Desde algunas miradas jurídicas respetables y comprometidas con la militancia permanente en materia de Derechos Humanos, se ha sostenido que la sanción penal se justifica en casos de delitos de lesa humanidad y genocidio, y hasta resulta imprescindible, a pesar que no exista equivalencia posible alguna entre la magnitud del delito y cualquier sanción que se ensaye frente a este tipo de atrocidades, razón por la cual las teorías retribucionistas deben dejarse de lado en la especie.
En consecuencia, descartada la justificación retribucionista, la sanción penal debería explicarse con arreglo a una tesis utilitaria o consensual. Esa tesitura diferencia claramente la labor del legislador, que instituye una norma para que rija en el futuro, intentando lleva a cabo un cometido preventivo de determinadas conductas ilícitas, de la del juez, que se acerca mucho más a una función retributiva, castigando el mal ocasionado en el pasado[1].

Según se afirma, éste es el mismo alcance que en materia de prevención general positiva se espera  de la ley penal. El de reforzar la adhesión a valores esenciales para disuadir así, mediante la amenaza penal, respecto de cualquier tipo de práctica lesiva de derechos fundamentales de la persona humana, que deben respetarse en todo tiempo y en cualquier lugar. Por eso, el juicio justo -como contrapartida de la falta de juicio e impunidad- sería lo único capaz de devolver a la ley su capacidad preventiva.
Por lo demás, el juicio justo tendría también una profunda connotación pedagógica y simbólica, dado que muestran la supremacía del Estado Constitucional de Derecho sobre el sistema dictatorial, resignifica el rol de las víctimas y del derecho, que parece en muchos casos estar en contra de ellas, cuando se expresa mediante indultos, amnistías, jurisdicciones especiales o estado de excepción penal[2].
Como se observa, lo que se contrapone aquí es juicio justo y capacidad preventiva de la ley (explicitada mediante el castigo) a la falta de juicio y la impunidad. El sentido de la pena, de acuerdo a esta postura, estribaría, en el mantenimiento de la confianza en la norma, como modelo orientador de la relación social. En ello también residiría su justificación moral[3].
Frente a un comportamiento que defrauda las más mínimas expectativas de convivencia social, la pena se erige en la reacción más categórica del conjunto de una sociedad respecto de una conducta que considera particularmente reprochable y merecedora de un castigo institucional[4]. Como se advierte, son notorias las analogías entre esta perspectiva y la que descansa en la idea del deber de penalizar, especialmente en lo que atañe a la justificación moral de la aplicación de la pena.
Se ha sostenido, en definitiva,  que la pena de prisión se justifica en los casos de delitos contra la humanidad (más bien, se la concibe como imprescindible) atendiendo a vertientes utilitaristas que hacen hincapié en la necesidad de delimitar el cometido de la ley, que regula aspectos futuros, de la función de los tribunales, que deciden cuestiones pretéritas que son sometidas a su consideración. El juez desarrollaría en el juicio una función asimilable a la retribución, toda vez que castiga el mal inferido ex ante, y el legislador, en cambio, intenta prevenir disuadiendo mediante la ley penal al delincuente para que no perpetre actos futuros, que lesionen bienes jurídicos fundamentales. La ley penal tendría una función de prevención general positiva, que se expresa en la adhesión a valores fundamentales cuya afectación se habría de disuadir mediante la amenaza de la ley penal. En cada caso concreto en que se produjera la afectación de esos bienes jurídicos esenciales, la realización del juicio justo, esto es, la contracara de la impunidad, sería la única forma en que la ley recobraría su aptitud preventiva. La veta simbólica del juicio estriba en la exhibición de la supremacía del Estado de derecho frente a todo resabio cultural de las dictaduras y el realzamiento del rol de las víctimas, respecto de las cuales el derecho parece estar en contra cuando asume las formas de indultos, amnistías, jurisdicciones especiales, estado de excepción o cualquier otro tipo de instrumento tendiente a consagrar la impunidad de los perpetradores. Esta lógica utilitarista contrapone el juicio y la capacidad preventiva de la ley (efectivizada mediante la condena penal) a la falta de juicio y la impunidad. La pena se legitima en tanto coadyuva a mantener la confianza en la norma, exteriorizando la desaprobación social frente al comportamiento desviado.
Por nuestra parte, estimamos que en todo Estado Constitucional de Derecho los jueces se avocan a conocer y decidir cuestiones que en el pasado han sido conminadas de manera genérica y abstracta por el legislador. Por ello, esta mera enunciación, de por sí, no autoriza a suponer que el rol de los tribunales coincida con el de imponer prácticas retribucionistas, y mucho menos que la ley penal pueda leerse en clave de prevención general positiva. Creo más bien en la posibilidad de que el Derecho (entendiendo al mismo ampliamente, como todas las agencias vinculadas a la cuestión criminal) actúe como productor de verdad a través del juicio justo. Pero no necesariamente el juicio justo y su resultado equivalen a la imposición de una pena de prisión draconiana, que vulnere las más mínimas garantías de un Estado democrático y contradiga el fin de las penas tolerado por un Estado Constitucional de Derecho. Una sociedad civilizada puede reforzar su confianza en la norma de cara al futuro sin necesidad de presenciar la ejecución de Damièn en la plaza de París. Le debería bastar con saber que tribunales imparciales, a través de un juicio inatacable, han logrado (re) producir la verdad de lo ocurrido en circunstancias particularmente dolorosas del pasado, ha identificado a los culpables, les ha podido hacer sentir su unánime reprobación (mediante la imposición de penas razonables y compatibles con el ideal resocializador o de otro tipo de medios alternativos de resolución de ese conflicto), e igualmente ha decidido reintegrarlos a su seno. Además es pertinente realizar una pormenorizada lectura crítica de las posturas que legitiman el poder punitivo desde una mirada compatible con la prevención general positiva, como en este caso, cuando es reivindicada por parte del pensamiento progresista nacional.
La teoría de la prevención general positiva es una rara amalgama entre las actitudes que en el pasado reducían a la religión a un valor instrumental y la vieja postura durkheimniana que planteaba que el delito y el castigo tenían una función positiva al provocar cohesión social y reforzar la confianza ciudadana en el sistema social en general y en el sistema punitivo en particular. Pero si atendemos a que, como los mismos impulsores de esta postura lo admiten, una de las características que definen al sistema penal es su tendencia a una criminalización selectiva -de resultas de la cual únicamente son perseguidos y condenados los más torpes, los más vulnerables- la aceptación de la prevención general positiva, fundada en el supuesto consenso y la cohesión social que lograría el castigo, equivale a tolerar como valor socialmente positivo a la punición ejemplarizante de un chivo expiatorio como creadora de consenso, prescidiendo de la evidencia de que nada sucederá respecto del universo de personas que protagonizan injustos mucho más graves, pero que, por su poder o habilidad, no serán seleccionadas.
Esta selectividad es la rémora más preocupante del sistema penal a nivel globalius puniendi y convalida procesos cada vez más injustos y selectivos en materia de persecución y enjuiciamiento penal.
, y aceptada que sea la prevención general positiva, también habrá que admitir un sistema que cosifica a una persona derrotada, utilizando su dolor como símbolo, sencillamente porque se debe priorizar la reproducción del sistema a la propia persona. En definitiva, esta construcción propia de un funcionalismo sistémico extremo no se compadece fácilmente con una idea agnóstica o negativa de la pena, reivindica la existencia de un




[1] Mattarollo, Rodolfo: “Noche y niebla y otros escritos sobre Derechos Humanos”, Ediciones Le Monde Diplomatique, “el Dipló”, Buenos Aires, 2010, p. 75.

[2] Mattarollo, Rodolfo: “Noche y niebla y otros escritos sobre Derechos Humanos”, Ediciones Le Monde Diplomatique, “el Dipló”, Buenos Aires, 2010, p. 75.
[3] Sancinetti, Marcelo: “Derechos Humanos en la Argentina Postdictactorial”, Lerner Editores Asociados, Buenos Aires, 1988, pág. 9.
[4] Stratenwerth, Günther, “Derecho Penal, Parte General, I. El hecho punible”. Traducción de la 2da. edición alemana (1976) de Romero, Gladys. Fabián J. Di Plácido Editor, Buenos Aires, 1999. pág. 18.