Desde Núremberg y Tokio, hasta el Tribunal para la Antigua Yugoslavia, pasando por los de Ruanda y Sierra Leona y llegando a la propia Corte Penal Internacional, los pronunciamientos condenatorios internacionales por delitos contra la Humanidad han sido dirigidos contra determinados ofensores, muchos de ellos personas de edad avanzada, casi todos derrotados en diversos conflictos, y han consistido en un recurso permanente a la prisión como forma de simbolizar la “justicia”, tal como lo prevén los respectivos estatutos de esos mismos tribunales. 
 Es evidente que la pena de prisión, en estos casos, se justifica en base al retribucionismo y al prevencionismo extremos, y la cuestión de la resocialización o reinserción de los penados no parece ocupar demasiado al derecho penal internacional, como tampoco la profunda selectividad de este último, uno de sus rasgos deslegitimantes más graves y notorios.

Pero ocurre que, tanto en las constituciones de los estados constitucionales de derecho, como en un derecho penal liberal, la pena encuentra sentido únicamente con apego a la ideología de la resocialización y la reinserción o –si mejor se lo prefiere- reintegración social de los penados, que son los únicos paradigmas que justifican el secuestro institucional de los penados. 

De modo que esta exigencia no aparece como una circunstancia disponible para los Estados y las instituciones supranacionales. Dicho en otros términos, un sistema penal internacional democrático, por ende mínimo, no podría prescindir de estas categorías minimalistas.
           Creemos, en conclusión, que el desarrollo de estrategias consistentes en materia de prevención de crímenes masivos, y la construcción de formas de resolución alternativas de este tipo de conflictos, suponen instancias superadoras para el derecho internacional.
En ese sentido, es necesario valorar la experiencia histórica de los tribunales de opinión y de las comisiones de verdad, por su profunda incidencia cultural, social, simbólica y pedagógica.
Debemos entonces reivindicar, por ejemplo, al Tribunal Russell, el Tribunal Permanente de los Pueblos y la  Comisión de Verdad y Reconciliación de Sudáfrica. Todos esos tribunales se han constituido para analizar y resolver, en clave de justicia no punitiva, los más graves crímenes que han azotado a la humanidad desde la segunda posguerra.
Y han encarnado una mirada no retributiva, basada en el arrepentimiento, la asunción de la propia culpa, la comprensión, el perdón de los ofensores, la vergüenza reintegrativa, la reparación y la reaparición plena de la víctima en los procesos, en lo que significa un avance que el sistema penal institucional no ha logrado todavía a nivel internacional, no obstante los progresos que el Estatuto de la Corte Penal Internacional ha ensayado al respecto.
En estos esquemas, de profunda densidad humanística, el reproche penal quedaría circunscripto a una posibilidad de última ratio, únicamente utilizable en la medida que los perpetradores no acepten su culpabilidad o se nieguen a reconocer sus crímenes, o renieguen de la posibilidad de pedir sinceras disculpas a las víctimas y someterse a la vergüenza de enfrentar a la sociedad que han agredido.
Seguramente, habrá muchas personas que se mostrarán disconformes con las soluciones no punitivas, o compatibles con un derecho penal mínimo, porque las mismas suponen la remoción de una cultura reproducida a través de siglos de utilización de los castigos más brutales. Tanta, como la que se muestra decepcionada con la respuesta que brindan los procesos penales convencionales, cualquiera sea su resultado.
           
Una mirada criminológica, nos conduce inexorablemente al desafío político- criminal de pensar un nuevo sistema penal –también en materia de crímenes contra la humanidad- profundamente democrático y, por ende, no selectivo, dotado de instrumentos de prevención eficientes y de estrategias de resolución de conflictos no necesariamente punitivas, reservando a la penalidad, como dijimos, el rol de última ratio, sometida siempre a los límites que impone un Estado Constitucional de Derecho.al poder punitivo de los Estados.
Estamos hablando de un Derecho Penal Mínimo, que se contraponga al derecho penal de la modernidad tardía, hipertrofiado, desformalizado, violento, prevencionista y retribucionista, que contribuye decisivamente a la constitución de un estado de permanente excepción, mediante el que el mundo “resuelve” sus conflictos.
Como ya hemos adelantado a lo largo de este trabajo, concebimos al Derecho penal mínimo como una instancia meramente táctica, que atiende a la inédita disparidad de la relación de fuerzas sociales, militares y económicas del capitalismo contemporáneo.
El minimalismo penal sería, a nuestro entender, una base mínima, democrática y pacífica en virtud de la cual podrían anudarse las nuevas relaciones internacionales y resolverse las contradicciones sistémicas principales, que debería evolucionar, cuando las condiciones objetivas y subjetivas de la sociedad global lo permitieran, hacia formas menos violentas de dirimir las diferencias entre los seres humanos, tarea para la cual el derecho penal ha demostrado su histórica incapacidad.
Ese Estado Constitucional de Derecho, que incorpora a los derechos internos los pactos, tratados y convenciones que en materia internacional rigen y dan certeza a las relaciones internacionales, constituye una base mínima de legalidad. Absolutamente progresiva, sin dudas, pero que todavía debe evolucionar necesariamente hacia formas más civilizadas y menos violentas de dirimir las controversias humanas, rol éste para el cual el derecho penal ha evidenciado su inveterada torpeza a lo largo de la historia.
Hasta que ello pudiera ocurrir, no podemos eludir nuestra obligación intelectual de revalorización de las garantías del Estado Constitucional de Derecho y de un derecho penal mínimo como elemento acotante del poder punitivo institucional.
 La convivencia entre derecho penal mínimo y crímenes de masa no es una cuestión sencilla. En efecto, si bien la mayoría de la doctrina no ha recalado en la articulación de reflexiones pormenorizadas acerca de las posibles relaciones entre ambas categorías, es posible establecer, mediante un razonamiento integrador, las principales objeciones a la mera posibilidad de que estos graves delitos puedan ser investigados y juzgados con prescindencia del derecho penal en su versión contemporánea, y que la eventual responsabilidad de los perpetradores pudiera ser sancionada con una medida alternativa a la privación de libertad más severa.
En primer lugar, se ha sostenido que es imposible resocializar a los genocidas, sencillamente porque el sistema penal, pese a reproducir en estos casos la selectividad con la que opera respecto de otros delitos, resultaría necesario en virtud la brutalidad de los delitos cometidos, lo que haría que la pena, aunque fuese irracional, no sería antiética frente a injustos de semejante gravedad, ya que en estos casos se descarta la posibilidad de limitar el poder punitivo y someter los conflictos a otros modelos de solución alternativos.
La magnitud de la pena debe expresar, por la magnitud del daño inferido, el máximo reproche penal posible en este tipo de delitos, a los que se cataloga de ideológicos y, por ende, insusceptibles de ser revisados y replanteados por los agresores.
Frente a este planteo, es posible contestar que el fin de la pena, en un Estado Constitucional de Derecho, no puede ser otro que la reinserción o reintegración social de los infractores.
Así lo han consagrado el artículo 10.3  del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, muchas de las constituciones democráticas del mundo e innumerables normas internas de diferentes Estados nacionales.
Más allá del indiscutible deterioro del ideal resocializador, es claro que éste no se plantea límite alguno frente a determinados delitos o cierta clase de perpetradores masivos, por lo que, en principio, aparece como aplicable a todas las personas, dado que es reconocido como un derecho civil, político, y por lo tanto humano.
Por otra parte, el paradigma correccionalista, aún en su estado de actual cuestionamiento, es el último límite que jurídico penal que queda en pie, frente a los relatos inocuizadores del nuevo realismo conservador. La contradicción principal de la penología posmoderna, sería, entonces,  reintegración o incapacitación. Ante esta disyuntiva de hierro, no queda otra alternativa, desde una perspectiva minimalista, que actualizar y reformular los viejos postulados resocializadores, y en esto no se podría admitir ningún tipo de excepción, ni por delitos ni por autores. Sencillamente porque esa excepción, como enseña la historia, se transformaría más temprano que tarde en una amarga regla.
Es cierto que estamos ante infracciones singulares, a las que se reconoce como “delitos de convicción”, perpetrados por personas con sistemas de creencias intolerantes, violentos, fundamentalistas, todo lo que dificulta cualquier intervención institucional en aras de la revisión de sus ofensas.
Pero también es real que existen casos conmovedores en que esos mismos victimarios han expresado su arrepentimiento, han pedido perdón a las víctimas, se han sometido al repudio generalizado de la sociedad ofendida y han intentado regresar al seno de la misma.
Aquí asume un rol fundamental la resignificación de la pena, porque en general, las que se han aplicado a los criminales de masa, por su duración, tornan imposible cualquier tipo de resocialización o reintegración social, lo que, como vimos, constituye un mandato normativo inexcusable.
Pero también demandan una reeducación de las víctimas, para alejarlas de las lógicas del desquite y el fetiche de una justicia entendida como administración descontrolada de castigo.
Se ha señalado también, que existe en la comunidad internacional un acuerdo mayoritario alrededor de una obligación consuetudinaria de castigar las violaciones a derechos humanos.
Esta postura se basa en la especial relevancia de los delitos de masa, que poseen una connotación cualitativamente diferente de cualquier otro tipo de macrocriminalidad organizada, dado el rol que juegan los Estados como perpetradores de estas gravísimas violaciones de Derechos Humanos.
Por eso, se inclina abiertamente por la necesidad de que este tipo de delitos sean juzgados y castigados, dado que existe sobre el particular, una suerte de obligación no escrita asumida por los Estados y la comunidad internacional, de recurrir en estos casos excepcionales a soluciones únicamente penales, como única forma de conservar la confianza en la validez y vigencia de las normas internacionales.

Una vez más, podríamos advertir frente a esta formulación la hegemonía contemporánea de una cultura del castigo como forma de resolver las diferencias, que trasciende los ordenamientos internos y se proyecta con la misma impronta a las normas del derecho internacional, incluso con el beneplácito de los discursos progresistas.
Creemos que más que un deber de penalizar, asistimos a un penalismo asentado en una relación de fuerzas políticas y sociales que le son extremadamente favorables.