Por Ignacio Castro Rey

Incluso en julio el capitalismo es bastante navideño, ¿no creen? Caído del Norte, y sin embargo cálido, se recarga una y otra vez de luces parpadeantes. A las puertas de otra inefable Navidad sentimos de nuevo, hasta el paroxismo, cómo esas luces invasivas toman al fin la forma ecológica de un árbol. ¿Por qué no, entonces, un penúltimo regalo de este año de gracia que termina -aunque para algunos ya acabó antes-, una pequeña reflexión sobre nuestro sagrado laicismo?

Sobreimpreso, un breve soliloquio sobre los motivos progresistas para creer en el viejo Dios. Ahora que está de moda el populismo, podemos reconsiderar por fin una creencia típica de pobres, de atrasados e ignorantes. Eso sí, sin caer en la tentación de volver a pronunciar el nombre de Lacan en vano, ni siquiera en esa idea genial de que al final la religión siempre triunfa. Perdonen la posible redundancia de este decálogo más uno, pero es que el fin de año es así, como los catálogos de Ikea. Tampoco se preocupen si algo no se entiende, ya saben cómo es la teología. Veamos:

 

I

Por una parte, es posible que necesitemos tener a alguien silencioso con quien dialogar a escondidas, bajo esta transparencia imperial. El secreto de confesión antes que la pornografía de la revelación. Aunque solo sea para seguir un simpático emblema oído al pasar: "Si tienes un problema, no se lo cuentes a tus amigos. Que los entretenga su puta madre". Este es en realidad otro motivo de meditación teológica: ¿Qué tengo yo que ver con los mutantes que llamo "amigos", qué me une a ellos si no existiera un ser intermedio que no se parece a ninguno de nosotros?

 

II

Acaso también habría que ser fiel a un sencillo pensamiento inmanente que nos asalta con frecuencia, aunque casi nunca -por motivos obvios- lo confesemos: "Tiene que haber otra vida. Y no puede parecerse a esta". Junto a otra idea en paralelo, robada en algún lugar: ¿No es preferible arrodillarse ante Dios, que al fin y al cabo no este mundo, que tener que hacerlo ante los hombres? Sobre todo si se trata de la marca blanca de los nuevos amos, tan jóvenes, tan despiadados, tan altaneros en su sectarismo conectado.

 

III

Wall Street, los periodistas, Punset y Lady Ga-Ga creen que Dios no existe. Por eso precisamente multiplican sus iniciativas punteras, queriendo salvarnos del desierto -antes un valle de lágrimas- que es la tierra. Ahora bien, estos personajes y otros afines, ¿han acertado alguna vez? Peor aún, ¿han hecho otra cosa que explotar nuestra credulidad? Tal como está el patio, con la que está cayendo, ¿no necesitamos, además de tibias mascotas domésticas, algo que no se parezca en absoluto a los líderes de las distintas castas que quieren ayudarnos?

 

IV

Extranjeros incluso en el lugar natal, ya no entendemos casi nada de lo que nos rodea. Estamos así obligados a creer de múltiples maneras: en la publicidad, en nuestro banco, en la macroeconomía, en el gobierno, en nuestro partido político, en el fin de la crisis, en la información y las estadísticas... Puestos a creer, ¿no sería más seguro, más científico y ecológico, volver a creer en Dios? Al menos así dejaríamos lo terrenal para el pragmatismo, más o menos civil, y para el relativismo de nuestras pequeñas manías.

 

V

La democracia, el sistema, la ideología progresista, la información, la sociedad internacional... Todo lo que nos rodea se pasa el día localizando peligros, señalando el mal y persiguiendo herejes. En resumidas cuentas, ya somos parte de una Iglesia. Ahora bien, ¿seguro que es comparable a la antigua, con sus edificios venerables, sus tallas policromadas y su olor a cera?

 

VI

Por volver a uno de nuestros clásicos, y ahorrarnos de paso la medicina preventiva, parece saludable empezar a limitar el gasto en gimnasio, couching y psicólogo. ¿Recuerdan?: En paz con los hombres, en guerra con mis entrañas. ¿No exige este Logo, rabiosamente posmoderno a la par que multicultural, volver a creer en un Ser Supremo de la interioridad? Un interior más vasto, por cierto, que toda esta idiotez de la provincia global.

 

VII

Reivindicando otra vez un desacreditado complejo de culpa y respondiendo a una exigencia deportiva de la época, no estaría mal volver a poder decir: "En mi angustia tengo mi gimnasio". Lograríamos con ello, por fin, un entrenamiento muscular constante, absolutamente portátil. El epicureísmo de la comedia y el estoicismo de la tragedia definitivamente reconciliados. ¿Alguien da más?

 

VIII

Esto por no hablar de la moralina reinante en cualquier república que se precie, una metástasis laica de la ética que hace añorar la Edad Media como una época deliciosamente liberal. Tanto si trabajas como si conduces -y prácticamente no hacemos otra cosa-, fumar y beber es malo, así como las grasas, la carne roja y las bebidas azucaradas. Por encima, no puedes ser derechas; tampoco de izquierdas. Ni ruso ni musulmán. Ni cristiano, ni prostituta ni cliente. Menos todavía violento, nacionalista o euroescéptico; no hablemos ya de poner en duda el cambio climático o que te gusten los toros. Reconozcamos que no solo en el sexo -cuando ese milagro ocurre- sino que también para hablar, sentir y pensar hemos de usar preservativo.

 

IX

De hecho ya caminamos hacia Dios, por la autopista de la seguridad total. Por ejemplo, si se habla de micro-machismo será porque ya funciona una macro-vigilancia. ¿O no? El dogma de la transparencia exige una tolerancia cero con las sombras de cada forma de vida. El aire catatónico del demócrata medio, condenado a perpetuidad en un "ni ni" real interminable y, a cambio, navegando virtualmente en paraísos artificiales, refleja este reino moral triunfante. Se trata de una inflación ética, subordinada a la gestión económica de la política, donde la banalidad del bien nos ha prohibido todo excepto morir como el dios Sociedad manda, a plazos.

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X

¿Cómo no van a darse formas subterráneas de maltrato, de acoso y linchamiento, si se nos ha prohibido todo desahogo natural? ¿Cómo no vamos a ser adictos a cualquier sustancia, fanáticos del rock, las series televisivas o un equipo de fútbol, si la normativa social, más hipócrita que el catolicismo de antaño, adelgaza nuestra singularidad para que no sea patológica? La furia con la que el público adora a los expertos, estrellas del espectáculo y líderes de opinión, se da en proporción inversa a nuestra depresión larvaria. El negocio puntero de las redes opera en una sociedad de prisioneros políticos que apenas tienen más evasión que el onanismo de la conexión a distancia.

 

XI

Lo dicho, ¿no sería más práctico y divertido -incluso más sexual- volver a creer en el viejo Dios de la existencia? Además, si es cierto -lo dice la Información- que la tecnología está de moda, ¿qué mejor Internet o GPS que la anciana divinidad? Sin cables, pilas ni ninguna clase de tarifa, en cualquier momento -hasta dormido- lo puedes saber todo, incluso dónde estás. ¿Se les ocurre algún software comparable?Si Dios existe, espero que tenga una buena excusa. La frase atribuida a W. Allen, aunque parece demasiado inteligente para Él, es finalmente un indirecto argumento ontológico. Allen y nosotros, tal cual, somos actualmente la excusa.

 

 

Ignacio Castro Rey. Madrid, 4 de diciembre de 2016