Un artículo de Nazanin Armanian, original del diario Público.
 
 
 
Tayyip Erdogan ha desenvainado la espada. Ya tiene la luz verde del parlamento para atacar a Siria (a espaldas de la ONU), y así darle oficialidad a una guerra no declarada contra este país, empezada hace un año, con injerencias en sus asunto internos, sanciones económicas y acogiendo a su oposición armada. El que el líder turco no suelte lágrimas por los civiles oprimidos a manos de las dictaduras arcaicas de Bahréin, Catar, o Arabia saudí, desmonta la vertiente “moral” de su posición respecto al conflicto sirio.
La situación de Siria se ha estancado. Ni gobierno ni oposición son capaces de derrotarse. Tampoco Rusia ha conseguido un acuerdo de transición controlada con Bashar Al Asad, que al contrario de Mubarak o Ben Ali -que fueron arrancados literalmente de sus sillones por EEUU- es un dictador independiente de las potencias.
Que Washington, en estos momentos, se niegue a una intervención directa en Siria se debe a varios factores: que el conflicto no ha dañado sus intereses ni los de Israel; que la opinión publica en su país no es favorable a una nueva guerra; tiene restricciones presupuestarias; vigila el frágil equilibrio entre sunitas y chiitas en la región (¡en Irak entregó el poder a los chiitas!), por lo que utiliza a Turquía para contener la influencia iraní y también la de los saudíes; teme un aumento del precio del petróleo; que Rusia, Irán y Hezbolá reaccionarían militarmente; que la oposición siria en el exilio aun no es una alternativa a Asad, ni cuenta con el apoyo interno, y que su núcleo central es salafista; quizás sea cierto que hay un acuerdo entre Obama y Putin, según el cual la OTAN no atacaría a Siria, a cambio de que Rusia mantuviera abiertas las rutas del suministro para las tropas de la Alianza en Afganistán desde Pakistán y la Red de Distribución del Norte, que pasa por Kirguizistán; y sobre todo porque Barak Obama, tras los fiascos de Irak y Afganistán, está optando por no implicarse directamente en los conflictos, y las delegue a los drones, los ejércitos aliados, y los mercenarios (empresas privadas de hacer la guerra a la carta), para que le hagan el trabajo a cambio de una trozo del pastel.
La visión simplista de EEUU que reduce los cambios en un país con la expulsión del demonizado jefe del estado en cuestión agrava el panorama. Una intervención militar, aunque derroque a Asad, no pondrá fin al conflicto, sino que sumirá al país en una prolongada guerra interetnica e interconfesional que se extenderá por toda la región.
Eso es justo lo que busca Al Asad, que el coste de su caída para los enemigos sea caro, carísimo. De momento, ha conseguido que Irak pida a Turquía que desmantele varias bases militares que dispone en su región kurda desde 1990, y que la guerrilla kurda del PKK aumentase sus acciones de terror en las ciudades turcas.
La confusión turca
Tayyip Erdogan, agresor que se presenta como víctima, ha sufrido una fatal metamorfosis, resultado de una mezcla de narcisismo, nacionalismo exacerbado y fanatismo religioso, que le han empujado a dar un paso hacia la catástrofe para su país y toda la región.
Todo empezó cuando Asad rechazó sus recetas de reforma para calmar las protestas de marzo de 2011. La herida de su orgullo se enquistó al ver que tampoco los gobiernos nacidos de las llamadas “Primaveras árabes” siguen el tan proclamado modelo turco, ni son afines a Ankara. Además, su protagonismo había sido robado por el presidente egipcio Mohamed Mursi.
Nervioso, no sólo pidió la dimisión del sirio, sino que se volcó con su derrocamiento. Cometió el grave error de pensar que el régimen de Asad solo necesitaba un golpecillo final para desmoronarse. El apoyo que prestaba a los islamistas sirios dieron el resultado contrario: las minorías religiosas y étnicas, así como una parte de la sociedad que temía una dictadura religiosa, se colocaron al margen de las protestas.
Ahora el escenario más temible es el más probable: un prolongado caos y un conflicto sectario a lo largo de los 912 kilómetros que conforman la frontera meridional turca, y una zona kurda en Siria que aumentaría la ventaja del PKK, y que, en caso de unirse con la región autónoma kurda de Irak, harían realidad la peor pesadilla de Ankara: la creación de un estado kurdo. Y eso sin contar la avalancha de refugiados sirios que originarán problemas de recursos y de seguridad.
Erdogan que sufre un frenesí nacional-sunita con un toque de nostalgias otománicas, fracasa en la principal cuestión de su política exterior que ha sido desbancar a Al Asad, y también en resolver el primer problema del país, la cuestión kurda, que convirtió el 2012 en el año más sangriento en un década en cuanto al número de bajas en ambos bandos.
La guerra dañará sus logros: un crecimiento económico del 8%, una pacífica convivencia entre las minorías religiosas y étnicas, y reducción del poder de los militares. También será un golpe a la seguridad energética turca, que es cliente del gas de Rusia e Irán,
Estamos ante una nueva reconfiguración del tablero de ajedrez de Eurasia y la lucha de las potencias regionales y mundiales para controlar este espacio rico en recursos naturales donde los pueblos son simples peones.