La problemática carcelaria admite un recorrido histórico que no difiere, sustancialmente, de la evolución que en este siglo ha vivido el penitenciarismo en Occidente. Desde el higienismo biologicista que impregnó fuertemente las concepciones criminológicas correccionalistas de la primera mitad del siglo pasado, hasta los discursos legitimantes del nuevo realismo de derecha, el funcionalismo extremo, el nuevo positivismo y el neoliberalismo, hegemónicos en la región hasta hace apenas un lustro, los significados y significantes de la prisión sufrieron importantes modificaciones, que se experimentaron más claramente en las narraciones explicativas de sus funciones explícitas y simbólicas.
El deterioro del ideal resocializador (que mientras influyó en la legislación y la política penales lograron que los grupos profesionales contribuyeran a modificar progresivamente la cultura del castigo)[1], y su sustitución por una concepción de la prisión como ámbito de inocuización y exclusión social de sujetos disfuncionales (desarrolladas a partir de los años 80’ y 98’), aparejaron en todo el mundo un crecimiento desmedido de la población reclusa y una pérdida de terreno de la ideología constitucional de la recuperación de los infractores.
La pérdida de importancia de los expertos en materia político criminal es una de las improntas que caracterizan a la cultura del control postmoderna y explican ese corrimiento de los grandes ejes que justifican la prisión. Esa cultura conservadora descree de las postulaciones del correccionalismo welfarista y plantea un discurso y un conjunto de prácticas neopunitivistas de connotaciones retribucionistas extremas, donde la idea de “pena merecida” ha ganado un terreno innegable.
La cárcel, para estas ideologías “funciona”, pero no para hacer efectivos los paradigmas de resocialización sino para retribuir a los infractores y para aislarlos de la sociedad a la que agredieron.
A estas ideologías se responde modernamente, no obstante, que “el pretendido argumento de la justificación de las medidas inocuizadoras personales por la no reinserción social del delincuente luego del cumplimiento de la pena es una falacia. El derecho penal ha de aspirar a que las penas y las medidas de seguridad se dirijan a la reinserción social de los sujetos. Y, para ello, el legislador penal ha de sancionar los delitos con las penas más apropiadas para tal fin y ha de facilitarse el cumplimiento de la condena, previendo beneficios penitenciarios, etc. Además, han de habilitarse de modo suficientemente dotados los establecimientos penitenciarios (previendo la posibilidad de iniciar estudios en las cárceles, fomentando la especialización en trabajos profesionales, etc.). Si no se consigue hacer realidad el fin de la reinserción social del delincuente. Si no se consigue hacer realidad el fin de reinserción social….., por las razones que fuere –con frecuencia, por una insuficiencia o ineficacia estatal en el cumplimiento de este cometido, y en todo caso no por razón exclusiva o prioritaria del sujeto-, se habrá fracasado en uno de los cometidos que el derecho penal tiene que tender. Pero tal fracaso del sistema no debe ser imputado exclusiva y unilateralmente al delincuente. La pregunta es evidente: ¿ha de verse el delincuente obligado a soportar una nueva sanción penal adicional (de índole inocuizadora personal) por el hecho de –seguramente a su pesar- no haber podido rehabilitarse socialmente?” [2]
En realidad, “todos los textos normativos de nuestro entorno cultural han establecido, con diferentes fórmulas, que la resocialización, la reeducación o la reinserción social constituyen el fin primordial de las penas de encierro”[3], por lo que a las democracias que poseen sistemas penales liberales no les está permitido abdicar de los grandes paradigmas resocializadores.
Se trata, en nuestro caso, de un mandato constitucional explícito.
Es necesario, a la luz de este cuadro de situación, recuperar el valor de los expertos en el plano político criminal, revalorizando y resignificando el valor del tratamiento, la recuperación y la contención de los infractores en un recorrido paradójico de avance hacia el pasado welfarista.
La utilidad y conveniencia del tratamiento y el paradigma resocializador no se discutían durante el auge del correccionalismo, hace más de medio siglo. Ahora debemos pugnar por relegitimar este mandato constitucional frente a los discursos inocuizadores y segregativos, adecuándolo en clave compatible con la realidad de la modernidad tardía.
Por eso, el mandato de las democracias modernas supone contemporáneamente una actualización del concepto mismo de resocialización, y acaso su adecuación lisa y llana. Tenemos elementos objetivos para ser optimistas.
En aval de nuestra convicción, acuden posturas de indudable autoridad intelectual que han ratificado la confianza en la reintegración social de las personas privadas de su libertad, aún en el difícil e inédito panorama carcelario mundial actual.
Así, se ha señalado modernamente también que “la reinserción nos coloca frente a un condenado más real, más concreto; ante un sujeto con muchas carencias, algunas de las cuales tienen su origen en su propia condición de recluso. El sistema penitenciario no puede pretender, ni es tampoco su misión hacer buenos a los hombres, pero sí puede, en cambio, tratar de conocer cuales son aquellas carencias y ofrecerle al condenado unos recursos y unos servicios de los que se pueda valer para superarlos”[4] .
Para estas posturas, de insospechable raigambre humanista y democrática, el reconocimiento científico de que la cárcel no puede resocializar sino únicamente neutralizar, debe ser afrontado con una norma contrafáctica según la cual "la cárcel, no obstante, debe ser considerada el sitio y medio de resocialización" , conforme lo afirma el propio maestro Alessandro Baratta[5].
"La reintegración social del condenado no puede perseguirse a través de la pena carcelaria, sino que debe perseguirse a pesar de ella, o sea, buscando hacer menos negativas las condiciones que la vida en la cárcel comporta en relación con esta finalidad"[6] .
En aras de este objetivo, se debe tender, según Baratta , al principio político de la apertura de la cárcel hacia la sociedad y, recíprocamente, de la apertura de la sociedad hacia la cárcel.
"Uno de los elementos más negativos de la institución carcelaria lo representa, en efecto, el aislamiento del microcosmos carcelario en relación con el macrocosmos social, aislamiento simbolizado por los muros de la cárcel. Hasta que ellos no sean por lo menos simbólicamente derribados, las oportunidades de resocialización del condenado seguirán siendo mínimas”.
Sin embargo, "resocialización" presupone también el concepto de tratamiento, utilizado por la criminología clásica, donde el detenido tiene un papel pasivo y la institución carcelaria uno activo. Por eso, la idea de "reintegración social" que propone Baratta, supone la inauguración de una instancia en la que "los ciudadanos recluidos en la cárcel se reconozcan en la sociedad externa y la sociedad externa se reconozca en la cárcel".
La reintegración se produce no tanto por medio de la cárcel, sino a pesar de ella. La cárcel, de esta manera, implica un medio para reconstruir integralmente, como derechos del detenido, los contenidos posibles de toda actividad que pueda ser ejercida, aún en las condiciones negativas de la cárcel, a su favor. Por tanto, "el concepto de tratamiento debe ser redefinido como servicio".

Baratta, en definitiva, alienta modos y medios de recuperación de los aspectos humanitarios y garantistas del concepto, a través de una readecuación del mismo, reconociendo el ejercicio de sus derechos por parte del privado de libertad y el deber de los estados de garantizar el goce de los mismos.
El costado relevante de esta nueva visión, consecuente con el paradigma constitucional, estriba en que en tanto las visiones tradicionales la relacionan indisolublemente a la pena, ésta la exhibe como autónoma de aquella: “se parte de la premisa según la cual la reintegración social del condenado no puede y no debe hacerse a través de la pena (detentiva), sino, contra la pena, vale decir, contrarrestando los efectos negativos que la privación de libertad ejerce sobre sus oportunidades de reinserción”[7].
De tal suerte que para Baratta la reinserción debe basarse en las siguientes postulaciones:
a. Simetría funcional de los programas dirigidos a ex detenidos y de los programas dirigidos al ambiente y a la estructura social.
b. Presunción de normalidad del detenido.
c. Exclusividad del criterio objetivo de la conducta en la determinación del nivel disciplinario y por la concesión del beneficio de la disminución de la pena y de la semilibertad. Irrelevancia de la supuesta “verificación” del grado de resocialización o de “peligrosidad”.
d. Criterios de reagrupación y diferenciación del tratamiento, independientemente de las clasificaciones tradicionales y de diagnosis “criminológicas” de extracción positivista.
e. Extensión simultánea de los programas a toda la población carcelaria. Independencia de la distinción entre condenados y detenidos en espera de juicio.
f. Extensión diacrónica de los programas. Continuidad de las fases carcelaria y postcarcelaria.
g. Relaciones simétricas de los roles mediante los que interactúan detenidos y operadores
i. De la anamnesis criminal a la anamnesis social. La cárcel como oportunidad general de saber y de toma de conciencia de la condición humana y de las contradicciones de la sociedad.
j. Valor absoluto y relativo de los roles profesionales. Valoración de los roles técnicos y “destecnificación” de la cuestión carcelaria.
“Al modelo tecnocrático no se le pueden dejar la solución de problemas cruciales de la sociedad porque sólo está en posibilidad de desplazar sus términos y de producir soluciones imaginarias al no controlar los problemas, sino al “público” de la política, por lo tanto es útil para reproducir el sistema de relaciones de poder”, concluye el Profesor italiano en la misma obra citada.
Es decir que la reintegración social es una tarea que no solamente involucra a todas las instancias de persecución, juzgamiento y contención, sino a la sociedad en su conjunto.
Se necesita, en consecuencia, una línea de acción política presidida por la idea de disminuir la conflictividad y la violencia en las cárceles, incorporar y luego evaluar sistemática y periódicamente, formas de mediación, composición y restauración de conflictos entre los propios reclusos, intentando incorporar a sus mecanismos de resolución de conflictos herramientas no violentas como principal forma de reintegración social de los internos.
Para eso se torna inexorable un cambio cultural de los operadores de los servicios penitenciarios y la comprensión de que los problemas carcelarios no habrán de resolverse únicamente desde la institución, sino de cara y a partir de una nueva relación con la sociedad.
La dinámica de las interrelaciones entre el estado y la sociedad, entre ésta y la prisión y entre el propio Estado y la cárcel, generan desde siempre diagnósticos desagregados, con una notable insularización del conocimiento objetivo respecto de la cuestión penitenciaria, de sus realidades, variables e incidencias en el resto de la sociedad civil. La cárcel difumina los límites entre sus funciones explícitas y simbólicas, crea mitos, los reproduce y los multiplica. Ese proceso dialéctico impacta decididamente, en la modernidad tardía, en el sistema de creencias de los particulares, y transforma la cuestión criminal en una suerte de botín de guerra susceptible de ser utilizado con fines ideológicos autoritarios.

[1] Garland, David: “Castigo y sociedad moderna”, Siglo XXI Editores, 1999, p.219).
[2] Polaino Navarrete, Miguel: “La controvertida legitimación del derecho penal en las sociedades modernas: ¿más derecho penal?”, Discurso de Investidura como Profesor Honoris Causa por la Universidad Autónoma de Tlaxcala (México), publicado en “El derecho penal ante las sociedades modernas, Ed. Jurídica Grijley, Lima, 2003, p. 128 y 129.
[3] Salt, Marcos, en Salt y Rivera Beiras, Iñaki: “Los derechos fundamentales de los reclusos. España y Argentina” Ed. Del Puerto, Buenos Aires, 1999, p. 171.
[4] Mapelli Caffarena, Borja: “Una nueva versión de las normas penitenciarias europeas”, Revista Electrónica de Ciencias Penales y criminología”, p. 4, disponible en http://criminet.ugr.es/recpc/08/recpc08-r1.pdf
[5] Baratta, Alessandro: “Resocialización o control social. Por un concepto crítico de “reintegración social del condenado”, ponencia presentada en el Seminario “Criminología crítica y sistema penal”, organizado por la Comisión Andina de Juristas y la Comisión Episcopal de Acción Social, en Lima, del 17 al 21 de septiembre de 1990.
[6] Baratta, Alessandro, op. cit.
[7] Baratta, op. cit.