Por Eduardo Luis Aguirre

Acabo de leer el meduloso artículo de Cintia Alcaraz respecto de la lucha permanente y ardua por lograr un servicio de justicia con perspectiva de género (*). Comparto absolutamente todas sus consideraciones y, sobre todo, la direccionalidad manifiestamente política de un reclamo histórico, sobre lo que hemos dialogado con la autora en infinidad de oportunidades. Sólo me queda añadir un par de consideraciones que hacen a la necesidad apremiante de una transformación cultural cada vez más urgente a introducir en el menos democrático y más conservador de los poderes del estado. Leyes, normas, capacitaciones, convenciones internacionales, cursos, especializaciones y demás expresiones de corte estrictamente normativo han demostrado su absoluta incapacidad para remover barreras ideológicas y fortalecer la conceptualidad política de una práctica tribunalicia que hace agua –como siempre- desde lo teórico. Y cuando hablo de lo teórico me refiero a la potencia política spinoziana de la teoría, a una de esas pasiones bellas (o alegres, en la verdadera acepción del pensador excomulgado), que nos concita a pensar los agregados humanos, las sociedades, lo comunitario como un territorio donde los cambios sociales no se operan a través de un consenso ilusorio sino, por el contrario, a través del conflicto. El conflicto, su dialéctica, es un patrimonio y no un problema. El problema es afrontar estas situaciones problemáticas con anteojeras consensualistas. No comprender que en las relaciones sociales hay siempre relaciones en pugna, relaciones de poder y desigualdad, para los que no alcanzan los cánones de la igualdad formal. No importa tanto el sistema de creencias. Un católico puede colgar perfectamente una cruz como yo echo mano y planto en mi escritorio un cuadro de John William Cooke. En cualquiera de sus formulaciones, la propia religión brinda salidas creativas. Las cartas paulianas a los romanos hacen saltar por los aires el dogma ancestral de que la ley es justa sólo porque fue dictada de acuerdo a determinados procedimientos institucionales. Pero esa mirada partisana exige el esfuerzo previo de leer a Dussel, a Foucaul, a Cullen y al propio Pablo. Ese es un punto de partida para entender la mirada queda, la imposibilidad de razonar poniendo en diálogo autores, intereses, singularidades y subjetividades que afecta la aptitud de muchos operadores de convivir con lo complejo. El derecho es, por historia y por definición, capitalista, patriarcal y colonial. Con sólo leer a Pashukanis esto despejaría muchísimas dudas en los decisores, sobre un tema que los agobia porque la matriz de su enseñanza y su aprendizaje es manifiestamente errónea y les impide intervenir sobre una cuestión que, en general, ignoran olímpicamente. Y ese es un escenario verdaderamente abisal, donde naufraga cualquier ´perspectiva respetuosa de derechos humanos decoloniales.

(*) "Una justicia feminista: algo más que un slogan", disponible en https://www.radiokermes.com/.../6286-por-una-reforma...)