Por Eduardo Luis Aguirre

Imaginamos que en la Argentina el imprescindible debate sobre la cuestión del racismo puede estar diferida en estos días por urgencias sanitarias, económicas y sociales. Esa conjetura no desmerece el carácter urgente de esa discusión.

Ocurre que durante cuatro años fluyeron con una dinámica inédita retóricas y gramáticas alentadas desde las esferas institucionales que hoy nos asombran. Esas expresiones reflejan concepciones y sistemas de creencias pétreos que se reprodujeron con mayor o menor nivel de explicitación, a veces acotados por el pudor y otras veces por la clara percepción de su connotación antidemocrática.

El cambio al que asistimos no es menor, tiene la potencialidad suficiente para fragmentar una nación. Sabemos que la construcción de un otro desvalorado ha sido el prolegómeno de las mayores tragedias humanitarias. La Argentina está lejos de poder sentirse al margen de estas contradicciones. Su historia la interpela. El estado argentino fue el perpetrador de tres genocidios, si incluimos –como corresponde- la guerra del Paraguay. Los fundamentos de esos sucesivos escarnios guardan similitudes estremecedoras. Siempre se invocaron en esas cruzadas criminales valores similares y justificaciones análogas. Esas reiteraciones, claramente ideológicas, nos permiten enunciar algunas categorizaciones, que ya ha trabajado suficientemente el sociólogo Ramón Grosfoguel: el racismo siempre es institucional y no puede ser observado ligeramente como exabruptos aislados de una minoría, por una parte. Y por la otra, advertir cómo la cuestión de la raza asume un rol preponderante en la estratificación social americana. Hay razas que, directamente, forman parte del campo de un no-ser, para las que no existen estatutos ni posibilidad alguna de emancipación.

A la hora de intentar una discusión sobre el resurgimiento del racismo, trabajaremos sobre un recordado libro de Jean Paul Sartre: “Reflexiones sobre la cuestión judía” (1). Hay en esa obra un sinnúmero de referencias que resultarían absolutamente aplicables al caso argentino. Sólo es cuestión de detenerse a buscarlas en ese texto breve. Las reflexiones sartreanas sobre la discriminación a los judíos nos concierne directamente para entender la producción de un sentido común discriminador con anclaje argento.

Una de las propuestas inaugurales de Sartre es el encubrimiento del racismo mediante un proceso de malversación conceptual que recurre al mecanismo de la “libertad de opinión” para construir lógicas racistas. Esa manipulación remite al derecho democrático del ejercicio de una libertad. Uno puede decir, entonces, que los pueblos originarios son holgazanes o atrasados, que los sectores populares se movilizan estimulados por choripanes o advertir sobre la posibilidad de que en un futuro nos gobierne un provinciano bajo el paraguas protector del ejercicio de un derecho.

Esta palabra opinión hace meditar. Es la que emplea la dueña de casa para poner fin a una discusión que corre el peligro de agriarse. Sugiere que todos los pareceres son equivalentes, tranquiliza y da a los pensamientos una fisonomía inofensiva, asimilándolos a los gustos. Todos los glastos se dan en la naturaleza, todas las opiniones están permitidas; no hay que discutir sobre gustos, colores, opiniones. En nombre de las instituciones democráticas, en nombre de la libertad de opinión, el antisemita reclama el derecho de predicar dondequiera la cruzada antijudía”.”... me niego a llamar opinión a una doctrina que apunta expresamente a determinadas personas y que tiende a suprimirles sus derechos o a exterminarlas” (2).

Estas conductas, en definitiva, pueden sintetizarse como la atribución de todos los males y desventuras de un país a uno o varios grupos sociales, o a pensar las soluciones a los problemas comunes privando de derechos a algunos sectores. En esta senda hace pie el neoliberalismo. El libro piensa el antisemitismo, pero las mismas coordenadas pueden extenderse a negros, indígenas, pobladores del interior del país, etc. El denominador común es el odio. Y el racismo es una pasión, dice Sartre, que implica una elección libre. No hay nada exterior al sujeto que lo determine, aunque el racismo siempre tiene una suerte de habilitación estatal o institucional. Por supuesto que esos sujetos odiantes tienen una visión del mundo donde se naturaliza y justifica la discriminación, la privación de derechos y hasta el aniquilamiento de seres humanos. Como en la banalidad del mal, pueden ser personas divertidas, simpáticas, buenos padres de familia, correctos en sus respectivos quehaceres. Pero su racismo (que en nuestra región traduce en buena medida la cuestión de clase) es inconmovible. Piensa su país desde una realidad inexistente que él mismo construye. Y ese proceso de construcción es voluntario y su racismo, a la vez, es pétreo, impermeable, pasional. Irreductible.

¿Se aparta Sartre de la idea de que el racismo (en su trabajo, el antisemitismo) debe ser necesariamente institucional, un intento de reorganizar la sociedad sin otro, o sin un no-otro, un homo sacer con cuyos cuerpos es posible hacer cualquier cosa, incluso eliminarlos? Esto es lo que expresa el gran pensador existencialista:

Pero, se dirá, ¿si sólo fuera así con respecto a los judíos? ¿Si en lo demás se condujera con sensatez? Respondo que eso es imposible: ved a un pescadero que en 1942, irritado por la competencia de dos pescaderos judíos que ocultaban su raza, tomó un buen día la pluma y los denunció. Me aseguran que en otro sentido era dulce y jovial, el mejor hijo del mundo. Pero no lo creo: un hombre que considera natural denunciar a los hombres no puede tener nuestra concepción de lo humano; aun a aquellos de quienes se convierte en bienhechor, no los ve con nuestros ojos; su dulzura, su generosidad no son semejantes a nuestra dulzura, a nuestra generosidad; no se puede circunscribir la pasión” (3).

El antisemita es un hombre mediocre, al que su pasión inconmovible lo lleva a jactarse incluso de su propia opacidad.

Pero no debe creerse que su mediocridad lo avergüence: antes bien, se complace en ella; diré que la ha elegido. Es un hombre que teme toda especie de soledad, tanto la del genio como la del asesino: es el hombre de las multitudes; por pequeña que sea su talla, aun toma la precaución de agacharse por temor a emerger del rebaño y encontrarse frente a sí mismo” (4).

Ya lo sabemos. La historia lo demuestra de manera categórica. Cuando el racista invoca valores tales como la república, la democracia, la ley, la unidad de todos, recrea “una atmósfera de pogrom” (5), como lo advierte Sartre. En un contexto histórico donde hasta los editorialistas de los grandes periódicos han traspasado los límites de la democracia formal y la derecha se convierte aceleradamente en ultraderecha, la discusión sobre el racismo deviene urgente en la Argentina.

(1)   Buenos Aires, Editorial Debolsillo, 2004.

(2)   P. 9.

(3)   P. 20.

(4)   P. 21.

(5)   P. 21