Renato Descartes completa, en sus “Meditaciones Metafísicas” (cabe aclarar que el título completo de esta obra que data de 1641 es “Meditaciones metafísicas en las que se demuestran la existencia de Dios y la inmortalidad del alma”) el relato totalizante de la modernidad respecto del pretendido dualismo entre el cuerpo y la mente, que reconocía su origen en el pensamiento platónico y había sido actualizado previamente por la tradición hegemónica de la cristiandad, como distingue Grosfeguel. Desde el punto de vista de esta ruptura impuesta durante siglos, lo corpóreo se reduce a un mero continente que asedia mediante la corrupción al espíritu que contiene, y es fuente del mal y de la corrupción.

El pensamiento cartesiano establece una primacía ontológica de la sustancia pensante, el alma, respecto del cuerpo, en tanto mera materialidad contingente. Esta idea de contingencia logra imponer la idea fuerza de que la sustancia pensante puede existir incluso sin el cuerpo. Por ende, aceptado que fuera que el cuerpo queda acotado a lo prescindible, las facultades asociadas a la corporalidad –los sentimientos, las sensaciones, las intuiciones y percepciones- cederían inexorablemente frente a la importancia atribuida a lo que podríamos denominar la razón, valor objetivo y de pretendida e indiscutible validez universal.

La atribución de ontologías e importancias diferentes y jerárquicas por parte de la modernidad no es inocente, ya que subalterniza al cuerpo bajo la razón mientras reduce ciertas culturas a la experiencia de ese cuerpo limitado a mera mçaquina portadora, en un epistemicidio que explica en buena medida la colonialidad. Mientras que los sujetos (sólo algunos) que encarnan el espíritu, y  parecen ser los únicos agentes de la historia, exisen otros (los pueblos que no tienen historia) que quedan encriptados en sus espacios geográficos propios sin posibilidades de  participar de la universalidad de la razón. En la periferia de la geografía y en el fondo de una historia que se pretende con arreglo a la prevalencia occidental, los “condenados de la tierra” como los llamó Fanon, permanecerían apegados al mundo material-natural y sus reglas mecánicas.

Como enseña Dussel, la reducción que hace la modernidad occidental del mundo natural, escinde la vida de la dimensión espiritual, le quita la libertad, ligándola a las reglas de mecanicismo. Esta reducción tiene como correlato la negación de la ética, dejando al mundo natural y sus cuerpos bajo la administración de la razón instrumental, como si se tratara del manejo técnico de objetos y de su relación en medios y fines. Este es uno de los problemas centrales que la Ética de la Liberación viene a desarticular. Y sobre el pensamiento de Descartes añade Dussel: “Superar esta visión eurocéntrica es exactamente el primer objetivo de un diálogo entre los filósofos del Sur, de las regiones poscoloniales (que seguimos siendo coloniales epistemológica y filosóficamente en la gran mayoría de nuestros claustros filosófico-académicos de nuestras universidades del Sur)” (*)

En la Ética de la Liberación en la Edad de la Globalización y la Exclusión (ELEGE) Dussel ofrece una sólida propuesta ética desde la perspectiva de las víctimas del proyecto occidentocéntrico. Tal y como señala Antonino Infranca (1999) “El rasgo característico de las éticas contemporáneas es considerar resueltos los problemas humanos de los hombres como son la reproducción de la vida y del cuerpo, como comer, tener una casa, vestirse, reproducirse, tener una instrucción y una cultura y, en definitiva, poder tener un proyecto de vida. Esta convicción denuncia cómo las éticas del primer mundo no tienen en cuenta los verdaderos problemas de la mayor parte de la humanidad, que son también los problemas de la vida y del cuerpo”. A diferencia de este rasgo, la ELEGE ubica en el centro de su arquitectónica la preocupación por la vida y la corporalidad de los oprimidos y exteriorizados del Sistema Mundo Moderno/Colonial, poniendo al descubierto las tensiones y contradicciones de naturaleza política, ontológica y ética que encierra la narrativa de la colonialidad.

La colonialidad hace referencia a una tecnología específica de poder y clasificación social, organizada por los estatutos de las diferencias entre conquistadores y conquistados alrededor de la categoría (¿biopolítica?) normalizadora y jerárquica de raza, acaso la tecnología de dominación y control más impresionante de los últimos 6 siglos. La Colonialidad es un fenómeno histórico que, a diferencia del colonialismo, no existió en ningún tiempo ni espacio antes de finales del siglo XV, sino que encuentra su contexto de emergencia precisamente durante el período de conquista y dominación del continente americano. Esto nos permite introducir una diferencia muy cara a esta perspectiva: la diferencia entre colonialismo y colonialidad. Mientras que el colonialismo hace referencia al proceso, a un devenir procesual y los aparatos de control y dominación político y militar que se despliegan para garantizar la dominación directa, la colonialidad es el eje del patrón de poder que emerge y se instaura, actualizando la diferencia colonial por diversos mecanismos, una vez finalizado el colonialismo. Entre esos mecanismos figuran estas formas de control social informal, verdaderos aparatos ideológicos del estado colonial. Y un dato que resiste la constatación histórica: una vez terminado el colonialismo, persistió la colonialidad.

*) Filosofías del Sur, Ed Akal/Inter Pares, Buenos Aires, 2016, p.90.