Por Eduardo Luis Aguirre

En 1967, Jean Paul Sartre concedía una recordada entrevista a Radio Canadá. En la primera pregunta de ese extenso reportaje, Claude Lanzmann y Madeleine Gobeil lo interpelan sin mediaciones. Por aquellos días, un líder revolucionario del Tercer Mundo había solicitado una entrevista urgente con el filósofo. El autor de “El existencialismo es un humanismo” – un reconocido militante contra el imperialismo y el colonialismo- había alegado, inesperadamente, “estar ocupado”. Estaba ocupado, para más datos, “en Flaubert”. Sólo eso

. Sartre responde larga, pausadamente aquella requisitoria. Da cuenta del rol de los intelectuales, de la extracción habitual de los mismos y hasta de las diferencias entre los intelectuales del Tercer Mundo y los pensadores europeos en cuanto a los roles que cada uno de ellos debía asumir en las distintas coyunturas históricas. Luego contesta sobre la guerra de Vietnam, el Tribunal Russell y otros temas de actualidad candente en esos años.

Flaubert (1821-1880) no vuelve a aparecer en aquel reportaje. La cita de Sartre con el autor de “Madame Bovary” no solamente era impostergable. Su perentoriedad la hacía en principio inexplicable. Pasé años leyendo buena parte de la obra de Sartre. Pero no toda. Intenté mi tardía tesis doctoral en filosofía investigando su postura frente a la violencia y el castigo. Nunca más volví a interesarme por aquella reacción inesperada del pensador ¿Qué motivación urgente, ineludible, lo unía con el brillante literato? ¿Algo del consagrado estilo literario del antiguo escritor romántico lo convocaba? ¿Había algo en sus libros que interpelaba al filósofo moderno que más admiré?

Mi recorrido por los textos de Sartre había sido fatalmente incompleto. Los atravesé con una lógica cinegética, por ende primitiva y voraz. Solamente apuntaba a aquellos libros que podían ayudar a despejar la incógnita central de mi investigación.

Quizás fue por eso que no reparé en “El idiota de la familia”. Sartre estaba ocupado, en aquellos convulsionados años sesenta, ensayando una enorme biografía sobre Gustave Flaubert. Me encontré con ese libro en la red, casi por casualidad. El prólogo de Sartre me dejó sin palabras, aferrado únicamente al impulso irrefrenable de leer un trabajo de antología. Es que Flaubert, para Sartre, está en el cruce de todos los problemas literarios modernos. La introducción es más una apertura que un resumen. Se trasunta en Flaubert una llaga siempre oculta que remite a su infancia y que Sartre relata con asombroso detalle. Esa llaga radica en sus escasas habilidades sociales, sus dificultades con el lenguaje y la lectoescritura y la expectativa que en él –a modo de exigencia- había depositado su familia. Todo ello en medio de una tensión grupal que no ceja hasta que el pequeño Gustave “alcanza a los niños de su edad”, protagonizada por un padre autoritario que muere en plena adolescencia del escritor, una madre poco afectuosa y un hermano que ocupaba el lugar de modelo de Flaubert, con quien ajustaría cuentas años más tarde.

Diríase que entre los padres y el niño los gestos de ternura, silenciosos, eficaces, tan “bestiales” entre las personas como entre los animales, son la única comunicación posible. Este niño salvaje, y si nos atenemos a sus primeros escritos, próximo a la animalidad, sólo puede querer a los hombres y sentirse querido por ellos en el nivel de la común subhumanidad”, recrea Sartre (1).

La dureza del relato que da cuenta de las dificultades del niño se intersectan en una deriva sorprendente. A los quince años Flaubert revela una convicción férrea y asume su condición extraordinaria de poeta. La poesía es para él “una silenciosa aventura del alma, un acontecimiento vivido que no tiene medida común con el lenguaje”.

Con Madame Bovary el escritor salta a una consideración universal finalmente compatible con las exigencias de aquellos padres insatisfechos. Sartre juega a lo largo del libro con la ingenuidad, la confianza, el lenguaje, los roles parentales y fraternales, la inferioridad, la sumisión, la discriminación y el resentimiento.

Confieso que me atraviesa una duda irresuelta, más allá de la épica fenomenal de Flaubert ¿Por qué Sartre reparó con semejante esmero y exclusiva dedicación en un personaje que lo antecedió en un siglo, más allá de su brillante prosa, su talento superlativo y su pulcritud exquisita? ¿Constituye ese libro de mil páginas solamente la continuación de un ejercicio metodológico (Problemas de método), como lo adelanta el propio autor o hay algo más en Flaubert que concierne al filósofo?

Algunos autores han pensado esto con antelación. Hay quienes creen que Sartre ya había arremetido contra Flaubert en “¿Qué es la literatura?” (1948). O que el interés ya se había manifestado en “El ser y la nada” (1943), donde advertía que para entender al escritor había que recurrir al psicoanálisis existencial. Es probable también que el trabajo constituya un magnífico intento para conocer a los hombres desde un punto de vista socialista (2).

Cualquiera de esas posibilidades es plausible. Yo no pude dejar de conjeturar otra. En 1963, Sartre publicó “Las palabras”, un libro autobiográfico que no pude dejar de relacionar con “El idiota de la familia”. Las semejanzas y las diferencias de los personajes –Flaubert y Sartre- nos sugieren cosas, que en algunos puntos se encuentran y en otros se dintinguen, como todo lo que ocurre en la vida. Desde la extracción de clase de ambas familias y la institución familiar como elemento fundamental de endoculturación del sistema capitalista, hasta las vivencias y los sufrimientos inferidos a dos niños por los adultos y su forma de concebir y habitar esos espacios nucleares.

Puesto a historizar su propia vida, Sartre ensaya párrafos que no pueden dejar de referirse. La dureza, el dramatismo de época, la muerte, las pérdidas, los dolores, traumas y prejuicios que atravesaban a su familia permiten confrontar ese relato en carne viva con la biografía de Flaubert que –como Las Palabras- destaca por su exhaustividad y su profunda humanidad. He elegido algunos párrafos que quizás permitan recrear esos contextos. Es posible que la elección no haya sido la mejor ni la más demostrativa. Pero algo se juega al interior de esa biografía.

El doctor Sartre, furioso, pasó cuarenta años sin dirigir la palabra a su mujer; en la mesa se expresaba por gestos; ella acabó por llamarle «mi pensionista». Sin embargo, compartía su lecho, y de vez en cuando, sin una palabra, la dejaba embarazada. Ella le dio dos hijos y una hija. Esos hijos del silencio se llamaron Jean-Baptiste, Joseph y Hélène. Hélène se casó, andando los años, con un oficial de caballería que se volvió loco; Joseph hizo su servicio militar con los zuavos y se retiró bastante pronto con sus padres. No tenía oficio; entre el mutismo de uno y los chillidos de la otra, se volvió tartamudo y se pasó la vida luchando con las palabras".

"Jean-Baptiste ingresó en la Escuela Naval para ver el mar. En 1904, en Cherbutgo, siendo ya oficial de marina y devorado por las fiebres de Cochinchina, conoció a Anne-Marie Schweitzer, se apoderó de esta mujerona enamorada, se casó con ella, le hizo un hijo al galope, a mí, y trató de refugiarse en la muerte.

Morir no es fácil; la fiebre intestinal subía sin prisa y a veces tenía remisiones. Anne-Marie le cuidaba con abnegación, pero sin llevar la indecencia hasta el extremo de amarle. Louise le había prevenido contra la vida conyugal: tras las bodas de sangre, era una serie infinita de sacrificios, cortada por trivialidades nocturnas. Siguiendo el ejemplo de su madre, la mía, prefirió el deber al placer. No había conocido mucho a mi padre, ni antes ni después de la boda, y debía a veces preguntarse por qué ese extraño había escogido morir en sus brazos”.

“Al morir mi padre, Anne-Marie y yo nos despertamos de una pesadilla común; yo me curé. Pero éramos las víctimas de un malentendido: ella volvía a encontrar con amor a un hijo que realmente nunca había dejado; yo recobraba el sentido en las rodillas de una extraña.

Anne-Marie, sin oficio y sin dinero, decidió volver a vivir con sus padres. Pero la insolente muerte de mi padre había disgustado a los Schweitzer; se parecía demasiado a un repudio. Mi madre, por no haber sabido ni preverlo ni prevenirlo, fue decretada culpable. Se había casado sin pensarlo con un marido que no había hecho uso de ella”.

“No existe el buen padre, es la regla: no cabe reprochárselo a los hombres, sino al lazo de paternidad, que está podrido. Hacer hijos está muy bien, pero qué iniquidad es tenerlos! Si hubiera vivido, mi padre se habría echado encima de mí con todo su peso y me habría aplastado. Afortunadamente, murió joven; en medio de los Eneas que llevan a cuestas a sus Anquises, pasé de una a otra orilla, solo y detestando a esos genitores invisibles, a horcajadas sobre sus hijos para toda la vida; dejé detrás de mí a un joven muerto que no tuvo el tiempo de ser mi padre y que hoy podría ser mi hijo. ¿Fue un mal o un bien? No sé; pero suscribo gustosamente el veredicto de un eminente psicoanalista: no tengo superyó”.

“Vendí los libros: el difunto me concernía muy poco. Lo conocía de oídas, como a la Máscara de Hierro o al Caballero de Eón, y lo que sé de él nunca ha tenido relación conmigo: nadie recuerda si me quiso, si me tuvo en brazos, si volvió hacia su hijo sus ojos claros, hoy comidos. Son penas de amor perdidas. Ese padre ni siquiera es una sombra, ni siquiera una mirada. Durante algún tiempo, hemos pisado él y yo sobre la misma tierra; eso es todo. Me dieron a entender que, más que el hijo de un muerto, era el hijo de un milagro. Sin duda de aquí proviene mi increíble ligereza. No soy un jefe ni aspiro a serlo. Mandar y obedecer es lo mismo. El más autoritario manda en nombre de otro, de un parásito sagrado —su padre—, transmite las abstractas violencias que padece. Nunca en mi vida he dado una orden sin reír, sin hacer reír; es que no me corroe el chancro del poder: no me enseñaron a obedecer. ¿A quién podría yo obedecer? Me muestran a una joven gigantesca y me dicen que es mi madre. Por mí, más bien la tomaría por una hermana mayor” (3).

Conjeturas emergentes de entrecruzamientos inesperados, especulaciones surgidas de la imaginación frente a territorios incógnitos, una puesta en diálogo que no alcanza a ser historia sino un recorrido respecto de lo que alguien escribió sobre sí mismo y sobre un personaje al que no pudo sustraerse. Sartre y Flaubert. Flaubert y Sartre. Y las razones posibles, indiciarias, por las que “El idiota de la familia” era una tarea impostergable para el filósofo más influyente del siglo XX. Aquel que, por alguna razón, dijo que somos lo que fuimos capaces de hacer con lo que hicieron de nosotros.



(1) El idiota de la familia, disponible en file:///C:/Users/user/Documents/Sartre,%20Jean%20Paul%20-%20El%20idiota%20de%20la%20familia%20_%20Anarqu%C3%ADa%20Pro-social%20-%20Academia.edu.html, p. 25

(2) Zamora, Álvaro: El Flaubert de Sartre, disponible en http://www.inif.ucr.ac.cr/recursos/docs/Revista%20de%20Filosof%C3%ADa%20UCR/Vol.%20XXVI/No.%2063-64/El%20Flaubert%20de%20Sartre.pdf

(3) Las Palabras, Ed. Losada, Buenos Aires, 2005.