Por Eduardo Luis Aguirre

Si el racionalismo, el idealismo y la influencia cartesiana y hegeliana modelaron el sentido común y la comprensión nordeuropea del mundo durante los siglos XVII y XVIII, y esa matriz de pensamiento fue la que dio lugar a la legitimación del colonialismo, de la colonialidad y el racismo, creo que es interesante ensayar un ejercicio retrospectivo respecto de los antagonismos que en términos mundiales se precipitaron en aquella época en el viejo continente.

Las víctimas de las nuevas lógicas de dominación no fueron únicamente los continentes y pueblos colonizados por las potencias europeas. Dentro de la propia Europa se conservan todavía huellas intactas de los enfrentamientos internos que delinearon las nuevas formas de sometimiento y confinaron a regiones europeas enteras fuera de la nueva hegemonía mundial.

Es necesario pensar en estas disputas europeas para eludir los binarismos y las simplificaciones al momento de pensar la historia y la política desde una perspectiva decolonial. Algo de ello relata Ramón Grosfoguel cuando alerta sobre el sesgo colonial que para los españoles conserva la idea ficticia de que en 1492 –muy poco tiempo antes de que Cristóbal Colón emprendiera su primer viaje, una mixtura cultural que cabalgaba entre la edad media y el renacimiento- se habría producido una reconquista de los territorios ocupados por los árabes. Lo que en realidad aconteció fue una conquista –dice el autor portorriqueño- perpetrada a sangre y fuego por las coronas de Castilla y Aragón. La España recién unificada desplazaba a los pueblos árabes y judíos que habían convivido pacíficamente en la península durante ocho siglos. O sea, que habían ocupado esas tierras mucho antes de que España existiera como tal.

Con la influencia del racionalismo, una corriente filosófica que entroniza el rol de la “razón” y el idealismo se entrecruzan tensiones y matices semejantes.

En el plano artístico, el gótico fue una reacción romántica dentro de la propia Europa contra el racionalismo extremo. La pintura, la música y la literatura gótica fueron una expresión alternativa a la reivindicación de la razón como forma omnipresente de conocer el mundo. El ego conqueror era puesto en entredicho por una vertiente cultural bien diferente.

La literatura gótica nació a fines del siglo XVIII. “El castillo de Otranto” es la primera novela gótica de un género único. Escrita en 1764 por Horace Walpole, el libro inaugura una saga donde abundan el miedo, los bosques, los castillos, los príncipes y nobles, los romances, los páramos, los amoríos, los espectros, vampiros y otras criaturas espantosas. Entre esas obras podemos citar Frankestein, Drácula, El extraño caso del Dr Jekill y el señor Hyde y El fantasma de la Ópera. En cada una de ellas hay una apelación a lo mágico, a sentimientos como el miedo, el amor, la piedad y el odio, a los mitos, la religiosidad, lo sobrenatural y la superstición. Todas ellas están escritas con una prosa afilada y trasuntan la bella ampulosidad de lo gótico. Nada más alejado del racionalismo y del empirismo. ¿Significaba el gótico una suerte de sentipensar situado? ¿Existió al interior de Europa alguna resistencia cultural contra el racionalismo y el idealismo? ¿Algo intentó diferenciarse de un yo conquistador que decretaba que los pueblos invadidos carecían de historia, de pensamiento propio y hasta de humanidad?

Quizás la respuesta anide – como casi siempre ocurre- en la identificación de los antagonismos que se verificaban durante ese período histórico y en el arte como territorio y arena de disputa de la política. Un racionalismo rampante era tensionado por una reivindicación de un pasado propio, intencionadamente oscurecido, por una vuelta al ser del Medioevo europeo cuya individuación difería notablemente de las nuevas categorías y subjetividades políticas, económicas y culturales. Una posibilidad de pensar el arte y la cultura desde posicionamientos distintos frente a la complejidad de un mundo que no terminaba de nacer y otro que no se resignaba a morir. En clave de Ranciére: “Los artistas, al igual que los investigadores, construyen la escena en la que la manifestación y el efecto de sus competencias son expuestos, los que se vuelven inciertos en los términos del idioma nuevo que traduce una nueva aventura intelectual” “Despachar a los fantasmas del verbo hecho carne y del espectador vuelto activo, saber que las palabras son solamente palabras y los espectadores solamente espectadores puede ayudarnos a comprender el modo en que las palabras y las imágenes, las historias y las performances pueden cambiar algo en el mundo”, “Una comunidad emancipada es una comunidad de narradores y de traductores” (*)

(*) El espectador emancipado, Editorial Manantial, Buenos Aires, 2013, p. 28.