Por Guido Croxatto (*)

El poder judicial ha afrontado desde sus albores una objeción central y que permanece todavía irresuelta: la objeción contra-mayoritaria. El caso de Brasil demuestra que no se trata solo un dilema formal.  

Jeremy Waldron, un mayoritarista, cuestiona los controles constitucionales del poder judicial, cuando una persona (juez) puede por su solo criterio (en nombre de la constitución, de la interpretación discrecional de las leyes) barrer con la legitimidad de una norma emanada del congreso.  

Estas tensiones se observan en otros campos, como el derecho administrativo, cuando el poder judicial se excede en el control judicial de los actos de gobierno, pasando del análisis formal constitucional a un análisis de fondo de los actos de la administración, cuestionando los miramientos o políticas mismas, que son prerrogativa del gobierno (poder efectivo, administración pública) elegido democráticamente al efecto.





Al poder judicial le cuesta históricamente mantenerse a raya dentro de sus límites. No es simple porque muchas demandas sociales y políticas se canalizan, cuando la democracia representativa se corrompe o los actores políticos poco democráticos no aceptan la voz de las urnas, judicializando la vida política, reemplazando la deliberación democrática y la argumentación razonada por la denuncia permanente, con o sin sustento legal. Este “denuncismo” constante permite al poder judicial actuar arbitrariamente, tomando tales denuncias, muchas de las cuales son meras acciones políticas caprichosas para captar la atención de los medios, pero sin sustento legal alguno, para hacer un juego político propio, de presiones sobre otros poderes del estado, o sobre actores de enorme peso y protagonismo, como Lula. El poder judicial elige qué denuncias toma y trabaja y cuáles no. Por eso las cárceles están llenas de pobres. Porque es un trabajo más simple. Requiere menos trabajo, menos evaluación. Y porque los pobres no ejercen presiones. No tienen contactos. No sobornan. No cooptan a nadie.  

La clase política brasileña, casi en su conjunto, esta sospechada de actos de corrupción que no están siendo juzgados, pese a las evidencias criminales. Sin ir más lejos, el actual presidente de facto, Michel Temer, asalta el poder para evitar que muchos legisladores, que apoyaron el golpe, fueran investigados por actos de corrupción. El reino del revés: Temer y sus apoyos iniciales, todos sospechados de corrupción, coordinan un golpe de estado (que formalmente emplea los procesos institucionales, desvirtuando su aquiescencia, en un proceso que se inicia con Zelaya en Honduras y sigue con Lugo en Paraguay) contra una presidenta electa y no sospechada de acto de corrupción alguno, como Dilma. Que Temer gobierne y Lula esté procesado por lavado de dinero es parte de este proceso político regional (invertido) donde los corruptos encarcelan a quienes, reivindicando los derechos del pueblo, los habían arrinconado políticamente. Los corruptos, en Brasil, manejan los tres poderes del Estado y son orgánicamente apoyados por los medios de comunicación y un sector corrompido de la justicia. Esto pone en tensión a la justicia con la democracia, esta tensión se vuelve práctica en Brasil: porque se pretende encarcelar a la máxima figura política del país, al solo efecto de que no gane las elecciones de octubre, revirtiendo el golpe de Temer, que sacó a Dilma, presidenta electa y no sospechada de corrupción, del Planalto. La prisión de Lula es parte de este proceso político coordinado. La democracia está llamada, en Argentina y en Brasil, a renovar la Justicia. Poniendo integridad y transparencia donde hoy solo existen complacencia y politización, discrecionalidad y arbitrariedad de los jueces. Sobornos.  

La idea de aforo mezcla los orígenes de los tres poderes del estado. La democracia parte de esa idea. La justicia debiera resolver sus dilemas democráticamente. No de espaldas al pueblo. No encerrando a sus líderes, sino escuchando sus reclamos, que son los reclamos populares. Encarcelar a Lula es enviarle al pueblo un mensaje equivocado: que no tiene derechos sociales. Que la democracia es sólo civil, no social. Que los derechos son, para el pueblo pobre, una fantasía. No una realidad. Este es el dilema que la justicia no quiere afrontar, disimulando el mismo (en tiempos de ajuste) con el encarcelamiento de quien puso tal dilema (jurídico) sobre la mesa de la democracia brasilera y latinoamericana: Lula. Los jueces están para hacer avanzar la operatividad de los derechos sociales. No para ser funcionales a las políticas económicas que los recortan. No se puede disimular esta falla de la Justicia encarcelando a Lula. La democracia y la justicia están en tensión: los derechos sociales como parte de la vida civil son el punto en debate en la democracia latinoamericana. El neoconservadorismo divide derechos civiles (democracia liberal) de derechos sociales. El “populismo” no traza tal distinción: en la pobreza, no hay democracia. En la pobreza, no hay libertades civiles. Donde no hay justicia social, no hay democracia.

* UBA-Conicet. Director del Tribunal Experimental en DD.HH. Rodolfo Ortega Peña (UNLA). Publicado originariamente en Página 12 (disponible en https://www.pagina12.com.ar/106479-aforo). Enviado por el autor autorizando la reproducción en nuestro blog.