Por Lidia Ferrari (*)




El porteño no puede jactarse de una vida estable. El habitante de Buenos Aires habita un mundo que cambia. El porteño se debe adaptar a situaciones nuevas todo el tiempo. La imprevisión, la improvisación, el repentismo son su patrimonio. En un suelo tan resbaladizo como el suelo porteño, se aprende a caminar a los saltos, el equilibro es más difícil y la estabilidad se alcanza cambiando con el suelo. Es esta faceta inestable, frágil, fortuita, esta huidiza realidad la que lo hace avanzar con pasos cambiados, a contratiempo, como saltando. La improvisación es su salvación. El suelo se mueve y hay que moverse. Si la tierra se abre delante nuestro no nos queda más que adelantar el paso para no caer en el abismo. Apurado, apremiado pero también solicitado a estar ahí, a estar presente en la realidad. Se esfuerza ágil para seguir. Nada lo espera ni lo salva. Debe hacerlo todo. Caminar, correr, detenerse, a la medida de las urgencias. Esta volatilidad del suelo lo hace, por el contrario, sólido en el cambio, ágil y presto en las respuestas. El baile, su baile reflejará esta agitada vida, conmovida siempre y siempre abierta. Este baile no puede ser estándar, estable, esperable, previsible, siempre igual. En este baile los arrastres, los avances y retrocesos, el respeto de la música irreverentemente, lo hará un baile complejo, donde no se puede estar tranquilo de haberlo dominado. Siempre habrá algo nuevo que aprender, algún ambiente diverso al que acudir, una partenaire nueva a la que entregarse.


(*) Psicoanalista y escritora,.
Fragmento de su libro 'Tango. Arte y misterio de un baile'. Corregidor, 2011