Por Eduardo Luis Aguirre

Hablemos, en principio, de lo unitario. De la unidad. De la necesidad de articular nuevas relaciones de fuerzas sociales y nuevas hegemonías, entendidas éstas como algo muy distinto de la mera dominación. Ocupémonos del desafío de pensar prácticas y estilos. De recrear semblantes y habilitar espacios. De despejar el idealismo iluminista como prejuicio colonial y re apropiarnos de lo real. La cultura popular (entendida como el acervo social de los oprimidos) se nutre y se asienta en "lo real". Al contrario de lo que expresan los manuales del liberalismo político clásico y del substancialismo cultural euroocéntrico, debería importarnos el saber que se apoya en una materialidad antes que en los estatutos que pretenden que la realidad se adecue a formas preestablecidas. Reparar en la "geocultura" de nuestros hermanos antes que en las ficciones citadinas reproducidas por los más fabulosos aparatos ideológicos de aculturación y alienación de que tengamos memoria.
En ese realismo epistémico propio se demarcan algunos caminos y algunas tareas extrañamente vacantes, que el fascismo social - como lo denomina De Sousa Santos- sí ha decidido completar y asumir. Por eso, justamente, es que nos sacuden y nos interpelan la imágenes inquietantes de los guerreros místicos.

Hay que recuperar, por ejemplo, los diálogos con nuestros semejantes. Con lo que denominamos coloquialmente "el pueblo", cuya construcción, según Laclau, va a ser siempre la tarea "común" más relevante. Con los portadores de las voces de los márgenes, de los montes y de la calle. Recuperarlos para encontrar denominadores comunes, reconstruir los debilitados lazos sociales, estar atentos a sus miradas y no escatimar las nuestras. Para ir hacia ellos y reivindicar respetuosamente sus rutinas y sus saberes. Sus intuiciones. Su representación del mundo y sus visiones cosmogónicas. Hay que dejar de lado las prácticas aberrantes de la intervención social verticalizada, pletórica de certezas civilizatorias. Con mucha mayor razón, las del clientelismo atávico o el torpe formato oportunista y ocasional. Hay que reconocer al otro como lo que es: un par. Aunque sea un otro arrojado a la "exterioridad" por obra y gracia del capitalismo en su fase neoliberal. Hay que convencer, persuadir, trabajando obstinada, democrática y horizontalmente desde lo real, con ese otro desafiliado. 
Trabajar sobre lo real significa siempre habilitar la escucha. En especial, la escucha de las cosas simples de las que, necesariamente, surgirán las cosas profundas. Fallaremos una y otra vez. Descubriremos, desde nuestra mirada occidentocéntrica, que ese andar en los bordes nos habrá de deparar devoluciones a veces frustrantes, otras tan alienadas como las de cualquier persona que no configura el objeto pesquisante de nuestro interés específico. Hasta que, acaso sin darnos cuenta, aparecerá la confianza mutua, aflorará lo emocional, la condición ordenatoria del "estar siendo". El saber y las grandes respuestas. Muchas de ellas mixturadas con mitos, leyendas y creencias. Que, contrariamente a lo que a veces pensamos, forman parte indivisible del saber. Configuran un conocimiento arraigado a la tierra de manera profunda e inconmovible. Un logos compartido, situado, reiterado, propio y armónico. Una cultura y una conciencia cultural construida lenta, dialógicamente, a partir de un formato histórico muchas veces mitificado. Saludable y enriquecedoramente mitificado. No estaremos, entonces, enseñando, sino, por el contrario, aprendiendo.
Todos. Ellos y nosotros estaremos fortaleciendo nuestra humanidad. Nuestra capacidad de hacer que desde la angustia compartida resplandezca el ser. La tarea, irrebatiblemente urgente, es uno a uno. Nunca uno por uno. Esa es, justamente, la distancia que nos separa de las nuevas cruzadas evangelizadoras conservadoras capaces de colonizar las subjetividades de un pueblo en proceso permanente y dialéctico de construcción.