Por Eduardo Luis Aguirre

Somos indios, españoles, negros, pero somos lo que somos y no queremos ser otra cosa”, escribía Manuel Ugarte, pensador, militante, ensayista y uno de los principales teóricos del socialismo criollo que se opuso a las vertientes más recalcitrantes y antinacionales de la iconografía de la izquierda nordeurocéntrica en la Argentina. Ugarte permanece en el más oprobioso de los olvidos y raramente las aulas asumen su legado, que por otra parte mantiene una incólume vigencia.



Arturo Enrique Sampay fue el teórico eminente de la Constitución del 49, un ensayo efímero que cambiaría para siempre el imaginario y el horizonte de proyección posible de nuestra Carta Fundamental y enseñaría que existe otro rumbo en materia de constitucionalismo, aunque su letra fuera derogada por la revolución fusiladora de 1955. Este enorme entrerriano, un filósofo del derecho comparable a los más destacados de la historia, sufrió la persecución, el exilio, la cárcel y –desde luego- el escarnio y el olvido de la academia. No era para menos. En su concepción, la mejor Constitución es aquella que se asienta en la realidad concreta. “aquella por la cual, atendiendo al grado de cultura intelectual y de virtud existentes y a la cantidad de recursos con que se cuenta, efectúa la mayor medida posible de justicia política”. Justamente algo que no podían soportar los iluministas argentinos. De la misma manera que el poder oligárquico no podía tolerar que aunque reconocía el derecho de propiedad, la Constitución del 49 establecía la función social de la misma, vale decir su ejercicio subordinado a las obligaciones que fije la ley “con fines de bien común” (art. 38), y confirmó la organización de toda la actividad económica (con excepción del comercio exterior que estaría a cargo del Estado)  “conforme a la libre iniciativa privada siempre que no tenga por fin ostensible o encubierto dominar los mercados, eliminar la competencia  o aumentar usurariamente los beneficios” (art. 40). El texto constitucional consagraba la nacionalización del comercio exterior y los recursos naturales, la prestación de los servicios públicos esenciales, la estatización del Banco Central, recibieron jerarquía constitucional. Esas actividades se consideraron perteneciendo originariamente al Estado, al que le serían transferidos las que estuvieran en poder de particulares, mediante compra o expropiación (art. 40). Y para sortear la espinosa cuestión de la valoración de esas actividades, se fijó un estricto método que prevenía el pago de sobreprecios: “El precio por la expropiación de empresas concesionarias de servicios públicos será el del costo de origen de los bienes afectados a la explotación, menos las sumas que se hubieren amortizado durante el lapso cumplido desde el otorgamiento de la concesión y los excedentes sobre una ganancia razonable, que serán considerados también como reintegración del capital invertido” (art. 40).

 El capítulo III incorporó los “Derechos del trabajador”, los “Derechos de la familia”, “Derechos de la ancianidad” y los “Derechos de la educación y la cultura (1). Demasiado para esos tiempos. ^Por eso es que su mentor fue sometido al peor de los castigos. Sus cargos académicos le fueron devueltos recién en 1973, pocos años antes de su muerte.

No terminan allí las limitaciones epistémicas que la "intelligentzia" local y otros poderes foráneos, igualmente oscuros, imponen en las carreras tradicionales, capturadas por el más rancio y conservador dogmatismo.

Nuestros alumnos de derecho en la Argentina conocen y recitan a Durkheim, Saint Simon, Bentham y Max Weber. Pero, en cambio, ignoran olímpicamente quién fue Ibn Jaldun, ese notable cientista social tunecino, filósofo, historiador, economista, que con seis siglos de anticipación hizo aportes incomparables a la sociología (2).

Lo mismo acontece con la inusitada devoción que se tributa a autores como Talcott Parsons, Robert Castell o Giddens, en detrimento de Rodolfo Kusch, Ramón Grosfoguel, Frantz Fanon, Franz Hinkelammert, Carlos Cullen, Juan José Hernández Arregui, Arturo Jauretche o Enrique Dussel, por citar solamente algunos de los pensadores "olvidados".

No podría causar extrañeza, entonces, el dictado complaciente de los Derechos Humanos asentados en (y derivados de) los productos culturales de la OEA, cuyo perverso rostro ha quedado recientemente patentizado en los bochornosos acontecimientos de Bolivia. La última y vergonzosa intervención de este organismo concebido para custodiar el patio trasero del imperio.

No es razonable adjudicar este sesgo a la mera casualidad ni tampoco a fatales determinismos históricos.

La academia institucionalista y oficial maneja a la perfección ciertos regates elusivos que permiten borrar de un plumazo a los pensadores incómodos de los contenidos curriculares de sus materias y de los programas de estudios de las carreras. Generalmente, “administrativizan” lo que en realidad implican decisiones políticas e ideológicas que les permiten erradicar en medio de un silencio atroz el pensamiento crítico, nacional, popular y decolonial.

Difícil dar la batalla cultural y crear la nueva hegemonía que postulaba Gramsci si las instituciones políticas y educativas deciden transitar caminos que los alejan de los intereses del pueblo y reaseguran las intervenciones -no solamente culturales- de las diversas fachadas que asume el capitalismo neoliberal.

  1. Vilas, Carlos María: Arturo Enrique Sampay y la Constitución Nacional de 1949, disponible en http://cmvilas.com.ar/index.php/articulos/14-estado-y-democracia/4-arturo-enrique-sampay-y-la-constitucion-nacional-de-1949
  2. Aguirre, Eduardo Luis: “Derecho y poder. Último día de clase”, disponible en http://www.derechoareplica.org/index.php/filosofia/855-derecho-y-poder-ultimo-dia-de-clase