Por Diego Tatián



En la que sea tal vez la página más perfecta de todas las que produjo el antifascismo literario de Borges durante los años treinta y cuarenta, me refiero a la “Anotación al 23 de agosto de 1944” (que alude por supuesto al día de la Liberación de París), se postula una conjetura extraordinaria y una deducción a priori de la derrota del nazismo: “El nazismo -dice Borges allí- adolece de irrealidad, como los infiernos de Erígena. Es inhabitable; los hombres sólo pueden morir por él, mentir por él, matar y ensangrentar por él. Nadie, en la soledad de su yo, puede anhelar que triunfe...”.

Sin sugerir ninguna homologación de fenómenos políticos que son diferentes, podríamos igualmente pensar: nadie puede anhelar de verdad la perpetuación del macrimileísmo. Es posible resignarse provisoriamente a él por odio, por rencor, por pasiones tristes inducidas con eficacia en el cuerpo social, por engaño consentido, por resignación televidente, pero nadie “en la soledad de su yo” puede querer la consolidación de la violencia ejercida en continuación, la destrucción social, económica, cultural, institucional y hasta psicológica en las que el macrimileísmo ha precipitado a la Argentina.

Nadie puede querer vivir demasiado tiempo en la incertidumbre laboral, ni en la mentira sistemática, el deterioro del salario, la destrucción de derechos, la corrupción, el saqueo financiero, la entrega del patrimonio público y los recursos naturales a las grandes potencias, la reivindicación progresiva del terrorismo de Estado, el cinismo desembozado, la indefensión de los ancianos, la vejación de los maestros y la represión. El macrimileísmo es, a la larga o a la corta, inhabitable.

Sin embargo, tal vez debamos ser menos optimistas que Borges en lo que respecta a la espontaneidad de los anhelos recónditos que reservan los seres humanos para preservarse de lo que no puede ser habitado durante mucho tiempo; matizar su confianza en que la resistencia latente atesorada en las personas se volverá manifiesta antes de que la destrucción sea irreversible. En efecto, este presupuesto deberá al menos ser completado por el trabajo político, por el conocimiento, por el pensamiento y por una constante resistencia cultural explícita.

¿Cuánto tiempo que requiere lo inhabitable para su revelación? ¿Bajo qué condiciones, o en qué grado, la contundencia de lo inhabitable disipa las pasiones tristes que lo vuelven tolerable no obstante la evidencia de su oprobio? ¿Cuál es el punto de reversión de la habilitación fascista que el macrimileísmo activa en el lenguaje, en los vínculos, en las formas de trato cotidianas (la verdulería, el taxi, la cola del banco…), en las representaciones de lo desconocido y de los desconocidos, en los miedos y las consiguientes demonizaciones sociales? No lo sabemos. Pero sabemos que ese tiempo, esas condiciones y ese punto de reversión existen.

Nuevamente aquí, “habilitación fascista” no equivale a decir que el actual gobierno argentino lo sería. Pero sí que estamos ante un régimen que promueve lo peor de los seres humanos, las pasiones más oscuras, y este será su daño más perdurable y difícil de revertir. Los cuidados, en el uso del lenguaje y el debate político, que deben adoptarse para evitar la banalización de la palabra “fascismo”, no deben sin embargo desatender lo siniestro que prospera bajo una banalización contraria, amparado por ella hasta que ya es demasiado tarde.

Independizada del contexto histórico y el fenómeno político concreto que designa, fascismo es un término que a lo largo del tiempo adquirió una dimensión “evocativa” para dar cuenta de las condiciones racistas, financieras, culturales, afectivas, lingüísticas…, que hicieron posible esa experiencia concreta. Aunque no haya otras naciones donde exista la palabra fascio y aunque de la marcha sobre Roma hayan transcurrido ya cien años, las condiciones que vuelven inminente al horror pueden germinar en cualquier lugar del espacio y en cualquier momento del tiempo. Ninguna sociedad se halla exenta de las pasiones, los temores, las retóricas y las miserias que hicieron posible históricamente al fascismo.

La necesaria reticencia en el uso de ese término (las palabras, en efecto, deben ser otras), no impide sin embargo que debamos procurar nutrir lo único que podrá preservarnos de una caída libre en la infinita violencia del desprecio hacia los demás y en el imperio consumado de la crueldad: tener un corazón antifascista. Tenerlo, aunque no pueda ser llamado fascismo lo que hay y debamos encontrar la palabra que designe sus crueldades. Tenerlo sin perderlo ni entregarlo nunca, y volverlo común para que lo inhabitable dure poco tiempo.





Este texto fue publicado en Página 12 en enero de 2019. Como experimento, lo retomo aquí cinco años después con solo una pequeña intervención: donde el artículo original decía “macrismo” dice ahora “macrimileísmo”. Me pregunto si funciona aún. Y creo que no. Lo inhabitable que expresa Milei es de una radicalidad diferente a la de lo inhabitable macrista. No es solo ni fundamentalmente -aunque también lo es, por supuesto- una devastación financiera del mundo (lo que nos mantendría aun en un registro de análisis marxista posible), sino un desquicio antropotécnico de una caladura más intensa, para el que en mi opinión no tenemos todavía las palabras adecuadas y amenaza de muerte lo que llamábamos “pensamiento crítico”. El tuit de Elon Musk y el meme de Nik retuiteados por el presidente -las tres cosas no por separado sino puestas en vinculación- cifran quizá el régimen de signos de una transformación que hace tambalear la esperanza de que “lo inhabitable dure poco tiempo” y vuelve obsoleta -e ingenua- la expresión “tener un corazón antifascista”. El nuevo rigor teórico, lingüístico y militante por surgir -aunque sin ninguna garantía de que ello ocurra efectivamente-, deberá pensar, hablar y actuar de otro modo, sin autocomplacencias voluntaristas y sin “contarse historias”. ¿Cuáles podrían ser esas ideas, esas palabras y esas acciones? ¿Surgirán de una “paciencia del concepto”, de las “armas de la crítica”, de la “crítica de las armas”, u otras maneras clásicas de concebir la transformación de lo existente?

El poder -que es hoy sustantivamente biotecnológico y antropotécnico- busca apropiarse de eso que Borges llamaba “la soledad del yo”. La forma final de la dominación posthumanista se habrá concretado cuando esa soledad no exista más y lo inhabitable se imponga como una pura normalidad, sin ser percibido como lo que es.