Por Eduardo Luis Aguirre
 
Y al que apetezca la gloria debe despedirse a tiempo del honor y dominar el arte difícil de irse en el momento oportuno ( F. Nietzsche)
 
Almas espectrales. Que deambulan desorientadas entre la opacidad de las lógicas infranqueables del dogmatismo y el positivismo, nuestros fetiches extremos. Que, en el fondo, seguimos pensando que el derecho puede ser neutral  e independiente de las ideologías y las relaciones de fuerzas políticas.
Y que, si no lo pensamos, al menos preferiríamos que lo fuera, porque así la realidad sería menos compleja. Porque la enseñanza jurídica nos ha desarmado. Nos ha desnudado en nuestras carencias y nuestras debilidades, nos ha formateado en la imposibilidad de escrutar la connivencia entre el derecho y el poder. Eso somos. El producto de décadas y décadas de un estilo y una matriz pedagógica, de un proceso sostenido de colonización cultural, de una epistemología de la dependencia.
Somos los abogados de una factoría, la conciencia jurídica portuaria, el emblema de las retóricas fatuas del dominio imperial.
El derecho no es fácil de comprender críticamente con las categorías que nos proporcionan las clases dominantes. Es superestructura ideológica, soporte formal jurídico e insumo cultural destinado a reiterar, legitimar y reproducir las relaciones de poder y dominación de las sociedades y del mundo.

Entender el derecho implica sustraerse a las coordenadas que priman en su enseñanza. Alejarnos de los contenidos occidentocéntricos que dan por sentado que las relaciones jurídicas comienzan con la modernidad y los códigos. Códigos que nosotros, los habitantes de este margen, adoptamos de manera acrítica. Antes, pero también ahora. No hay demasiadas diferencias entre el decimonónico proceso de aculturación plasmado en una Constitución que garantizaba al capital (imperial), la libre navegación de nuestros ríos interiores, el consecuente saqueo de riquezas propias, la destrucción de nuestras incipientes industrias del interior profundo y los nuevos sistemas procesales impulsados por las usinas de los máximos organismos regionales encargados de custodiar la pax romana del patio trasero del imperio.
Claro que es superador tener constituciones escritas como forma de organización de la convivencia pacífica y democrática de los pueblos, y que es bueno incorporar sistemas de persecución y enjuiciamiento penal pletóricos de derechos y garantías. El problema son los contenidos de esas normas y las prácticas violentas y reaccionarias que los transforman en verdaderas máquinas de picar carne .
Y ahí, justamente, es donde comienzan a gravitar los juristas y su ideología.
Por eso, para comprender el derecho, no hay que hacer un juicio de recorte con inicio en los padres fundadores de la modernidad europea.
Hay que remontarse, por lo menos, hasta el neolítico. Y observar cómo el paso de una economía nómade de mera subsistencia al descubrimiento de la agricultura y la crianza de animales domésticos alteró para siempre las relaciones de producción, y con ello la organización y estratificación de las sociedades. Sugiero, para ello, la lectura de los textos de Abdullah Ocalan o, mucho más cercanos a nosotros, los de Enrique Dussel.
En cualquiera de los dos casos, vamos a descubrir que Europa nunca fue el centro. Por el contrario. siempre fue apendicular y marginal, y esa condición marginal se mantuvo hasta hace apenas un siglo y medio. Y que el Oriente Medio y el Lejano Oriente fueron la cuna de todas las civilizaciones, en las que el capitalismo surgió mucho antes que lo que nosotros suponemos. Porque el feudalismo existió solamente en Europa, y fue el producto del cerco de ocho siglos de asedio que el viejo continente sufrió a manos de los árabes. Por lo tanto, en esas regiones hubo una temprana y formidable cultura, universidades luminosas,una filosofía estupenda  y por supuesto-un derecho que es olímpicamente desconocido en América Latina. Los padres fundadores de las disciplinas sociales y jurídicas no fueron Max Weber, Kelsen, Bentham, Comte, Savigny. Siglos antes ya existía el pensamiento y los escritos trascendentales de Ibn Jaldun  en la Universidad de Túnez y una institucionalidad política y jurídica de enorme riqueza en los pueblos originarios de América..
La revolución burguesa, tal como la aprendemos, era insustentable sin el devenir de la fase superior del capitalismo, el imperialismo, que se basó históricamente en el saqueo salvaje de los pueblos de ultramar y su sometimiento militar, económico, geopolítico, cultural, religioso y moral. Y en las guerras de aniquilamiento.
El derecho, en consecuencia, adoptado acríticamente en nuestra región, expresó siempre los intereses de la burguesía como nueva clase dominante en  la modernidad capitalista.
De hecho, el Estado-Nación, que es una condición necesaria para el surgimiento del derecho, al menos como lo conocemos en nuestra época, reconoce una única explicación y un único objetivo: asegurar la propiedad privada de los medios de producción. Cosa que rara vez se enseña en las facultades de derecho. Evidencia curiosa si las hay, en ámbitos académicos donde sí, en cambio, se buscan abstrusas razones para explicar el contrato social, máxima expresión de la libertad y la igualdad jurídica, sobre las que habremos de volver. Extrañamente, sobre dos aspectos esenciales del contrato social se han cancelado los debates en nuestras academias: a) qué pasaba con los que violentaban el pacto colectivo que imponía la burguesía; y b) por qué justamente los propietarios aceptaban un contrato que limitaba su libertad? Hay una sola respuesta para los dos interrogantes: el contrato social se construye como una forma de garantizar formalmente la propiedad privada de los dueños de los medios de producción. Y sobre el que incumpla ese pacto caerían réplicas institucionales brutales que fueron cambiando con las épocas y los sistemas de creencias dominantes de cada sociedad. No lo afirma un humilde docente de una universidad pública de Provincia. Lo aclara taxativamente el propio Adam Smith: “En realidad, el gobierno burgués ha sido creado solamente para la defensa del rico contra el pobre o para la defensa de los que poseen algo contra los que no poseen nada” (1).
Ahora bien, en las sociedades capitalistas, la igualdad, la libertad y la justicia son significantes cuyas verdaderas acepciones también se esquivan en los procesos de enseñanza de teoría o filosofía del derecho, espacios mayoritariamente enfrascados en la disputa decimonónica y eurocéntrica entre el derecho natural y el positivismo. Una polémica que atrasa siglos y que deja de lado nada más y nada menos que el estudio del derecho en las comunidades originarias de América Latina, lo que da la pauta de su complicidad epistemológica colonial.
La igualdad del capitalismo es la igualdad formal, la igualdad ante la ley que enmascara las más insoportables desigualdades económicas, sociales y culturales. La libertad es la libertad para comerciar, para producir, para intercambiar, para apropiarse de bienes y servicios, para conservarlos y aumentarlos.
Toda esta concepción liberal del derecho requiere una determinada estabilidad que solamente se la puede proporcionar el derecho positivo, enunciado en la forma en que lo hace Hans Kelsen, seguramente un amigo de la casa. Seguramente, los alumnos de la primera materia en la carrera de derecho no alcanzan a imaginar qué tipo de coordenadas ideológicas se esconden detrás de una teoría pretendidamente "pura".
Un alerta similar podemos enunciar respecto del remanido concepto de los derechos humanos impartidos en universidades de países dependientes con categorías del primer mundo.
Esta presentación intenta  poner en palabras la preocupación creciente respecto de la forma en que se enseñan los Derechos Humanos en las escuelas de derecho de nuestro país. En las que predomina un dogmatismo pretendidamente neutral, que hace que los alumnos conciban a los Derechos Humanos y sus instituciones orgánicas como insusceptibles de un abordaje crítico. 
Este es el resultado de la influencia de una epistemología colonizadora en cuyo contexto los DDHH se  enuncian a través de significantes capaces de ser colonizados por las ideologías más conservadoras.
Filosofar, también en los claustros de derecho, implica pensar en aquello que nos ha sido escamoteado hacerlo. Supone la formulación de preguntas y respuestas existenciales, con anclaje real en la realidad objetiva de sociedades en permanente conflicto. Respuestas a preguntas que generalmente no ensayamos los juristas, adiestrados como estamos en la repetición memorística de textos generalmente iguales por fuera, y por dentro. Por el contrario, son muy pocas las destrezas que desarrollamos para formular preguntas capaces de poner en cuestión este sistema completo de penetración cultural. Eso explica que en la mayoría de los planes de estudios y programas analíticos se escamotea el análisis histórico, jurídico y político de instituciones democráticas o directamente se excluye a autores contrahegemónicos.
Esas ausencias no son obra de la casualidad ni una consecuencia deficitaria en la articulación programática de nuestra facultades. Importan la ratificación de un derecho impartido en clave de reproducción de las relaciones de dominación de las sociedades y del mundo en su conjunto. 
Al punto de concitarnos a reflexionar críticamente acerca de si los DDHH son el producto de una victoria cultural  o de una derrota histórica.

 
 
 
 
(1)    Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las Naciones, Capítulo V, citado por Carlos María Vilas: “Derecho y estado en una economía dependiente”, Ed Guadalupe, Buenos Aires, 1974, p. 18.