Por César Manzanos Bilbao (*)
 
La exponencial aceleración de los acontecimientos en la era de la hipervelocidad hace que no nos dé tiempo a pensar lo vertiginosamente que cambian las cosas en un único sentido: homogeneización, generalización del control y del malestar social, aislamiento del individuo en su cárcel interior y, sobre todo, merma de la capacidad de resistencia para así conseguir convertirnos sin que lo apreciemos en sujetos enfermos, sujetados, pasivos, fatigados, estresados, en un estado anímico permanente de ansiedad difusa cuya única salida es recurrir a la droga televisiva, a la evasión puntual y desenfrenada, a los psicofármacos y a no pensar en nuestra condena aceptada.
Esto es lo que ocurre en nuestra sociedad carcelaria. Ni que decir tiene que la trituradora policial, penal y carcelaria se ha encargado de un modo especialmente intensivo de hacer lo mismo con las personas que sanciona y en muchos casos encarcela.
Aún en nuestras sociedades, ni siquiera se ha hecho un debate sobre qué modelo de prevención y lucha contra el delito necesitamos para garantizar la seguridad que no es otra cosa que el efectivo ejercicio de los derechos y libertades tan solo formalmente reconocidos y, mucho menos que respuesta dar a la comisión de delitos que atenten contra nuestra seguridad. Hoy, la única seguridad que se busca garantizar es la de los estados y la de quienes los gobiernan, no la de las personas.
 



Las personas presas están asistiendo a un acontecimiento histórico sin precedentes en la historia del sistema carcelario en el caso español. Si por lucha anticarcelaria se entiende la lucha por la abolición de la cárcel, esta lucha ha triunfado con creces, no solo porque la inmensa mayoría de los delitos y delincuentes que perpetran delitos en nuestra sociedad no son encarcelados tal y como hemos venido evidenciando durante mucho tiempo, sino porque aun visibilizándose esta impunidad sistemática, se ha hecho sentirse cómplice a toda una sociedad de las corrupciones y genocidios en los que se fundamenta el capitalismo fundamentado en la guerra permanente a los enemigos inventados y definidos como terroristas, clases peligrosas o regímenes no colaboracionista, no colaboracionistas, se entiende, con un mundo hecho por y para una minoría que cada vez acumula más riqueza y más control sobre todo lo que acontece. Es decir, se ha reforzado en el imaginario colectivo la necesidad de la cárcel por no considerarse un problema en sí mismo, sino que el problema ahora es porqué no van más infractores a la cárcel. La banca siempre gana.
El estado en estos años se ha organizado para combatir a los humanos en dos frentes, en un frente amplio, para despolitizar a la población, entendiendo por ello convertirles en un ser que no luche por su dignidad y por sus derechos, en otro frente menos amplio pero más intensivo para aniquilar a quienes combaten, toman conciencia de su opresión y se sublevan contra él. Esto es exactamente lo que han hecho también en la cárcel, reforzar los dispositivos para eliminar la capacidad de lucha de las personas presas, mermando su autoestima y fomentando su individualismo, y aplicando políticas especiales de aislamiento, tortura y aplicación extrajudicial de la pena de muerte a quienes luchan contra la cárcel desde dentro o a quienes están en la cárcel por ser condenados acusados de delitos que cometieron por motivos políticos.
La lucha anticarcelaria, centrada en la idea de que los estados modernos y las cárceles modernas los construyeron las clases, naciones, razas y patriarcas que impusieron su política y su derecho, supone hoy en día no solo reivindicar formas alternativas de afrontar los conflictos (que sustituyan, no que complementen) al recurso al encierro, a la expulsión, a la exclusión, sino sobre todo, evidenciar que la cárcel es una industria que se lucra de triturar a una minoría de personas seleccionadas para ser el chivo expiatorio de el estado penal, del estado guerra, al servicio de quienes las construyen, que son los mismos que asesinan, violan y explotan y que por tanto jamás irán a parar a ellas.
Mientras tanto, un día en la cárcel para una persona presa es un día de muerte revestida de una violencia simbólica y emocional mediante dispositivos de sedación, de inyección de falsas esperanzas y también de generalización al miedo a no saber si aguantaré dentro y como luego soportar fuera la otra condena, el abandono en los corredores de la muerte social y civil de la sociedad carcelaria.
En estos años hemos denunciado, informado, acompañado a las personas y colectivos criminalizados y el triunfo de esta lucha anticarcelaria ha consistido en demostrar, sin ser ésta nuestra intención explícita, que si la gran mayoría de las personas y colectivos a los que se criminaliza tienen salud y autonomía y apoyo social solidario no acaban en la cárcel, o mejor dicho, la cárcel no acaba con ellas. En este camino seguiremos nosotras, ellos en el suyo.
 
(*) Doctor en Sociología. Profesor de la Universidad del País Vasco.
 
Publicado originariamente en Rebelión. Disponible en http://www.rebelion.org/noticia.php?id=209923