sin indicar cuales, o a cambio de qué ventajas, o con cuáles transformaciones, siempre puede esgrimirse contra cualquier propuesta descriminalizadora y, el segundo, que por la propia inconcreción de los términos utilizados se llegue a un estado de grave confusión.
Quisiera para terminar, advertir que, en mi opinión, sería de lamentar, desde un punto de vista político criminal, que esta discusión nos hiciera olvidar que el objetivo inicial del abolicionismo era la abolición de la pena de prisión. Y si los abolicionistas han de extremar su atención en aras de salvaguardar las garantías de las personas en cualquier alternativa a la pena o al sistema penal, los garantistas no debieran olvidar que estas garantías debieran conducir a aplicar una pena distinta de la pena de prisión(17).

II.Garantismo y justificación del derecho penal (: prevención de "venganzas privadas").
“Los estados modernos organizados en gobiernos democráticos prescinden de leviatanes hereditarios, pero no han encontrado la manera de prescindir de las desigualdades de riqueza y poder respaldadas por un sistema penal de enorme complejidad. Con todo, la vida del hombre transcurrió durante treinta mil años sin necesidad de reyes ni reinas, primeros ministros, presidentes, parlamentos, congresos, gabinetes, gobernadores, alguaciles, jueces, fiscales, secretarios de juzgado, coches patrulla, furgones celulares, cárceles ni penitenciarías. ¿Cómo se las arreglaron nuestros antepasados sin todo esto?” Marvin Harris (1993:6).
En su crítica a las posiciones abolicionistas Ferrajoli (1995:249-252; 337-338; 341-343) expone los peligros que comporta la abolición del derecho penal. En su opinión la desaparición de éste conllevaría o bien la existencia de una anarquía punitiva -en la que a toda comisión de delito le seguiría una respuesta estatal o social salvaje-, o bien la existencia de una sociedad disciplinaria -en la cual la comisión de delitos sería fácticamente imposible por la existencia de una vigilancia social o estatal omnipresente-.
Frente a estas perspectivas, denominadas "utopías regresivas", surge el derecho penal mínimo como alternativa progresista (Ferrajoli, 1995:341)(18).
La crítica de Ferrajoli a las posiciones abolicionistas extrae su fuerza de dos imágenes. Una primera proviene del pasado y contrapone el ‘estado de la naturaleza´, en el que presuntamente regía la ‘ley del más fuerte’(19), a la existencia de un ‘estado de derecho’ en el cual el poder se ejerce de acuerdo a unas reglas.
La traducción de esta metáfora al derecho penal es ampliamente conocida y compartida por el discurso penalista que acostumbra a contraponer ‘venganza privada’ y ‘pena’, como correspondientes a cada una de las épocas mencionadas.
La segunda imagen, utilizada por Ferrajoli para criticar las propuestas abolicionistas, se basa en una determinada visión del futuro y en concreto en Foucault (1984:312-314) quien, como es conocido, visionó la creación de un archipiélago carcelario. El pronóstico de Ferrajoli es que, en ausencia de derecho penal, surgiría una ‘sociedad disciplinaria’, cuya regulación impediría la posibilidad de delinquir al coste de una vigilancia omnipresente.
Esta imagen también tiene una traducción en el ámbito, en este caso, criminológico como es la creencia de que todos los castigos alternativos a la pena de prisión representan un aumento del control social.(20)
Debido a la dificultad de hacer pronósticos de futuro, acerca de qué tipo de sociedad acompañará a la desaparición de la cárcel, me centraré en la versión histórica asumida por Ferrajoli.

II.1. La privatización del derecho penal.
Como he expuesto, la crítica al discurso abolicionista parece basarse en la convicción de que en ausencia de pena pública (reacción estatal) se produce una ‘venganza de sangre’ (respuesta privada), la cual es más violenta. En esta línea, Ferrajoli (1995:487) contrapone la época pre-moderna, denominada arcaica y ius-privatista, con la época moderna. La primera aparecería caracterizada por la ‘venganza privada’ (que acostumbra a ser denominada ‘venganza de sangre’ o incluso ‘precio de la sangre’) y la segunda fase se caracteriza por la ‘pena pública’.
"Es bien cierto que en los origenes del derecho penal la pena ha sustituido a la venganza privada. (...) En este sentido bien se puede decir que la historia del derecho penal y de la pena corresponde a la historia de una larga lucha contra la venganza. El primer paso de esta historia se produce cuando la venganza se regula como derecho-deber privado, incumbente a la parte ofendida y a su grupo de parentesco según los principios de la venganza de la sangre y la regla del talión. El segundo paso, bastante más decisivo, tiene lugar cuando se produce una disociación entre juez y parte ofendida, y la justicia privada -las represalias, los duelos, los linchamientos, las ejecuciones sumarias, los ajustes de cuentas- no sólo se deja sin tutela sino que se prohibe. El derecho penal nace precisamente en este momento: cuando la relación bilateral parte ofendida/ofensor es sustituida por una relación trilateral en la que se situa en una posición de tercero o imparcial una autoridad judicial" (Ferrajoli, 1995:333).
Si bien Ferrajoli (1995:287,nota 31; 346, nota 16 y 17; 522, nota 93) documenta su visión histórica, ésta no es la única versión de la que hoy disponemos. Al respecto me gustaría introducir algunas reflexiones, aún inacabadas, que he extraído de la lectura de diversos estudios penales históricos(21).
En primer lugar no acierto a comprender en que sentido se utiliza el concepto de venganza privada. Si con ello se pretende expresar la ‘entrega del delincuente a la víctima’, debo manifestar que no alcanzo a vislumbrar en que época ello sucede.
Más bien, desde la época de Grecia (s.VII a.C.) lo que nos muestran los estudios históricos es la intervención de poderes públicos en los conflictos que afectaban a las partes. Así, por ejemplo, la existencia de la asamblea de ciudadanos en Grecia, de consejos locales de ancianos en las civilizaciones antiguas de Mesopotamia, Asiria o Israel, o las asambleas de magistrados del Imperio Romano (Peters, 1998:4-14)(22).
El derecho penal era ‘privado’ en la medida en que reconocía un poder de disposición a la víctima para iniciar el proceso o para finalizarlo (mediante, por ejemplo, el perdón). El derecho penal era también ‘privado’ por el carácter de algunas penas como, por ejemplo, la composición o indemnización dirigido a la víctima, o incluso las ergastulas (cárcel privada).
Pero ya se estudie el proceso o se consideren las penas, lo que en todo caso se requería era la intervención y aprobación de una autoridad pública (Spierenburg, 1998:45). En consecuencia, parece erróneo asumir una contraposición entre público y privado y pareciera más apropiado partir de una ambigüedad en los límites existentes entre lo, que hoy denominamos, ‘público’ y ‘privado’.
La segunda duda que me surge al leer la exposición histórica de Ferrajoli se refiere a la época en la cual se sitúa el apogeo de la ‘venganza privada’. En ocasiones la ‘venganza privada’ parece retrotraerse a épocas remótas indocumentadas, pero, en otras, se sitúa en la época pre-moderna.
Siguiendo a Hespanha (1990:181) me parece que el término de ‘venganza privada’ es inapropiado para describir la época previa a la formación del Estado Moderno. Por ‘venganza privada’ parece aludirse al poder de la víctima, del ofendido. Sin embargo, la carácterística del poder punitivo en la Edad Media es su dispersión en un conjunto de poderes, repartidos entre los distintos señores feudales, la Iglesia, la comunidad local, el padre de familia o el ejercito. Reducir estos poderes penales dispersos al título de venganza privada no permite comprender como funcionan los poderes punitivos en una época previa a la aparición del Estado moderno(23).
Mi tercera duda se refiere en esta ocasión al tipo de respuestas que acostumbran a considerarse como ‘venganza’. El término venganza privada parece utilizarse como sínonimo de respuestas sangrientas ("represalias, duelos, linchamientos, ejecuciones sumarias o ajustes de cuenta"). Sin embargo, en mi opinión, es erróneo equiparar penas ‘privadas’ con ‘venganza de la sangre’.
Por los textos que he podido consultar la víctima dispone, además de la posibilidad de matar a su ofensor (desde luego no en todos los delitos, e incluso en estos no a toda persona que los relizara), de la posibilidad de exigir compensación, de la posibilidad de encerrar en una cárcel, de la posibilidad de perdonar con o sin precio, o de la posibilidad de recurrir a terceros, como un notario, o el lider de la comunidad, para evitar el proceso (Lenman-Parker,1980:18-22).
Pienso que la lista expuesta por Ferrajoli, además del equívoco de denominar a este tipo de reacciones ‘privadas’, tiende a enfatizar el carácter ‘sangriento’ de cualquier tipo de reacción privada, ignorando que la respuesta privada, entendiendo por tal la que reconoce un poder de disposición a la víctima, no revestía siempre el carácter letal que parece atribuírsele(24).
La cuarta y última duda que me surge, muy vinculada a la anterior, cuando leo la evolución histórica expuesta por Ferrajoli es que este autor parece presumir que el tránsito de ‘venganza privada´ a ‘pena pública’ conllevó una disminución de la violencia.
En esta línea es significativo que la respuesta privada sea caracterizada siempre como ‘venganza’ (de la sangre) y, por el contrario, la venganza pública merezca el título de ‘pena’ a pesar de su carácter brutal. Me parecería más correcto destacar que, en ambos casos, estamos frente a respuestas que son más o menos brutales en atención a la época histórica y no en atención a quien la ejerce.
Además, pienso, no se debe desconocer la dificultad de comparar ‘el grado de crueldad’ pues ello depende, como manifiesta Spierenburg (1998), de múltiples factores como, por ejemplo, las sensibilidades de una época histórica, la relación existente con el cuerpo, la importancia de determinados valores o bienes y también, en últimas, del grado de aplicación de las penas previstas en los textos legales (Hespanha, 1987:518-519; 1990:195-196; Hay, 1975:23; Lenman-Parker, 1980:12-14)(25).
La tesis implícita de que la privatización del derecho penal era más violenta se ve contradecida cuando se comparan el modelo restitutivo (germánico) basado en la restitución y el modelo punitivo (romano). El choque de ambos sistemas, entre aproximadamente los siglos XII y XIX y el triunfo último del modelo punitivo (Lenman-Parker, 1980:23-32)(26) no creo que deba ser presentado ni como un proceso pacífico ni guiado por el interés de pacificar a la víctima.
No creo que el proceso de expropiación del poder punitivo, residente en las comunidades feudales y en el cual la justicia real jugó un papel decisivo, al favorecer la concentración del poder punitivo, pueda ser presentado como un proceso guiado por el objetivo de pacificar la sociedad, sino de robustecimiento del poder y de los intereses de la monarquía frente a la nobleza local díscola o frente al propio poder eclesiástico (Tomás y Valiente, 1969:23-46).
No creo tampoco que pueda presentarse como un proceso pacífico, porque para que el derecho penal real pudiera imponerse debió usar la violencia para desproveer a los poderes periféricos del ius puniendi; debió amenazar con penas tanto más elevadas cuanto más ineficaces; debió constituir nuevos delitos que protegiesen al monarca; debió cambiar el carácter de las penas, abandonando cualquier atisbo de justicia restitutiva, para que estas sirvieran los intereses del Imperio (Gacto,1990: 516-517).
En definitiva, el tránsito progresivo de un derecho penal ‘privado’ disperso a un derecho ‘público’ concentrado debiera destacar que este proceso fue violento y que comportó la expropiación del poder de castigar del ofendido, que se plasmaba en su poder de denunciar, en su poder de castigar y perdonar y en su poder de orientar la pena a la satisfacción de sus intereses.

II.2. La violencia arbitraria(27). Planteados algunos de los interrogantes que me surgen al leer la visión histórica de Ferrajoli, podría, no obstante, replicarse que el problema es que en la actualidad se produzcan, en defecto de pena, violencias arbitrarias.
Ante todo debiera recordarse que la negativa del abolicionismo a adoptar una lógica punitiva no equivale a ‘no hacer nada’. Si bien el riesgo de reacción popular es verosímil en los supuestos en los que no existiera ninguna reacción, se puede pensar en dar respuestas, reguladas por el derecho, denunciadoras, reparadoras o neutralizadoras.
No encuentro argumentos convincentes para rebatir el porqué estas respuestas están en inferioridad de condiciones para evitar una respuesta popular de carácter incontrolado.
Es cierto que se podría alegar que la víctima ‘no se conformará’. Pero esta línea de razonamiento nos muestra claramente el problema de acudir a las ansias punitivas para justificar la necesidad de la pena. Por un lado, cuando menos desde una teoría de la justicia, no aceptaríamos como válida este tipo de argumentación para defender determinadas penas o la imposición de una pena(28). No aceptaríamos como argumento ‘lo que puede pasar si’, porque presumimos que el Estado debe contrarrestar y no plegarse a estas demandas (Jäger, cit. por Frehsee, 1987:99).
Por otro lado, en la misma línea, Nelken (1993:282) cuestiona si es suficiente para justificar la pena la posibilidad de que, en su defecto, se produjera una reacción informal. Así se pregunta si es lícito derivar la pena -deber de castigar- de la existencia de un mal -la venganza- y si ello no representa caer en la tan temida falacia de Hume.
"Por qué -se podría objetar- no afrontar el problema de la venganza, en vez de presuponer la existencia y consiguiente necesidad de la pena" (Nelken, 1993:293).
En definitiva, me parece que una cuestión es, como he manifestado anteriormente, requerir una respuesta, otra distinta es mantener que ésta debe adoptar una determinada forma (p.ej. punitiva o incluso determinando la pena concreta de prisión)(29). Pienso que una respuesta pública de carácter denunciador, reparador o neutralizador, puede ser suficiente para evitar el surgimiento de venganzas(30). Más aún, la demostración de la existencia de ansias punitivas no suministraría, en mi opinión, un argumento suficiente para justificar la pena.
Aun cuando no me parece convincente que la existencia de violencias arbitrarias proporcione un argumento concluyente para justificar la pena podríamos, de todos modos, investigar si por lo menos la presunción es cierta, esto es, si una decidida aplicación del derecho penal evita en efecto el surgimiento de venganzas privadas.
Ello no parece demostrado. Como expone Steinert (1980:330), los ejemplos contemporáneos de venganza privada niegan la tesis de que el derecho penal sirva para limitarlas. En este sentido, Steinert recoge las investigaciones empíricas norteamericanas que muestran que los Estados en donde más penas de muerte se ejecutan son también los Estados en donde se producen más linchamientos. Esta constatación conlleva una conclusión contraria a la hipótesis que preconiza que la pena evita estas formas de justicia privada.
Ello no es totalmente sorprendente pues la presunción de que la pena evita venganzas privadas parece ignorar que la hipótesis contraria, esto es, que las demandas punitivas se modelan de acuerdo a la respuesta del sistema penal, es igualmente plausible(31).
Como observa Frehsee (1987:98-108), el discurso penalista tiende a partir de que hay un ‘espíritu de venganza’ que el derecho penal debe limitar. Sin embargo, asumir unas ansias punitivas preexistentes e invariables implica desconocer que hay numerosos aspectos que aún están siendo investigados, como, por ejemplo, ¿qué grupos sociales son más susceptibles de manifestar ansias punitivas?, ¿cómo se crean o incrementan?, ¿qué expresan estas demandas punitivas? o ¿qué relación guardan con el grado de victimización?.
La última pregunta es especialmente pertinente porque, como han revelado diversas investigaciones criminológicas (Sessar,1986:91-96; Frehsee, 1987:147-148), la demanda de pena más severa se produce generalmente por parte de gente que no ha sido directamente victimizada(32). La propia víctima, como han mostrado estas mismas investigaciones, en ocasiones quiere renunciar a la pena a cambio de una reparación, pero es precisamente el Estado y la concepción de la pena pública la que fuerza su imposición. En estos casos parece difícil sostener la afirmación que el derecho penal representa una disminución de la violencia respecto de la respuesta privada.
Hasta el momento, como he destacado, Ferrajoli (1995:332-333) constantamente defiende la necesidad del derecho penal para evitar la venganza informal, salvaje, arbitraria, equiparándola a venganza privada. Sin embargo, en su réplica a las críticas de Nelken, Ferrajoli (1993:489) matiza que él no identifica prevención de la punición informal o excesiva con venganza privada:
"Yo he sostenido al propio tiempo una tesis más compleja y más simple: que el segundo objetivo justificante de la pena es la prevención de punición ‘arbitraria’ e ‘informal’, como por ejemplo la venganza, pero también como, y diría que sobretodo, las reacciones de tipo policial e ilimitado que sucederían por parte de fuerzas y de la autoridad estatal si el derecho penal no existiese".
En consecuencia, a tenor de los ejemplos utilizados por Ferrajoli (1993:489-490) de ejecuciones sumarias, torturas, malostratos, parece que el derecho penal se justifica por lo que el Estado haría en ausencia de un sistema de garantías.
Fundamentalmente el derecho penal sirve para evitar reacciones excesivas por parte del propio Estado. El argumento así varía, frente a un poder penal concentrado desregulado en manos del propio Estado (y no la imagen de la venganza privada), es mejor un poder sometido a garantías. Desde luego.
La primera paradoja que surge es si es válida este tipo de argumentación. A mí no me parecería convincente que un argumento en favor de la pena de muerte fuera que en caso contrario podríamos ser víctimas de los escuadrones de la muerte.
La segunda paradoja es, de nuevo, que admitir la necesidad de someter el poder del Estado a límites garantizados normativamente no conlleva asumir todo el modelo punitivo. La regulación jurídica de todo poder es defendible, pero ello no implica que además no se puedan plantear cambios respecto de la forma en que está articulado este poder.
Y la tercera es, si no presume demasiado para el derecho penal el pensar que este es el instrumento adecuado para evitar violencias arbitrarias. Si observamos los ejemplos contemporáneos en los cuales se suceden ejemplos de ‘guerra sucia’ y partiendo de la complejidad de las razones, puede especularse que ello obedece a un defecto de aplicación del derecho penal, pero el examen de otros episodios de violencia arbitraria nos muestra que tienen poco que ver con la aplicación o no del derecho penal(33).
Por ello, una estrategia alternativa, pero no excluyente, a la necesidad de regular, sometiendo a límites, consiste en reducir el poder punitivo del Estado. La concreción de esta posibilidad quizá sería posible abogando por un modelo de justicia restauradora, que vetase determinados tipos de penas como la prisión (por su carácter exclusivamente punitivo) y concediese un mayor protagonismo a la víctima (para juzgar y para determinar la respuesta)(34). Este poder reducido debería ser, obviamente, sometido a garantías.
RECAPITULACIÓN: No creo que el modelo de ‘derecho penal restitutivo’ pueda ser presentado como ‘venganza privada’. Asimismo me parece cuestionable que el modelo de ‘derecho penal punitivo’ surgiera para limitar la ‘venganza privada’. Tampoco me parece convincente argüir que en nuestras sociedades contemporáneas la única forma de evitar violencia arbitrarias sea mediante la imposición de una pena. Pienso que se requiere una respuesta, pero no es obligado que esta respuesta esté presidida por la lógica punitiva en vez de denunciatoria, reparadora, protectora o neutralizadora.
Si los argumentos expuestos hasta el momento son plausibles, la consecuencia es que el miedo a las ‘venganzas privadas’ o reacciones estatales incontroladas, no suministran una justificación al modelo de derecho penal basado en la punición del delincuente.
En mi opinión, una justicia restauradora (van Ness, 1990) está en condiciones de evitar también este riesgo, en la medida que cumple los dos requisitos que pienso son esenciales, la de someter el poder a una regulación jurídica y la de otorgar una respuesta que, al tiempo de orientarse a la resolución del conflicto, permita denunciar el daño social realizado (Günther,1989:45-48) y atribuir responsabilidades.

III.Garantismo y justificación del derecho penal (:la prevención de delitos).
“En palabras breves y claras: La prevención general funciona respecto de los que no la ‘necesitan’. Respecto de los que la ‘necesitan’ no funciona.
Esta conclusión se deriva del marco de referencia comunicativo. La estructura de signos donde aterriza y se interpreta el mensaje preventivo y el contexto de interpretación donde se recoge y traduce el mensaje, es de una naturaleza tal que la señal no es efectiva y el mensaje no se entiende en la forma que el emisor pretendía. En un contexto de problemas complejos relacionados con el alcohol, la familia, la situación laboral y educativa, que, conjuntamente, constituyen la estructura relevante de signos y el contexto de interpretación, la señal no se interpreta como una (amenaza de) sanción preventiva o mensaje educativo. Más bien se interpreta por ejemplo como más opresión, más intento de moralización o más expresión de rechazo”.Thomas Mathiesen (1990:68)
En el apartado anterior he concluido que, en mi opinión, el riesgo de venganzas privadas no es apto para proporcionar una justificación del derecho penal. Si el razonamiento expuesto en el apartado precedente es aceptado, ¿existiría alguna otra justificación de la pena?. La opinión de Ferrajoli es afirmativa, como se deduce de su polémica con Nelken.
Nelken (1993: 294-295) cuestiona el modelo de justificación del derecho penal de Ferrajoli en aquellos ámbitos que podríamos denominar ‘delitos sin venganza’. Así, por ejemplo, Nelken observa la ausencia de reacción en algunas situaciones debido a que la gente no los reprueba (piénsese en el denominado delito de cuello blanco); en otras porque no se es consciente de que ha sido víctima de un delito (piénsese en los delitos contra los consumidores, en los delitos contra el medio ambiente); en otros casos porque la víctima del delito goza de escasa consideración social (piénsese en aquellos delitos realizados contra grupos minoritarios)(35).
En su respuesta, Ferrajoli (1993:494) admite que en bastantes casos no existiría reacción privada, pero en estos recurre al fin de la prevención de delitos para justificar la existencia de derecho penal. Cuando falla uno, resurge el otro, como criterio exclusivo de justificación.
El recurso a la prevención se me antoja objetable por dos argumentos que anticipo: a)las investigaciones criminológicas no han podido hasta el momento suministrar un apoyo irrefutable al hecho de que la pena previene (o no); b)en consecuencia, la prueba empírica que Ferrajoli requiere para declarar la pena justificada es de imposible realización.

III.1. El mito de la prevención general(36).
El título pretende alertar acerca de que ninguna investigación criminológica, de la que tengo conocimiento, ha conseguido contestar de forma definitiva a la pregunta de si la pena previene delitos. Si pensamos en el importante rol que juega la prevención de delitos en la justificación del derecho penal, es motivo de asombro que ninguna de las numerosas investigaciones realizadas haya sido capaz de aportar una conclusión irrefutable a la pregunta planteada.
En efecto, una de las cuestiones más dudosas y discutidas es la capacidad del derecho penal para prevenir delitos y la posibilidad de comprobar empíricamente que cualquier disminución del delito obedece a la existencia o severidad de una pena en vez de a factores sociales, culturales, económicos o de otra índole.
Como manifestó el panel de la National Academy of Sciences (Blumstein-Cohen-Nagin, 1978:5-7), favorable a la presunción de la prevención de las penas, cualquier intento de extraer una conclusión incuestionable tropieza con las siguientes dificultades: errores en la medición de la tasa de delitos, confusión entre los efectos incapacitadores y preventivos y la imposibilidad de aislar los diversos factores concurrentes de forma simultánea.
Anticipo que la imposibilidad de alcanzar una conclusión cierta en este aspecto tiene consecuencias para la teoría garantista, pues, como veremos posteriormente, Ferrajoli (1995:325) requiere la prueba del cumplimiento de la finalidad -prevención de delitos- para declarar la pena justificada.
Debido a que carecemos de una prueba concluyente, lo que sí podemos es repasar lo que hemos aprendido a través de diversas investigaciones criminológicas y que sirve para sembrar algunas dudas acerca de la presumida función preventiva de la pena. De estos conocimientos extraigo:
En primer lugar para que el derecho penal prevenga debe ser conocido. Indudablemente los delitos que coinciden con normas morales y sociales enseñadas por todos los subsistemas normativos son conocidos, así se suele pensar siempre en ‘homicidios, violaciones o robos’.
Sin embargo, paradójicamente, los delitos más utilizados para justificar el derecho penal, son precisamente los que menos amenaza de pena requieren, al estar ‘prohibidos’ por normas religiosas, sociales o culturales. Respecto de ellos la hipótesis es que la pena poco aporta(37).
Respecto de los delitos que no están respaldados por otro tipo de norma, ya por su carácter novedoso o por tratarse exclusivamente de infracciones de normas técnicas, es posible que en la lista de factores que explican su no comisión la amenaza de pena tenga una mayor relevancia. Pero, generalmente, estos son los delitos que acostumbran a citarse como ejemplos en los que es posible proceder a una descriminalización y en los cuales un adecuado control administrativo sería suficiente.(38).
Asimismo ‘conocer’ la ley no equivale a estar en grado de identificar todo acto como delito. Las víctimas pueden conocer la ley, pero no identificar este acto concreto como delictivo y definirlo como un inconveniente, accidente o tragedia. Cualquier definición alternativa, más probable como más se aleja el comportamiento de los delitos que mayor publicidad reciben o como más se aleja la persona del estereotipo de delincuente, implica que el hecho no será denunciado. Respecto de los hechos que permanecen en la oscuridad (‘cifra oscura’) la capacidad preventiva del derecho penal se ve anulada(39).
Por otro lado, algunos infractores pueden ‘conocer’ la ley pero pensar que en este caso su actuar no es delictivo (por no incluirse en el tipo penal o creerlo justificado)(40), viéndose también en estos casos anulado el efecto preventivo.
Además, ¿qué debe ser conocido la ley o cómo se aplica en la realidad? porque una ley severa no tiene efecto preventivo si todos sabemos que los policías o los jueces no están en disposición de aplicarla o la aplican de forma distinta a la contenida en el texto legal. Por último, ¿qué eficacia tiene el conocimiento y existencia del derecho penal en aquellos delitos en los cuales las normas penales no coinciden con las normas sociales?. Pensemos en la conducción bajo el efecto de bebidas alcohólicas o en la conducción temeraria en la que las normas sociales del grupo subcultural valoran precisamente la conducta que la norma penal criminaliza; o en el castigo de las drogas cuyos magras reducciones en el consumo más parecen asociarse con cambios de valores en las culturas juveniles y fenómenos ajenos a la represión penal.
Todos estos interrogantes acerca de la relación entre conocimiento del derecho penal y comportamiento son investigados por la criminología y si algo sabemos es que esta relación dista de ser una relación causal, lineal y directa.
En segundo lugar, la imagen de que el castigo previene parte, como se ha dicho tantas veces, del homo economicus. Puede prevenir en efecto a la clase media, en base al razonamiento de coste de la pena/beneficio del delito, pero de todos modos ello no es decisivo pues la clase media no es el grupo social que preocupa al derecho penal, ya que la clase media tampoco delinque porque obtiene, en expresión conocida en la criminología, una ‘recompensa de la obediencia’ (‘a stake in conformity’) (Toby,1957 cit. por Vold-Bernard, 1986:234).
Pero precisamente no previene a quien no obtiene las suficientes recompensas de la conformidad, no previene a quien ha hecho este comportamiento tantas veces sin ser aprehendido que si finalmente lo es asume el precio como un "gaje del oficio", no previene a quien ya ha estado en la cárcel y sabe como sobrevivir en ella, no previene a quien en su grupo subcultural ser aprehendido no representa un descrédito.
Además, el efecto intimidatorio se neutraliza con ‘técnicas de neutralización’ (Matza,1964:69), que suministran justificaciones para realizar el delito a pesar de saber que está prohibido (todos lo hacen, dice el delincuente de cuello blanco, son todos unos delincuentes, dice el joven neonazi)(41).
La investigación alemana más reciente de la que tengo conocimiento (Schuman,1987; 1993) respecto de la capacidad de la pena para impedir ataques racistas de neo nazis a personas inmigrantes, concluyó que lo que finalmente afecta a los hábitos de los jóvenes es un cambio en la valoración moral de su comportamiento, la ruptura de contactos con su grupo social (peer group) y el riesgo de ser detenido en el sentido de mayor dificultad para realizar el hecho o en el sentido de exposición pública.
De los tres factores sólo el último tiene algo que ver con el derecho penal(42), pero tiene un pequeño problema, como advierte Schuman, requiere de una sociedad civil activa que denuncie y de una policía decididamente antiracista.
El mito de la prevención asume asimismo la imagen de un autor reflexivo que, además de no corresponderse siempre con la realidad, es excesivamente simplificada. Pareciera que la pena es el factor decisivo en el actuar humano. Se ignora que además de la ausencia de obstáculos, siendo la perspectiva del castigo sólo uno de ellos, en la relización de delitos deben confluir cuando menos los elementos de motivación (¿qué interés positivo hay en realizar el delito?), habilidad (no todo el mundo está en condiciones de hacer todo delito) y oportunidad (la ausencia de vigilancia y un objetivo apetecible) (Sheley, 1983:512-515).
Por último, en general se acepta la opinión de Beccaria de que la prevención no requiere de una determinada severidad de la pena. En consecuencia se afirma que la eficacia preventiva depende más de la certeza de su aplicación, que de su severidad.
Debo manifestar que el frecuente recurso a Beccaria para, rechazando la severidad, salvaguardar el castigo, sólo es convincente a primera vista. Ya que, cuando se reflexiona más detenidamente, la ‘certeza’ requiere de más aplicación del derecho penal, requeriría que cada vez que se realice un delito el sistema penal (policía, jueces, pena) reaccionase. Sinceramente no me parece una perspectiva muy halagüeña(43).
Por otra parte hay que reconocer que el recurso a la certeza no se contrapone necesariamente a la severidad, ya que un lector escéptico punitivo siempre podría replicar que por muy certera que sea la aplicación de la pena esta será ineficaz si a esta aplicación no se le vincula una cierta severidad.
Por último, ni siquiera la capacidad preventiva de la certeza de la pena ha sido capaz de ser verificada empíricamente. Una de las investigaciones que tuve ocasión de leer en Estados Unidos me hizo dudar de la corrección de la intuición, que yo también había aceptado, de Beccaria.
Un experimento realizado en 1983 en Minneapolis llevó al convencimiento de que en casos poco graves de violencia domestica (pena de hasta un año) el arresto inmediato de la persona conseguía disminuir la violencia familiar.
Ello comportó que frente a la anterior discrecionalidad que disponía la policía para arrestar o no, se dictaran en 11 Estados leyes obligando al arresto del marido agresor. Al cabo de poco tiempo otras tres investigaciones mostraron que el arresto de la persona producía una intensificación de la violencia, lo cual llevó finalmente a que el mismo investigador, que había sugerido el arresto, recomendara que no se adoptase esta política legislativa (Sherman, 1992:187).
De todo ello no se deriva que no podamos defender la necesidad de una intervencion policial inmediata, de protección, pero si después es mejor la intervención penal o una intervención de carácter mediador o de tipo psicológico, no creo que pueda derivarse de que es más eficaz, sino de que creemos preferible.
En fin, se me puede objetar que los conocimientos que expongo están basados en investigaciones realizadas por gente escéptica con el fin de la prevención general, pero, la dificultad de extraer conclusiones irrefutables es precisamente uno de los aspectos que intento mostrar: que la prevención general es la más perfecta de las ideologías porque empíricamente ni se deja confirmar ni se deja desmentir y, en consecuencia, siempre se puede recurrir a ella para legitimar el derecho penal.
Como observa Mathiesen (1990:51):
“(…) El carácter paradigmático de la teoría de la prevención general sirve para que eventos incluso contradictorios se interpreten de acuerdo a esta teoría, para que la carga de la prueba se situe en aquellos que la cuestionan y para que argumentos basados en el sentido común se acepten como la más solida o única evidencia en su apoyo”.
Llegados a este punto se me plantea el interrogante de qué posee el mito de la prevención general para ser tan persistente, a pesar de no haber sido nunca objeto de comprobación empírica indiscutible. Pienso que nuestra intuición tiene algo en que basarse y que, a salvo de posteriores estudios, me permito especular:
a) El núcleo de verdad de la prevención general: el hecho de que el comportamiento se modifica por incentivos.
Sin embargo, ello es distinto de requerir una pena o una determinada severidad. Los (des) incentivos pueden ser medidas preventivas (desde las de carácter situacional hasta las de carácter educativo, social o político). Los (des) incentivos pueden ser medidas coactivas de carácter neutralizador o reparador, que tienen como objetivo evitar la reiteración del conflicto.
En resumen, de la premisa que el comportamiento humano es modificable por incentivos, no se deriva como consecuencia ineludible que el castigo sea la medida más eficaz frente a todos los comportamientos que pretendemos evitar.
b) La introspección: tenemos una tendencia a realizar una introspección y pensar que si a 'nosotros' nos intimida, la prisión intimidará a todos.
Curiosamente, cuando nos preguntan por qué no realizamos determinados delitos ‘nosotros’ tendemos a aportar razones morales, pero pensamos que ‘ellos’ desisten por miedo a la pena.
Pero, si la discusión se sitúa en tipos de personas, lo que muestran las investigaciones que asumen tipos distintos de personalidad propensas a delinquir (Wilson-Herrnstein,1985:43-56), es que ‘ellos’ viven al día, el presente y no hacen cálculos futurísticos. Si viven el presente ¿cómo podemos esperar que la pena, que implica un cálculo incierto -si me arrestan- y de futuro puede evitar un comportamiento de presente?.
El método de la introspección también subvalora la pluralidad de la sociedad (en clases, en géneros, en edades, o en culturas), que influye no necesariamente en la existencia de distintos valores, pero quizá sí en la definición de los contextos en los que estos pueden ser infringidos.
Es probable además que esta misma pluralidad influya en cómo se percibe el castigo. La persona convencida de la legitimidad de su actuar, por razones ideológicas o culturales(44), no ve el castigo como una ‘pena’ si su grupo social le apoya.
La persona acostumbrada (y obligada) a realizar acciones delictivas vive en un contexto de dificultades tal que ‘nosotros’ no podemos imaginar y en consecuencia es razonable pensar que ello influye en el presunto cálculo de costes y beneficios.
La realización del delito puede comportar muchos beneficios que ‘nosotros’ obtenemos al comportarnos convencionalmente y que por tanto no incluimos en el cálculo; los perjuicios de la pena pueden verse disminuidos cuando se contrastan con las condiciones de vida existentes en el exterior, condiciones de vida que para ‘nosotros’ son más favorables, lo cual puede también aumentar el temor a los perjuicios.
c) El castigo paterno: en ocasiones nuestro sentido común proviene de las experiencias que hemos tenido de pequeños. Así baste recordar que en un influyente artículo, Gimbernat (1976:64-65) explicaba el efecto preventivo de la pena comparándolo al del padre que castiga.
No obstante, debe advertirse rápidamente que el Estado no es nuestro padre. El castigo a los niños impuesto por el padre es inmediato y está impuesto por alguien con el que no queremos romper la relación. Ninguna de las dos condiciones se dan con el Estado.
El efecto del castigo de nuestro padre, como advierten las teorías criminológicas basadas en el aprendizaje (Akers, 1994:98) o las teorías criminológicas del control (Gottfredson-Hirschi, 1990:99)(45), se deriva de que actuamos de una u otra forma porque queremos conservar su cariño, es decir en función no sólo de si anticipamos o no castigo, sino en función de que somos receptivos a la reacción que él tenga.
Sin embargo, no nos importa si el Estado se 'enfada' con nosotros si previamente estamos ya alienados del Estado, es decir, le hemos negado toda legitimidad. Entre las poblaciones marginadas hay muchos motivos para negar legitimidad al castigo, el observar la desigualdad social y la distinta aplicación de la ley es uno de ellos.
d)Por último, quizá también influye en la permanencia del mito de la prevención la denominada ‘prueba contrafáctica’, esto es, lo que haríamos si no existiese el derecho penal. Aquí de nuevo la introspección juega un rol importante.
De todos modos, negar el castigo no implica negar todas las medidas coactivas. Los abolicionistas no sugieren que desaparezca la policía; el centro de su ataque se dirige a medidas coactivas orientadas a castigar en vez de a reparar.
En consecuencia, el derecho penal no ‘desaparece’ sino que orienta su fuerza coactiva a encontrar respuestas que permitan reparar o neutralizar el conflicto. La necesidad de justificar estas medidas coactivas tampoco ‘desaparece’ pero se articula en función de su capacidad para resolver el conflicto. Los jueces tampoco ‘desaparecen’ aun cuando se es partidario de dar mayor autonomía a la víctima y de articular una justicia más participativa.
No desconozco que los argumentos expuestos hasta el momento no son precisamente originales. Al fin y al cabo Ferrajoli (1995:334) admite la inidoneidad del derecho penal para satisfacer la prevención de delitos. Pero precisamente por ello el reproche de Nelken (1993:290) parece acertado, al recriminarle que no basta admitir la dificultad de prevenir delitos mediante la pena, si de ello no se extrae conclusión alguna:
“Al discutir la finalidad de la prevención, por ejemplo, [Ferrajoli] se declara escéptico de la posibilidad de determinar de forma realista los efectos preventivos de las diversas penas. En notas, cita diversos escritos que ponen de manifiesto esta dificultad; pero no hay ningún atisbo de una discusión adecuada de como ello convierte a la prevención en una finalidad irrealista de la pena, ni se opone, sobre la base de estos escritos, a la finalidad de la prevención”.

III.2. La (no) justificación de la pena.
En el apartado anterior he expuesto que, hasta el momento, ninguna investigación ha sido capaz de aportar una demostración cierta de la capacidad preventiva de la pena. También he anticipado que la falta de comprobación empírica es un problema para la justificación de la pena en la teoría de Ferrajoli.
En efecto, si he comprendido correctamente, Ferrajoli no afirma que sea suficiente alegar el fin de prevenir delitos para justificar el derecho penal.
“El defecto epistemológico que suele viciar las justificaciones de la pena sugeridas por las doctrinas de justificación -y en particular por las doctrinas utilitaristas- es la confusión entre los dos niveles de discurso que acaban de ser distinguidos (46). A causa de esta confusión las doctrinas normativas de justificación son casi siempre presentadas directamente como justificaciones. De ello resultan justificaciones apriorísticas: (…) El resultado es una falacia normativista del todo idéntica a la de la confusión de los fines con las funciones en la que incurren las doctrinas ideológicas normativistas. Las justificaciones, en efecto, se obtienen a posteriori, sobre la base de la correspondencia comprobada entre los fines justificadores y las funciones efectivamente realizadas. Cuando una justificación es apriorística, es decir, prescinde de la observación de los hechos justificados, queda degradada a ideología normativista o idealista”. (Ferrajoli, 1995:325-326).
En resumen, para evitar ser una ‘ideología normativista’, no basta alegar el fin de prevención de delitos para que la pena esté justificada, sino que debe demostrarse que esta finalidad es efectivamente cumplida, esto es, que hay una correspondencia entre el fin que se pretende alcanzar y la función que cumple la pena(47).
No obstante, la prueba empírica que se debería realizar para declarar no justificada una pena es actualmente imposible. Como observa Baratta (1986:85):
“Por lo que se refiere a la teoría de la prevención general negativa, los resultados de las investigaciones realizadas sobre el control empírico de la misma pueden resumirse del siguiente modo: la realización efectiva de la función disuasoria de la pena no está empíricamente demostrada. Se puede incluso pensar razonablemente, en base a consideraciones metodológicas, que dicha teoría no es ni siquiera demostrable” (subrayado añadido).
Ferrajoli (1995:334; 347, nota 18; 473) admite la dificultad, de dicha prueba empírica. La dificultad aumenta, como él mismo reconoce (Ferrajoli, 1995:336), hasta la imposibilidad cuando a la exigencia de demostrar la eficacia preventiva de la pena se le añade el cálculo de que la violencia ejercida por la pena sea menor de la que hubiera resultado por la suma de delitos y venganzas.
Pues bien, si la comprobación empírica de la capacidad preventiva del derecho penal es difícil o actualmente imposible ¿cómo afirmar que la pena sólo se justifica a posteriori, en base a investigaciones empíricas que demuestren su efectividad? (Ferrajoli, 1995:325, 327-328, 337, 344).
Las ‘pruebas empíricas’ que permitirían la justificación de la pena acaban no siendo susceptibles de comprobación y con ello corren el riesgo de legitimarla independientemente de su utilidad en la prevención de delitos(48). Una segunda dificultad que me provoca la teoría de Ferrajoli son las consecuencias que se pueden extraer de esta falta de comprobación empírica. Asumamos que, a falta de una demostración empírica irrefutable, los argumentos plausibles expuestos en el apartado anterior son admitidos como ‘prueba’.
Debido a que la pena de prisión no ha probado su capacidad preventiva ¿no debiera ser ello suficiente ya para deslegitimarla, esto es, para declararla no justificada (obviamente de acuerdo a esta doctrina de justificación)?.
Sin embargo, parece que ello no es correcto pues ‘infringe la ley de Hume’(49).
“En un vicio ideológico simétrico a [la falacia normativista] que afecta a muchas doctrinas de justificación de la pena incurren por otra parte también muchas doctrinas abolicionistas, que discuten el fundamento axiológico de las primeras con el argumento asertivo de que la pena no satisface los fines que se le señalan: por ejemplo, no previene los delitos, no reeduca a los condenados o incluso tiene una función criminógena opuesta a los fines que se indican como su justificación. Críticas de este tipo están en línea de principio viciadas a su vez por la falacia naturalista, al ser imposible derivar de argumentos asertivos tanto el rechazo como la aceptación de proposiciones prescriptivas”. Ferrajoli(1995:326)
Debo manifestar mi grandísima dificultad en entender el porqué de la constatación de que la pena de prisión no previene no se puede extraer la consecuencia de que ésta no está justificada (de acuerdo a una teoría que precisamente la defiende por ser preventiva)(50).
Si el argumento es que del hecho de que la pena de prisión no previene no puede extraerse la consecuencia de que no esté justificada pues ‘bien aplicada’ podría tener efectos preventivos, debieran especificarse cuales son los requisitos necesarios para que esté ‘bien aplicada’. Si el argumento fuera el de que la prisión no previene no puede extraerse la conclusión de que ninguna pena previene, debiera especificarse qué penas concretas aparecen justificadas de acuerdo a los principios de eficacia (en la prevención) y necesidad (por ser las menos lesivas) y cuáles no.
Por último, Ferrajoli (1995:326) admite que hay un caso en que la "falacia naturalista" es admisible:
"(...) cuando argumentan no sólo la no realización, sino la irrealizabilidad empírica del fin indicado como justificador.(…) puesto que es condición de sentido de cualquer norma la posibilidad alética de que sea observada (además de violada), si comprobamos que el fin prescrito no puede materialmente ser realizado y a pesar de ello asumimos su posible realización como criterio normativo de justificación, ello quiere decir que la tesis de la posible realización, contradictoria con la de la irrealizabilidad, ha sido derivada de la norma violando la ley de Hume”.
En definitiva, cuando se plantean objetivos irrealizables (no sólo irrealizados pero siempre realizables)(51) es válido infringir la ley de Hume. En este caso, la pena, que no previene ni puede prevenir, queda deslegitimada.
No acabo de entender como podré saber cuando me encuentro frente a un objetivo nunca realizado o frente a uno irrealizable(52). Ni atisbo a ver como se podría convencer al lector escéptico pero punitivo. En efecto, aun cuando se consiguiese demostrar que la pena no previene ¿cómo podríamos rebatir a quien nos cuestionase que ello es debido a que no se aplica de forma suficiente?. El lector escéptico punitivo siempre podría concluir que, en efecto, la pena de prisión no previene pero podría prevenir, si fuese más aplicada o de mayor duración(53).
Veámos esta dificultad en los ejemplos que expone Ferrajoli de pena totalmente ineficaz y por tanto deslegitimada:
"(...) en el aborto o el consumo de estupefacientes si se admite que las penas, como parece demostrado por investigaciones empíricas comparadas, son completamente ineficaces para prevenirlos." (Ferrajoli,1995:280).
O también:
"(...) el aborto, el adulterio, el concubinato, la mendicidad, la evasión de presos o la tóxico-dependencia: su prohibición es inútil en la medida que se demuestre que está abocada a no surtir efecto". Ferrajoli (1995:473)
A mí me cuesta creer que las investigaciones empíricas comparadas hayan puesto de manifiesto que la prohibición del aborto o del consumo de drogas no es efectiva (¿y la del hurto?), pero sí puedo creer que sus valores le lleven a considerar ilegítimo que estos comportamientos se combatan con el recurso a la pena.
Pero entonces la discusión debería situarse, en mi opinión, a este nivel, esto es, argumentar que el fin de la prevención de delitos es irrealizable por medio de la pena, ya que esta siempre comportará un grado de sufrimiento mayor que otros medios alternativos de prevención. De lo contrario, si se pretende permanecer en el nivel empírico, el lector escéptico punitivo no resultará convencido de que si la pena fuera aplicada en estos ámbitos, en que predomina la cifra oscura, de manera más certera o más severa, podría tener efectos preventivos.
En últimas, la prevención no aporta argumentos concluyentes, ni para justificar el derecho penal ni, lamentablemente, como pretendería Ferrajoli, para limitarlo(54).
RECAPITULACIÓN: Es imposible demostrar que la pena privativa de libertad cumpla su función de prevenir delitos. La justificación preventiva del castigo asume la imagen de una persona motivada fundamentalmente por el temor, en vez de la imagen de una persona motivada por numerosos factores y donde la pena aporta argumentos en favor de la no realización del delito(55). Consecuencia de esta imagen, da excesiva importancia al mecanismo de la pena para influir en el comportamiento humano.
Hay argumentos plausibles que cuestionan que la prisión sea capaz de prevenir delitos, pero no hay una demostración empírica irrefutable. Si alguien exige demostrar que no previene y ‘nunca puede prevenir’ para deslegitimar la pena de prisión, debiera especificar en que condiciones se cree que la prevención sería posible y porqué la pena es el medio menos lesivo para conseguir este fin.
PD. Este artículo no pretende exasperar las discrepancias entre abolicionismo y garantismo. Comparto la preocupación básica de Ferrajoli de someter el poder punitivo a estrictos controles jurídicos. Lo único que me separa de él es que no creo que este objetivo deba comportar necesariamente la legitimación del actual modelo punitivo, de sus justificaciones, ni de sus penas. Por ello he pretendido, en primer lugar, señalar que, aun cuando se acepte la doctrina de justificación propuesta por Ferrajoli, puede argüirse que la pena de prisión es una pena inhumana, contraria a los derechos humanos. En segundo lugar, he pretendido cuestionar la utilidad de la pena -entendida como castigo del delincuente- para evitar violencias arbitrarias o prevenir delitos. En tercer lugar, he procurado precisar que ello no implica caer en la ilusión de prescindir de todo tipo de medidas coactivas, pero que estas pueden recibir otra justificación y ser evaluadas en función de su capacidad para reparar el conflicto(56).

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Notas:
(1) Este estudio se inscribe en el proyecto de investigación I+D SEC y fue originariamente presentado en las Jornadas (Mayo, 1998) organizadas por la Facultad de Derecho de la Universidad de Antioquia (Medellin).
(2) La redacción de este artículo ha sido una tarea ardua que no hubiera sido posible sin la ayuda de numerosas personas: por múltiples discusiones estoy agradecida a Juan Gonzalo Escobar y Daniel Varona. La comprensión de la ‘falacia de Hume’ no hubiera sido posible sin la ayuda de José Juan Moreso y en especial de José Cid quien tiene la generosidad de, sin compartir mi posición, escucharla una y otra vez en un intento de hacerla más comprensible. Para la redacción del apartado II me he beneficiado de las aclaraciones de los profesores Carlos Petit, Antonio Hespanha, Antonio Serrano, Manolo Cachón y Pedro Ruiz. Adicionalmente Heinz Steinert ha respondido pacientemente a todas mis angustiadas preguntas. René van Swaaningen fue un apoyo necesario poniéndome al día en la bibliografía. Siempre, pero más en este caso, debo hacer constar que la redacción obedece a mi interpretación particular de todas las discusiones.
(3) El cambio se realizó en el Congreso de ICOPA DE 1987 (v.Swaaningen, 1986:10) y en mi opinión no se fue consciente de la trascendencia del viraje o no se confrontaron los problemas que este viraje comportaría.
(4) La literatura es ya abundante. Véase a título de ejemplo de esta crítica en Alemania Kaiser (1987:1043-1044). En Italia Pavarini (1985:19-21). En Sudamerica Perez Pinzón (1989:26-32); Martinez (1990:116); Zaffaroni (1990:83); Sanchez-Houed (1992:83).
(5) Comunicación oral en las jornadas de Garantismo y Derecho Penal celebradas en la Universidad de Antioquia (Medellín) en Mayo, 1998; véase también Ferrajoli (1986:45).
(6) Debido a que el abolicionismo se ha desarrollado desde presupuestos teológicos (la no admisión del castigo), antropológicos (la resolución del conflicto) y sociológicos (la crítica al sistema penal) (Thomas-Boehlefeld, 1993:15), no debe extrañar el descuido de temas jurídicos.
(7) Si bien creo que era consciente del riesgo que corría el abolicionismo al no enfatizar suficiente que abolir la pena no significaba abolir el proceso (Larrauri, 1987: 106-107) no creo ser ni la primera ni la única. En castellano véase Hulsman (1984:103). También van Swaaningen (1997:132-133), al tiempo que reconoce la falta de atención que los abolicionistas han prestado a esta materia, recoge la opinión de Hulsman y Bianchi defensores de las garantías legales, así como de una intervención ajena a las partes para salvaguardarlas.
(8) Pienso que en este sentido debe entenderse la afirmación de Hulsman (1991:21) “[Las] alternativas al sistema penal son en primer lugar alternativas a la forma en que el sistema penal define los hechos”.
(9) Soy consciente de que ello es aún muy impreciso. A lo largo del texto intentaré una mayor concreción.
(10) En España ha abordado la crítica concreta a los sistemas de mediación Silva (1996:4) quien considera vulnerados los principios de legalidad, igualdad y culpabilidad. Una versión menos crítica puede verse en Funes (1994: 33,47,88,110-111) y en Larrauri (1997:185-186). En mi opinión los principios de legalidad y culpabilidad no resultan infringidos; el de igualdad, sí.
(11) Véase más ampliamente en Scheerer (1986:108).
(12) Véase más amplio en Larrauri (1997:177-179).
(13) También el discurso penalista debiera precisar, en mi opinión, si, de acuerdo a los diversos criterios de justificación utilizados para defender el derecho penal, se requiere específicamente la pena de prisión.
(14) De la misma forma el discurso penalista tiende a defender la eficacia preventiva de ‘la pena’ sin especificar si ello requiere ineludiblemente la pena de prisión. Como observa Zaffaroni (1991), en su respuesta a Nino (1991), no hay obstáculo en afirmar la eficacia preventiva de ‘la pena’ y luego utilizar como ejemplo de esta eficacia preventiva una sanción administrativa.
(15) El diálogo es inventado, pero reproduce los argumentos de los partidarios de la pena de muerte cuando rebaten que esta no tiene efectos preventivos, arguyendo que difícilmente puede tenerlos porque se aplica de forma muy excepcional.
(16) Debería destacarse que esta no es la única polémica desde la criminología crítica. Los ‘realistas de izquierda’ (Young, 1998:39) acusan al abolicionismo de prestar poca atención a las condiciones de justicia social que reducirían el delito y no sólo el castigo.
(17) Vale la pena releer las ocho poderosas razones que Mathiesen (1986:88-92), un abolicionista destacado por su compromiso cívico, aporta en contra de la prisión.
(18) Indudablemente no el derecho penal como es ni como ha sido, que Ferrajoli (1995:603) reconoce como una historia de horrores (la de las penas) y de errores (la de los juicios), sino como debiera ser. Es este deber ser del derecho penal el que, eventualmente en la medida que se cumpla, justifica su existencia.
(19) Ferrajoli parece asumir que en el ‘estado de naturaleza’ ya existía dominación de ahí que imperase la ley del ‘más’ fuerte en ausencia de regulación; podríamos asumir con Harris (1993:13) que en el ‘estado de naturaleza’ imperaba el igualitarismo.
(20) Como se advirtió rápidamente, realizar esta crítica de forma global era además de errónea científicamente -¿cuál es el ‘poder disciplinario’ de la pena de multa?-, contraproducente, desde un punto de vista de política criminal, pues conducía a un inmovilismo absoluto. Véase ampliamente Cohen (1987); un resumen en Larrauri (1991: 59-60).
(21) Me baso en los siguientes textos: para Inglaterra Hay (1975), Lenman-Parker (1980), Peters (1998) y Spierenburg (1998); para España Tomás y Valiente (1992) y Petit (1991); para Portugal Hespanha (1987;1990); respecto de Alemania Frehsee (1987).
(22) Es cierto que Peters (1998:14) también advierte que la dureza de las penas previstas en las Doce Tablas “(…) sugieren que estos castigos surgieron originariamente como sustitutivos de la venganza privada”.
Como no pretendo cerrar prematuramente la discusión, plantearé abiertamente las dos dudas que me acompañan: a) ¿Hubo una época en la que rigió la autotutela sin ningún tipo de intervención de un tercero ajeno al conflicto?; b) ¿Era este tipo de respuesta privada más violenta que la que ejecutaría posteriormente una autoridad pública?.
(23) Como pone también de manifiesto Petit (1991:21,34,54) en su estudio sobre el derecho penal en la Hispania visigoda de los siglos VI-VII, "Real o señorial el ius puniendi es oficial, lo que ahora interesa entender como excluyente de toda idea de venganza privada en el derecho de la sociedad hispanotoledana"(1991:14).
(24) Ambos puntos que intento mostrar, esto es, la ambigüedad del concepto ‘privado’, debido a la intervención de los poderes públicos y el equívoco del término ‘venganza’ pueden verse por ejemplo en Tomás y Valiente (1992:46-47). La primera institución que este autor examina bajo el rótulo de ‘venganza privada’ es el perdón (sic). Por otro lado, el perdón era ‘privado’ pero existía un proceso, una pena, y el monarca podía incluso negarle efecto si la persona era condenada a la pena de galeras.
(25) A título de ejemplo el estudio de Petit (1991:33-34;41-60) del derecho penal en la Hispania visigoda (s.VI-VII) muestra la existencia de las siguientes penas: castigos espirituales (penitencia, excomunión, anatema, reclusión en el monasterio); castigos corporales (azotes, pena de muerte, amputación y decalvación); castigos económicos (multas o composiciones, reparación, confiscación); penas diversas (reducción a esclavitud, entrega del reo a la familia, deportación, infamia, perdida de jerarquía y amonestación). Como se puede observar el listado de penas aparece hoy como penas atroces, pero, aun manifestando sus cautelas por este tipo de comparaciones, Petit (1991:41)concluye: "Así, si aceptamos que la frecuencia de penas corporales vale como índice de la crueldad de un sistema penal concreto, la conclusión relativa al visigodo hablaría a favor de su 'humanismo' (...)".
(26) Para evitar alargarme excesivamente he presentado la contraposición de ambos modelos sin ulteriores matices. Es conveniente leer el interesante estudio de Lenman-Parker (1980) acerca de cómo va fraguándose la distinción entre los aspectos compensatorios y punitivos hasta el surgimiento de dos ordenes jurídicos diversos.
(27) He decidido utilizar este concepto porque creo expresa mejor lo que queremos evitar. Como se verá a lo largo del apartado, no son ‘privadas’, porque lo que preocupa fundamentalmente a Ferrajoli es la violencia ejercida por fuerzas del propio Estado, paramilitares, no sometidas a ningún control jurídico. Consecuentemente, no son ‘venganza’, pues no creo que sólo actúen como respuesta a delitos, en defecto de que lo haga el sistema penal.
(28) Aludo con ello al eterno problema con que tropieza el utilitarismo cuando se le plantea la hipótesis de condenar al inocente para evitar males sociales mayores.
(29) Ello es admitido en ocasiones por el propio Ferrajoli (1995:412) cuando afirma que la venganza privada no se satisface actualmente con la cárcel sino con los medios de comunicación y la rapidez del proceso.
(30) Cuando el Consejo de Europa en 1984 aprobó el Convenio para la Compensación a las Víctimas de Delitos Violentos recogió la misma justificación, la necesidad de pacificar a la víctima. En consecuencia, la ‘pacificación’ de la víctima sirve tanto para justificar la compensación como la punición. Y si no estamos dispuestos a que sean las (presuntas) ansias punitivas de la víctima las que decidan la respuesta, la opción debiera hacerse en base a otros valores.
(31) Jean Pierre Matus me proporcionó un ejemplo que pienso puede contribuir a ilustrar este aspecto. En los países en los que la pena de muerte está prohibida, las discusiones acerca de qué hacer frente a los casos más graves asumen como límite máximo la cadena perpetua (o la prevista legalmente). Por el contrario, en los países en los que está vigente la pena de muerte, frente a los casos más indignantes publicados, la población tiende a reclamar su aplicación.
(32) En la demanda de penas severas influyen sin duda múltiples factores: el tipo de delito, el conocimiento del delincuente, la cercanía en el tiempo y las alternativas existentes son sólo algunos de ellos.
(33) En otro contexto, Melossi (1991:20,26) denomina ‘jurista ingenuo’ a quien manifiesta esta confianza en las leyes, sin atender a su relevancia o funcionamiento.
(34) Aquí persiste el interrogante planteado en la Introducción: y ¿porqué es ello distinto del derecho penal?. Pienso que un modelo de justicia restauradora es distinto del derecho penal porque, a pesar de admitir medidas coactivas, se orienta a la reparación de la víctima o neutralización del conflicto y no a punir al delincuente.
(35) También Zaffaroni (1990:83) destaca la falta de respuesta ‘privada’ que ha seguido a la comisión de auténticos genocidios por las dictaduras del siglo XX.
(36) Me centro ahora exclusivamente en la pena de prisión y no en ‘la pena’. Pienso que si consigo convencer de que la pena de prisión no es preventiva habría conseguido también el mismo objetivo respecto de las penas de inferior severidad. La objeción a esta conclusión podría surgir si alguien demostrase que la pena de multa tiene unos efectos preventivos inferiores pero sus costes son también inferiores. En este caso, de acuerdo a una doctrina de justificación utilitarista, la pena de multa quedaría justificada.
(37) En estos casos la mejor explicación de porqué la persona infringe la norma apunta no a la disconformidad con los valores sino, además de otros factores, a la interpretación de cuando está justificado vulnerarlos.
(38) Desconozco porqué en determinados ámbitos (de, por ejemplo, bienes colectivos) se está más dispuesto a aceptar la descriminalización. Quizá debido a que es difícil observar la línea causal entre acción y daño social, o debido a que se piensa que la realización del daño no es intencional, o debido a que asumimos que ‘todos’ podríamos realizar estos delitos y para ‘nosotros’ una sanción administrativa sería suficiente. En cualquier caso, lo que se observa es que la posibilidad de descriminalizar dice poca relación con el daño objetivo de una determinada acción y más, creo, con personalidades asociadas a tipos de delito.
(39) Aun cuando no faltan opiniones que paradójicamente manifiestan que en determinados ámbitos es precisamente la no aplicación del derecho penal lo que tiene efectos preventivos. El argumento es que su aplicación constante permitiría descubrir la alta cifra oscura y poner en cuestionamiento el valor que se pretende proteger (Popitz,1968).
(40) Evidentemente muchos infractores conocen perfectamente el carácter prohibido de su actuar, pero en este caso la amenaza penal es sólo una variable de las múltiples que se toman en consideración antes de actuar. Variable que, como expondré posteriormente, puede ser neutralizada.
(41) La aplicación de la pena en aras de intimidar también tiene costes. En el ejemplo de los grupos juveniles, crea mártires y héroes y contribuye a reforzar los vínculos con el grupo y aislarlos de la sociedad. En el ejemplo de delincuentes individuales, la violencia de la pena les suministra una justificación adicional para ‘cuando salga hacerla más fuerte’.
(42) Señalo que sólo tiene algo que ver con el derecho penal porque lo que se discute no es prescindir de toda medida coactiva. En este sentido no se reniega de la intervención de la policía cuya función es evitar la realización de delitos. Lo que se discute es si después de la detención policial, la pena es la respuesta más adecuada.
(43) A no ser que el argumento de la certeza se refiera a la suficiencia de una sanción cierta en vez de una pena severa.
(44) Mientras se acepta el escaso impacto de la pena en lo que se denomina ‘delincuencia de convicción’, han empezado a aparecer estudios provenientes del multiculturalismo que muestran la falta de efectos preventivos de determinadas penas en comunidades indígenas. Respecto del Canadá, véase Loo (1996:110-116).
(45) Ambas teorías aceptan el papel del castigo en la modificación del comportamiento. Aun así obsérvese como Akers (1994:98) remarca que ello depende de cómo se experimente el castigo: “El castigo puede ser directo (positivo), mediante el cual se vinculan consecuencias dolorosas o desagradables al comportamiento; o indirecto (negativo), en el cual se deniega una consecuencia agradable o recompensa. (…) Sin embargo, el que estos efectos se experimenten de forma positiva o negativa depende de las expectativas previamente aprendidas”. Como observa Pfhol (1994:333) desconocemos exactamente el rol de las familias o de los amigos en la neutralización de los efectos de la pena, al enfatizar la baja probabilidad del castigo o al prometer un alto status para los que delincan.
(46) Se refiere a la diferencia entre doctrina de justificación y justificación: "Sobre esta base podemos caracterizar las doctrinas de justificación como discursos normativos acerca de la justificación o acerca de los fines justificadores, y las justificaciones (o no justificaciones) como discursos asertivos acerca de la correspondencia (o no correspondencia) entre los fines normativamente asumidos y las funciones asertivamente explicadas y reconocidas" (Ferrajoli,1995:325).
(47) Por ello Ferrajoli (1995:344) remarca que el garantismo es no sólo un criterio de justificación sino también de deslegitimación del derecho penal.
(48) Además de la difícil comprobación empírica de la eficacia preventiva de la pena, permítaseme insistir en que adicionalmente debería comprobarse que esta es el medio menos lesivo del que se dispone para conseguir dicho fin.
(49) "Con arreglo a la ley de Hume, mientras las teorías explicativas no pueden ser corroboradas ni desmentidas mediante argumentos normativos extraídos de opciones o juicios de valor, sino sólo mediante la observación y descripción de lo que de hecho sucede, las doctrinas normativas no pueden ser respaldadas ni refutadas con argumentos fácticos tomados de la observación, sino sólo mediante su conformidad o desconformidad respecto a valores" (Ferrajoli, 1995:324).
(50) Para exponer de forma explícita mi confusión acerca de la ‘falacia naturalista’: entiendo que, de acuerdo a la ‘ley de Hume’, no sería correcto derivar del hecho de que la pena de prisión no previene la incorrección de la doctrina de justificación utilitarista. Me cuesta más entender porqué infringe la ley de Hume derivar del hecho de que la pena de prisión no previene que esta pena no está justificada.
(51) Véase también Ferrajoli (1995:345, nota 1).
(52) Ferrajoli (1995:345, nota 3) se manifiesta en contra de la opinión de Baratta (1986:84) que acusa de ideologías a las teorías no demostradas. Ferrajoli entiende, por el contrario, que los fines han de ser no sólo no realizados sino irrealizables.
(53) Esta es también la dificultad con la que tropieza la crítica a la resocialización. No es el único argumento en contra de la resocialización, pero es un argumento plausible el hecho de que la pena de prisión presente unos índices elevados de reincidencia. Plausible pero no irrefutable, para aquellos que creen que ‘mejores prisiones’ o ‘mejores programas de tratamiento’ sí tendrían capacidad resocializadora. En este sentido Fiandaca (1993: 271) acusa a Ferrajoli de incurrir respecto al fin preventivo especial en la falacia de Hume.
(54) Por ello mis dos objeciones fundamentales a la teoría utilitarista, como doctrina de justificación, consisten en que no creo que consiga oponer un límite eficaz, basado en principios utilitaristas, a la severidad de las penas y que hace aparecer como empírico lo que es valorativo.
(55) La concepción de la pena como una respuesta que aporta argumentos morales y un pequeño desincentivo para evitar la realización de delitos la he extraído de von Hirsch (1995:12-14).
(56) Por ello me he atrevido a sugerir que el discurso abolicionista después de reclamar la ‘abolición de la prisión’ y la ‘abolición del sistema penal’ debiera afrontar ahora en el plano teórico una tercera fase que he denominado ‘justicia restauradora’.


El abogado se convirtió en el primer defensor general de la historia en la provincia. Deberá coordinar a todos los defensores del fuero civil y penal. Su política se basará en los nuevos paradigmas jurídicos y en el respeto a los derechos humanos.
Aguirre es un conocido jurista a nivel internacional de los que los medios hegemónicos llaman “garantistas”. Su incorporación al fuero judicial pampeano implica la apertura de una ventana para la implementación de doctrinas y jurisprudencia de avanzada en relación al respeto de los derechos humanos.
El propio Aguirre le dijo a Plan B que hacia esa dirección apuntará su gestión. Se mostró preocupado por el respeto a los derechos esenciales de las personas y por la necesidad de cambiar algunas prácticas en instituciones como la policía provincial, blanco constante de denuncias por violación a los derechos humanos.
“Si bien la policía no está a mi cargo, la idea es articular con la fuerza para cambiar ciertas prácticas, recuperar institucionalidad y lograr por sobre todas las cosas el respeto de los derechos de las personas”, añadió.
Durante el acto de asunción contó con el acompañamiento de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos representada por Mario Canoba y Stella Maris García. (*) Extraído de www.planbnoticias.com.ar