Por Eduardo Luis Aguirre

Cuando parecía que un  determinismo inexorable en la historia política continental marcaba, uno por uno, el ocaso de los experimentos populistas, el triunfo de Lenin Moreno, garante del rumbo impuesto en Ecuador por el correísmo, acaba de fortalecer el presente e iluminar el futuro de los pueblos del sur.



El promocionado “fin de ciclo” de la era progresista fue frenado en seco con el espaldarazo de Quito.

Los movimientos populares gozan ahora de un hándicap de cuatro años y la vigencia incólume de Evo Morales, para construir en espejo una alternativa superadora de las nuevas derechas y de lo que los propios populismos evidenciaron cuando les tocó ser gobierno. La realidad venezolana parece demandar más apoyos que los que puede objetivamente proporcionar en momentos de extrema complejidad política e institucional.

Pensar el futuro de las épicas emancipatorias en América supone una tarea de una complejidad incompatible con un posteo habitual.

Pero, aún en las fronteras de esta obligada brevedad, es posible pensar algunas ideas fuerza de cara al futuro.

Las generosas vigencias de los gobiernos populistas pusieron de relieve una serie de matices que los diferenciaron entre sí, pero también una serie ostensible de denominadores comunes.

En primer lugar, exhibieron una capacidad indiscutible para asumir e imponerse en las primeras batallas culturales que debieron afrontar. Esos antagonismos consistieron en dotar de sentido sus épicas respectivas, señalizando las contradicciones históricas entre pueblo y clases dominantes que asolaron a los países del continente y reivindicando el sentido y la vigencia de los estados en manos de sectores que no representaban los intereses del capital concentrado y las oligarquías locales.

Sin embargo, a la hora de dirimir la segunda contienda cultural, los populismos fueron mucho menos sólidos. A sus errores políticos, se sumaron groseros yerros teóricos, una dificultosa lectura de la volátil realidad del mundo transmoderno, claras inconsistencias al momento de articular proyectos estratégicos de liberación nacional y social, estrecha comprensión de los términos de los nuevos antagonismos culturales, indecisiones al momento de concretar finalmente alianzas regionales e internacionales alternativas, e incomprensibles defecciones éticas. Adelantamos desde ya: no hay espacio en el futuro para volver a incurrir en estas debilidades.

Tampoco, para confundir el adversario o reincidir en la incomprensión de que la política no puede tener una lógica centrífuga, pero, tampoco, centrípeta.

Era sabido que las nuevas derechas constituyen espacios políticos diferentes de las que existían en épocas del Consenso de Washington. Si queremos seguir denominándolas neoliberalismo para acordar un significante o construir una abreviatura de calle, perfecto. Pero este conservadurismo duro carece de una valorización positiva de los postulados filosófico políticos e incluso de la democracia formal del liberalismo temprano. Son corrientes autoritarias, violentas, racistas, clasistas y portan un espíritu vengativo y revanchista quizás sin precedentes en América Latina. Están dispuestas a todo, incluso a promover los peores desenlaces fratricidas. Son la expresión de un capitalismo cuyo objetivo estratégico es la colonización de subjetividades y el saqueo legitimado. A eso tendrán que enfrentarse los pueblos latinoamericanos.